por Óscar Contardo
por Óscar Contardo I 27 Marzo 2018
Más de 20 años han pasado desde que se publicó Diario íntimo de Luis Oyarzún por primera vez, en una edición del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Aquel libro original, de tapas grises y diseño tosco, era una señal de que la figura del maestro de varias generaciones de artistas, intelectuales y escritores chilenos había sobrevivido al colapso político y social que él mismo anunció antes de morir en 1972. Oyarzún se había transformado en un secreto bien guardado para los testigos de una época en que nuestro país era otro, un lugar más pobre y más aislado.
Sus coetáneos protegieron tanto este secreto, que acabó transformándose en una contraseña de época. Un misterio que no sabían explicarle a la generación que venía tras ellos, aquellos que no conocieron las coordenadas culturales y políticas del universo chileno anterior al Golpe de Estado. ¿Quién era Oyarzún? ¿Un ensayista? ¿Un narrador? ¿Un mentor? ¿Fue un intelectual o un artista?
La respuesta no era fácil porque fue todo eso al mismo tiempo. Oyarzún era una cabeza luminosa en un cuerpo pequeño, un hombre de un carácter que nadie dudaba en describir con encanto, un maestro desde la infancia, un erudito que evitaba ser protagónico, una especie de personaje secundario pero con carácter, que imprimió un sello indeleble sobre el total de la película. La propia biografía de Oyarzún es una especie de caleidoscopio, que en la medida que se gira enseña las diversas formas que cobra su figura dentro del paisaje cultural del Chile del siglo XX.
Luis Oyarzún (Santa Cruz, 1920) fue el fruto de un país que en esos años aún era un proyecto –de modernidad, de desarrollo– empujado desde las instituciones públicas. La vida misma de Oyarzún es el mapa de una columna vertebral surgida de la expansión de la educación pública hacia sectores medios. Sus primeras letras las cursó en una escuela pública de Santa Cruz, para luego mudarse –gracias a las gestiones de su tío Antonio, profesor del Instituto Nacional– al Internado Nacional Barros Arana. Estudió Derecho y Filosofía en la Universidad de Chile. Nunca se tituló de abogado, porque aborrecía la profesión; él deseaba ser profesor. Hizo clases en la Escuela de Artes y Oficios, en la Escuela Superior Normal. Cuando tenía 24 años fue nombrado a cargo de la cátedra de estética del Pedagógico, transformándose en el profesor titular más joven de la universidad. Escaló en la jerarquía académica y fue decano por tres períodos de la Escuela de Bellas Artes. Alcanzó el rango de vicerrector y muchos piensan que hubiera sido un rector brillante, de no ser porque carecía de la ambición de ocupar el puesto.
Su carrera en la Universidad de Chile, sin embargo, no terminó a la altura de su prestigio. La Reforma Universitaria de 1969 acabó acorralándolo a él y a los profesores de su generación (incluido Jorge Millas), que se vieron desplazados por los nuevos aires revolucionarios. Oyarzún perdió la elección del que hubiera sido su cuarto período como decano. La derrota lo empujó a aceptar el puesto de agregado cultural de Chile en la ONU, en las postrimerías del gobierno de Frei Montalva. En Manhattan mantuvo una intensa vida social y logró ver en perspectiva hacia dónde conducían los acontecimientos políticos en Chile. Luego del triunfo de Allende anotó en su diario: “Los ganadores de la batalla electoral no son propiamente los políticos, ni Allende, ni los comunistas, ni los hombres de partido. Han triunfado los jóvenes y los ‘sin casa’. Producida la mutación, viene después la evolución acelerada, que llevará al caos o a un nuevo orden o bien primero a uno y después el otro”.
En 1970 retornó a Chile, pero esta vez como director de extensión de la Universidad Austral de Valdivia, una institución privada fundada en 1954. El cargo fue creado para él, en virtud de su prestigio y la amistad que mantenía con varios de los académicos de esa casa de estudios; pero pese a las buenas intenciones y las promesas iniciales, nunca tuvo el presupuesto que se necesitaba para ejercer de manera apropiada las tareas que tuvo en mente. Hizo lo que pudo. Como no tenía oficina, atendía en la Plaza de Armas. Montó exposiciones de arte, promovió recitales de poesía, fomentó publicaciones, ganó amistades y admiración. Todo lo hizo a pulso, consiguiéndose fondos, colgando él mismo los cuadros, visitando pueblos perdidos para dar a conocer a los poetas jóvenes. De cuando en cuando viajaba a Santiago y visitaba a sus viejas amistades. En esas ocasiones –en particular en la casa del restaurador Campos Larenas en calle Lastarria– solía desordenar su dieta y rendirse a su debilidad por el alcohol. Así ocurrió en noviembre de 1972. Volvió a Valdivia con un malestar estomacal que acabó con él desvanecido en una sastrería. Lo llevaron a la Clínica Alemana de Valdivia, donde permaneció algunos días y donde lo vieron por última vez algunos de sus amigos: en una cama blanca en la que lucía, según el escritor Enrique Valdés, que fue a verlo, como “un niño precoz encanecido”. Falleció el 26 de ese mes.
Esta pequeña línea de tiempo ayudaría como introducción a Diario íntimo, pero en lugar de eso el editor Leonidas Morales optó por enfatizar en el preludio sus propios estudios académicos sobre los escritos de la intimidad como género y no un mapa que guiara al lector sobre la biografía de Oyarzún. Morales presenta en su texto introductorio, más que una obra literaria de un hombre excepcional, un objeto de análisis que es útil para refrendar sus propios intereses académicos.
La nueva edición de Diario íntimo, publicada esta vez por la Universidad de Valparaíso, es muchísimo más delicada en sus aspectos materiales –diseño y diagramación– que la publicación original de 1995. Hay un cuidado particular con la cubierta, ilustrada con un óleo de Carlos Pedraza, amigo de Oyarzún. El cuadro es un guiño al paisaje campesino que Oyarzún describió en su novela Infancia, un relato autobiográfico que publicó cuando tenía tan solo 20 años.
En aquel libro –lleno de imágenes melancólicas– aparece claramente el rol que la naturaleza tendría en la vida del escritor: aquello que refugia y deleita los sentidos. Sin embargo, estos detalles de la nueva edición quedan estancados por el trabajo editorial de Morales, que no tan solo repitió la introducción escrita en 1995, sin agregar nada en la nueva entrega, sino que también vuelve sobre un lamentable error: atribuirle en una nota a pie de página la identidad de El Peregrino –un personaje fundamental en la vida de Oyarzún, que aparece en forma insistente en las entradas de las últimas décadas del diario– al pintor Iván Vial. Para lograr dar con el nombre real de El Peregrino había que cruzar uno de los seudónimos que usaba –Luis Eduardo Espinoza– con la presencia fantasmagórica de Andrés Pizarro en sus cartas inéditas, disponibles en los archivos de la Biblioteca Nacional.
Pizarro, un muchacho devenido en artista al que los amigos de Oyarzún aprendieron a detestar en virtud del abuso emocional al que sometía a su mentor, era El Peregrino. La relación con Pizarro –quien le pedía constantemente ayuda económica como prueba de su amistad– afectó indirectamente la carrera de Oyarzún en la Universidad de Chile, según se puede constatar por testimonios de sus contemporáneos y de la correspondencia inédita.
Morales tampoco elabora un índice onomástico, algo que hubiera sido muy útil para una obra que, en sus muchas dimensiones, da cuenta de personajes fundamentales de la historia intelectual chilena.
Lo que sí explica Morales en detalle, sin embargo, fueron los acontecimientos fortuitos que acabaron por darle a él una especie de tuición sobre las copias mecanografiadas de parte de los diarios de Luis Oyarzún. Porque este libro no reúne la totalidad de los diarios de Luis Oyarzún –los que escribía en libretas y cuadernos separados desde que estaba en el internado y que se extraviaron–, sino un compendio de las copias de muchos fragmentos con vacíos temporales importantes. Oyarzún perdió muchos de sus cuadernos en vida, algunos fueron robados. También existen sospechas fundadas de que los prejuicios de la época hubieran cumplido su labor y alguno de sus cercanos prefiriera censurar libretas o pasajes que juzgaran comprometedores. Tanto a su familia como a algunos de sus amigos les resultaba incómodo que el hombre al que admiraban fuera gay o al menos que ese rasgo de su identidad llegara a ser de dominio público. Oyarzún notaba en vida esa resistencia y buena parte de su melancolía constante estaba relacionada con esa sutil hostilidad.
Leonidas Morales tampoco se hizo cargo de esos vacíos explicándole al lector los principales acontecimientos biográficos ocurridos en esas fechas, tan solo da unas pinceladas imprecisas.
Diario íntimo arranca en 1949, durante la estadía de Luis Oyarzún en Londres como becario. Morales solo advierte en la introducción y en un pie de página que Oyarzún estaba en Inglaterra por una beca, sin precisar cuánto tiempo había permanecido allí. Tampoco aborda las implicancias que tuvo para una generación el hecho de que dos de sus más distinguidos miembros –Oyarzún y Nicanor Parra– hayan reemplazado la francofilia imperante hasta la primera mitad del siglo XX, por una cercanía mayor con la tradición literaria y cultural inglesa.
La nueva edición de Diario íntimo publicada por la Universidad de Valparaíso, es, pese a estos reparos, un acontecimiento. La oportunidad de volver sobre un personaje de matices fascinantes, capaz de aprender de los libros y de la realidad, sintetizando en una oración, una forma de vida. “Fútbol, terremotos, elecciones, los tres oficios de Chile”, anotó en un paseo a Bollenar, resumiendo las principales preocupaciones del pueblo.
Oyarzún fue un hombre de ideas conservadoras, que no dudó en impulsar a artistas de vanguardia; un adelantado que muy tempranamente advirtió los alcances que tendría en el planeta la sobreexplotación de los recursos naturales, cuando la ecología y la botánica eran preocupaciones exóticas, juzgadas como signos de “afeminamiento”; un académico que supo distinguir el arte del panfleto político, cuando hacerlo era prácticamente un pecado; un maestro que usó persistentemente su inteligencia para impulsar talentos ajenos. Oyarzún sabía sacar lo mejor de cada quien. Lo hizo con artistas visuales tan distintos como Matilde Pérez, Claudio Bravo y Enrique Castro Cid; también con Alejandro Jodorowsky, Hernán Valdés, Luis Advis y Enrique Lihn. Fue justamente Lihn quien dijo que cuando Oyarzún murió, a los 52 años, “todavía se podía pensar en él como una promesa, a pesar de sus muchas realizaciones parciales. Un erudito que combinaba las ansiedades de un poeta maldito con la gestualidad de un catedrático y las musarañas de un goliardo”.
En Luis Oyarzún habitaba un espíritu generoso y contemplativo, que no lo convertía ni lejanamente en un sujeto sin filo, incapaz de furia. Podía ser feroz bajo la discreción de su diario. Sobre Pablo Neruda –a quien conoció cuando era escolar– escribió lo siguiente en 1964: “Sigue siendo un adolescente regalón, pedigüeño, irresponsable. Un gran gato persa, que cree que el talento poético hace innecesarias la inteligencia y la bondad. Un tontón con genio”. Si la antipatía que le provocaba Neruda no hacía más que crecer, la profunda admiración que guardaba por Gabriela Mistral jamás declinó. Su obra lo deslumbraba casi tanto como la naturaleza misma en sus paseos por la costa y la montaña. Con la poeta se sentía a resguardo. Cuando Mistral ganó el Premio Nobel en 1945, Oyarzún le escribió: “Le doy gracias con toda mi alma por todo y por todos. Gracias por su maravillosa empresa espiritual y por su incansable afirmación del espíritu y gracias también por su amistad, que pongo entre las cosas grandes de mi vida”.
La amistad como acontecimiento y celebración sería una constante en la vida de Oyarzún. Tal vez un sustituto del amor romántico, tal vez como el vínculo más adecuado para compartir sus talentos. En cada uno de sus muchos viajes por Chile y por el mundo, la compañía de un antiguo camarada o la de nuevos personajes, le daban a la experiencia de un paseo por el campo la dimensión de un descubrimiento, el carácter de una aventura. En su diario lo explicó así: “Siempre sentí mi diferencia –no la más superficial, sino la más profunda–, la descubrí temprano. Una diferencia tal que la amistad con un ser humano –con un semejante– se convirtió así en un acontecimiento tan raro y, por lo tanto, tan precioso, que equivale al amor”.
El Diario íntimo de Oyarzún es el registro de una travesía. Es la bitácora del largo paseo de una criatura excepcional que supo comprender al mundo, a los hombres y las mujeres de su tiempo –la muerte de Virginia Woolf lo afectó como la de un cercano–, y encontrar en el orden de las ideas una compañía adecuada a su genio. Luis Oyarzún fue tanto para tantos y de un modo tan elegante y sutil, que no cabe todo en un libro o una obra. Era necesaria una vida para poder expresarlo. Parafraseando uno de sus poemas, cuando él murió también murieron los dioses que lo acompañaban.