A principios de los 90, el director y dramaturgo reconocido como una de las figuras más importantes del teatro canadiense, visitó Hiroshima, y se sorprendió al encontrar una ciudad viva y efervescente. Su guía le contó la historia de una mujer que quedó desfigurada tras la caída de la bomba atómica. Su familia ocultó todos los espejos de la casa para que no pudiera verse, pero ella guardaba bajo su almohada un lápiz labial y un pequeño espejo. A escondidas, la mujer se pintaba y contemplaba su rostro, luego se desmaquillaba y lo escondía todo. Esta imagen fue el punto de partida de Los siete arroyos del río Ōta (1994), que se presentó en el Teatro Municipal de Las Condes en el marco del Festival Internacional Teatro a Mil.
por Sebastián Duarte Rojas I 22 Enero 2024
“En Hiroshima hay más de mil mujeres con la cara desfigurada que siguen recluidas sin poder recibir ni atención, ni protección adecuada”, escribió Kenzaburo Oé tras su segunda visita a la ciudad, en 1964. El escritor japonés, fallecido en 2023, decía haber descubierto la verdadera dignidad humana en los hibakusha (“persona bombardeada”), sobre quienes vuelve una y otra vez en sus Cuadernos de Hiroshima: el doctor que dirigió el hospital durante años, aunque él mismo estaba afectado; el hombre mayor que intentó cometer seppuku para conservar su honra; todas las demás víctimas que también optaron por el suicidio o por vivir pese a todo, y esas mujeres cuyos rostros dañados las llevaron al encierro, voluntario o no.
A principios de los 90, Robert Lepage (Quebec, 1957), director y dramaturgo reconocido como una de las figuras más importantes del teatro canadiense, visitó Hiroshima, y se sorprendió al encontrar una ciudad viva y efervescente. Su guía, un hibakusha, le contó la historia de una mujer que, como las que menciona Oé, resultó con el rostro visiblemente afectado. Su familia ocultó todos los espejos de la casa para que no pudiera verse, pero ella guardaba bajo su almohada un lápiz labial y un pequeño espejo. A escondidas, la mujer se pintaba y contemplaba su rostro, luego se desmaquillaba y lo escondía todo. Esta imagen se convirtió en el punto de partida de una de las obras más reconocidas de Lepage y su compañía Ex Machina, Los siete arroyos del río Ōta (1994), que se presentó en el Teatro Municipal de Las Condes en el marco del Festival Internacional Teatro a Mil.
Esta obra de dimensiones épicas está compuesta por siete historias interconectadas, puestas en escena a lo largo de siete horas. Este número que se repite viene del río Ōta, cuyo delta se despliega en siete brazos en Hiroshima. Los siete actos de la obra se ambientan en diversos lugares (además de Hiroshima, Nueva York, Osaka, Amsterdam y Terezín), van desde 1945 hasta 1999, y los diálogos utilizan diferentes lenguas, pero los personajes que reaparecen y los abundantes paralelismos visuales y argumentales le dan unidad al relato, que no solo aborda las consecuencias de la bomba atómica, sino también otras catástrofes del siglo XX, como el Holocausto nazi y la crisis del sida. Desde que se reestrenó en 2020, el montaje se encuentra en un tour internacional y es la segunda obra del director que se ha presentado en nuestro país, tras La cara oculta de la luna, que fue traída por Teatro a Mil en 2013.
Tuve la oportunidad de reunirme con Robert Lepage antes de la segunda función de la obra. Conversamos en las butacas del teatro mientras en el escenario algunos actores ensayaban o preparaban sus cuerpos para la exigencia física del extenso montaje, y parte del equipo intentaba resolver un problema técnico ocurrido el día anterior.
Aunque esta obra se ambienta en diversos lugares, el eje es lo ocurrido en Hiroshima. ¿Cómo reaccionó el público japonés cuando llevaron Los siete arroyos en 1995, para el 50° aniversario de la bomba?
Al público le gustó, pero algunas personas me dijeron que en Japón hablar de Hiroshima es extraño. Porque al final de la Segunda Guerra Mundial Alemania fue muy castigada, por generaciones los alemanes tuvieron que pagar por el nazismo, y Japón también hizo cosas horribles durante la guerra, algunas peores que los alemanes, pero Hiroshima lo borró todo. Así que los japoneses me decían: “Es delicado presentarnos como víctimas”. El diseñador de moda Issey Miyake vio la obra y después me dijo: “Yo soy un hibakusha, pero nunca hablo de eso porque no quiero que la gente me vea como una víctima”. Miyake vivía en Hiroshima, tenía siete años al momento de la bomba y quedó con una cojera. Él vio a la gente arrastrando su propia piel quemada, a la gente con el kimono impreso en la espalda, pero en vez de expresar el horror, decidió transformar aquello en belleza. Y si observas el plisado y las arrugas de sus diseños, eso fue exactamente lo que hizo. Hiroshima fue algo horrible, pero siempre surge la belleza.
Esto se vincula al concepto de “grito controlado” que ha usado en otras ocasiones, una idea que viene de la ópera, y del que ha dicho: “El grito controlado para mí es una metáfora de lo que el arte en general debe ser”.
Claro, es lo mismo que hace Miyake. Cuando quieres expresar el dolor en el escenario, si lo muestras tal como es, no logras llegar al público. Si lo transformas en algo armonioso, esto pone a la audiencia en una posición en que puede recibirlo y analizarlo de manera metafórica.
Muchos personajes de Los siete arroyos son artistas, gente que se dedica a la fotografía, la música, la actuación, el baile, el canto lírico. ¿Tiene especial interés por utilizar diversos lenguajes artísticos para contar una historia?
Sí. Todo el teatro tiene escenografía, vestuario y todo eso, pero lo que cambia en mi caso es la jerarquía y el orden en que aparecen estos elementos. Normalmente el escritor es “el gran genio inspirado”, y luego viene el director, y después llegan los diseñadores y actores. En nuestro caso, todos estamos presentes desde el día uno. Aún no hay obra, no hay personajes, pero hay una idea de ambientación, de vestuario, de música: todo es creado al mismo tiempo. Y a partir de eso, de la improvisación de los actores y con los técnicos presentes, nace el texto. No quiero condenar la dramaturgia tradicional, es un gran arte, pero yo no sé hacerlo, así que tuve que encontrar otra manera de escribir. El problema es que la industria no permite esto, no funciona así.
¿En qué sentido choca este tipo de escritura con la industria del teatro más institucional?
No sé cómo será aquí en Chile, pero en Canadá hay un programa que beca a dramaturgos jóvenes para que escriban, hacen lecturas dramatizadas y luego publican, así que publican obras que nunca han pasado por una verdadera puesta en escena, no dejan que la realidad de los problemas técnicos y la reacción del público corrijan el texto. Olvidan que Shakespeare era un productor. Hamlet, su obra maestra, es la que tiene más soliloquios, algunos de los mejores de la historia del teatro, pero si la lees con cuidado e intentas ponerla en escena, te das cuenta de que los soliloquios están ahí para cambiar la escenografía o porque los actores necesitan unos minutos para cambiarse de ropa. Es un tema práctico. La gente quiere conservar esta idea de Shakespeare como un autor inspirado, pero en verdad era un hombre del escenario. La dramaturgia no es una escritura dictada por la musa, no es el autor encerrado en su torre. En el teatro lo primero es considerar cuánto cuesta esto, cuánto duran las velas. Eso empuja al buen escritor a crear material fantástico, pero hay una gran negación al respecto. En nuestro caso, las obras las escribimos entre todos, van surgiendo en el proceso de improvisación y se van puliendo de a poco, por lo que es un problema cuando nos piden el guion antes del montaje. Incluso en el caso de esta obra, en que existe un texto publicado, ese guion es muy distinto al actual. Porque solo al final del proceso, cuando decidimos dejar de hacer una obra, tomamos el texto al que llegamos y eso es lo que se publica.
Si el proceso creativo de la compañía está tan marcado por la improvisación y la colaboración con el elenco original, ¿cómo fue volver a montar la obra con un equipo nuevo?
En este caso hay dos actores que sí estaban en el elenco original, pero todo el resto son actores y colaboradores nuevos, que reinventaron el material. Partimos donde habíamos quedado, del texto anterior, pero fue reescrito porque el equipo traía nuevas ideas, y también porque los tiempos han cambiado. Y yo he cambiado. El problema con la escritura, de una obra de teatro, una novela o lo que sea, es que cuando eres un escritor joven tiendes a ser muy redundante, dices lo mismo tres veces. Cuando tienes más experiencia entiendes que no es necesario. Y cuando vuelves a hacer una obra décadas después, lo más probable es que ya no seas la misma persona. En este caso hay un equilibrio delicado entre ser fiel a la obra original y mantenerla actual, porque en el teatro la performance es algo vivo. Aunque he hecho algunas películas, lo que encuentro decepcionante del cine es que mis películas siguen siendo las mismas, son quien yo era cuando las hice, no quien soy ahora.
En el primer acto de Los siete arroyos, la historia de Luke, el soldado y fotógrafo estadounidense, y Nozomi, la hibakusha japonesa a la que su familia no le permite ver su propio rostro, al principio Luke se impresiona por el efecto de la bomba en Nozomi, pero después logra ver su belleza y esto echa a andar toda la obra. ¿Hubo una búsqueda intencional de mostrarnos que Hiroshima no es solo un lugar de terror, sino también de belleza y humanidad?
Sí. Cuando vas a Hiroshima te esperas los monumentos, los museos de la bomba y todo eso, que sí, están presentes, pero son solo un detalle de la ciudad. Algo que me llamó la atención fue que, como Hiroshima tiene muchos ríos, tuvieron que reconstruir varios puentes tras la bomba y los primeros dos puentes que levantaron son uno masculino y uno femenino, uno termina con una punta algo fálica y el otro es un receptor, porque pensaron que si querían nueva vida necesitaban darle órganos sexuales a la ciudad. En Occidente jamás harían eso, es algo tan japonés. Para nosotros esto fue importante, porque las grandes historias de guerra siempre tratan sobre la reconciliación. Necesitábamos una manera de reconciliar Japón y Estados Unidos, Oriente y Occidente. Como hace Shakespeare en Enrique V: cuando el ejército inglés derrota al francés, tienen que hacer las paces y casan a la hija del rey de Francia con el rey de Inglaterra, porque al hacer familia ya no van a seguir atacándose. Obviamente no es que lo pensáramos así desde antes, pero eventualmente teníamos dos o tres opciones y escogimos la que tenía más potencial. Lo único que logras con el tiempo es que, mientras más escribes, diriges y ves obras, tienes más conocimiento de los sistemas narrativos y eso te permite tomar decisiones. Pero siempre tienes que partir desde la más completa ingenuidad, no de una receta. Yo prefiero partir desde el caos: desde el desorden, nace el orden. En griego, cosmos significa “orden”, pero también se relaciona con la belleza, como en cosmética. Cosmos es lo opuesto al caos, pero para que el sistema de la obra funcione, para que sea un cosmos perfecto con los personajes, las relaciones y los eventos adecuados, tiene que haber habido antes un completo caos. Si no es así, no estás escribiendo nada nuevo, no estás dejando que la obra te diga qué hacer. No es superstición, simplemente así es como funciona.
Uno de los temas que explora la obra tiene que ver justamente con la armonía que nace del caos a partir de la unión de opuestos. Esto se ve sobre todo en el séptimo acto, en que Pierre, un joven bailarín canadiense, va a Japón a estudiar danza butō y de alguna manera termina encarnando tanto a Nozomi como a Luke, lo femenino y lo masculino, Oriente y Occidente.
Tal como lo anterior, no es que fuera una idea preconcebida, sino que más bien nos dimos cuenta de que era la opción correcta. Y en verdad es algo que nació de las personas que teníamos en el elenco. Como decías antes, hay muchos artistas en la obra; de hecho, siempre hay artistas en mis obras, pero eso es porque las personas que participan de la escritura son todos artistas, y cada uno trae sus propias habilidades. Al empezar a crear la obra no hubo un casting buscando habilidades específicas, porque no había personajes aún. Y el actor que ahora interpreta a Pierre fue bailarín por mucho tiempo, después empezó a actuar, así que tiene una aproximación muy física a la actuación.
En la conferencia de ayer se habló de que muchos performers canadienses en los 90 iban a Japón a estudiar danza butō, pero ¿fue solo por eso que escogieron incorporarla en la obra o hubo algo más?
La razón es que se inventó después de la bomba. En Japón hubo un importante accidente de bus tras la guerra y alguien hizo una obra sobre los espíritus de esas personas que murieron. La danza butō nació de ahí. Después la gente observó esto y se dio cuenta de que es el baile ideal para expresar Hiroshima.
Crédito fotografía de portada: Elias Djemil.
Los siete arroyos del río Ōta, de Robert Lepage y la compañía Ex Machina, 420 minutos.
Esta edición del Festival Internacional Teatro a Mil continúa hasta el 28 de enero. Revisa la cartelera en https://teatroamil.cl/