Una constante oscilación

Una guía sobre el arte de perderse, de la ensayista, activista política y crítica cultural Rebecca Solnit, es un trabajo radical y entrañable, que aborda temas tan diversos como lo difícil que hoy resulta no ser rastreado por algún dispositivo tecnológico, la atribulada vida del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca o las particularidades de la “literatura de los cautivos”, basada en testimonios de sujetos que fueron raptados por las tribus comanches o yokuts, a mediados del siglo XVII.

por Guido Arroyo I 26 Agosto 2021

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Hace un par de años, visitando un país cuya lengua desconocía, intenté perderme. Al menos tecnológicamente. Aburrido del mapa que había descargado en mi celular, desactivé el GPS y recorrí calles plagadas de ideogramas sin ningún itinerario. Pero el punto azul, que señalaba mi posición en el mundo, seguía allí. No sabía que, a diferencia de las biografías, la geolocalización no se puede cancelar o bloquear. Porque los smartphones poseen cuatro sistemas que detectan nuestro movimiento. El que conocemos y que, ilusamente, desactivamos cuando queremos que nadie nos vigile. Dos incorporados en la tarjeta de wifi. Y el bluetooth, que incluso apagado emite señales de corta distancia. La conclusión es indiscutible: perdemos el derecho de transitar de forma anónima cuando portamos un teléfono inteligente. La posibilidad de perderse, en este mundo, es una tarea cada vez más difícil.

Esta dependencia tecnológica opera como punto de partida para Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse. Publicado originalmente el 2005, en este entrañable libro la ensayista, activista política y crítica cultural plantea que “los teléfonos móviles han reemplazado” la capacidad de “encontrarse a gusto en lo desconocido sin que esto cause pánico”. Y abordar esas zonas grises resulta una apuesta radical en este conjunto de ensayos que analiza temas tan diversos como la preocupante extinción de especies que aún la humanidad no ha descubierto, la cartografía y la ciencia como la herramienta que utiliza el capitalismo para conocer el mundo, la atribulada vida del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca o las particularidades de la “literatura de los cautivos”, basada en testimonios de sujetos que fueron raptados por las tribus comanches o yokuts, a mediados del siglo XVII.

La contundente variedad de referencias bibliográficas, históricas o científicas en Solnit en vez de abrumar —como podría suponerse— seducen al lector. El tono que urde cada ensayo encanta por su constante oscilación, como si fuera una invitación en primera persona a merodear un plano imaginario. A medida que avanzamos, la expectativa del título se deforma. En el anverso de la guía que despliega recetas para perderse físicamente, la desorientación anímica y espiritual emergen como horizonte. La postura de Solnit es contundente: abrazar la disolución de cualquier convicción, transitar por el desierto “abundante de ausencia”, es la mejor fórmula para escribir y habitar e incluso existir en el mundo. Esta apología nómada se vuelve radical cuando afirma que “hasta la nostalgia y añoranza del hogar son privilegios que no están al alcance de todo el mundo”.

El recuerdo, aquella ‘memoria involuntaria’ nacida en los bizcochos de Proust, en Solnit no opera como un detonante de nostalgia, sino como una señal de cuánto mutamos con el paso del tiempo. ‘A veces una vieja fotografía —escribe—, un viejo amigo, una vieja carta, te recuerdan que ya no eres la persona que fuiste alguna vez, pues la persona que fuiste alguna vez, que apreciaba esto, que eligió aquello, que escribía de esa forma, ya no existe’.

Otro rasgo cautivador es que Una guía sobre el arte de perderse parece, a ratos, un organismo vivo. Al cierre del primer ensayo, titulado “La puerta abierta”, Solnit promete que “lo que viene a continuación son algunos de mis propios mapas”. Y cumple cabalmente, pues con fascinante naturalidad rememora pasajes biográficos que permiten adentrarnos en el arte de perderse. La intención de filmar una película en blanco y negro con su primera pareja; la muerte de Marine, su amiga punk de juventud, ocasionada por una nebulosa sobredosis; su amor por un hombre parecido al desierto, o la escena en que su padre, un destacado urbanista, le arrojó leche con chocolate en la cabeza, llevan a pensar en el vínculo entre contracultura y periferia, la relación intrínseca de los paisajes físicos, artísticos o emocionales, el modo en que la muerte de un cercano hace replantear nuestra existencia o cómo las huellas filiales determinan nuestras pulsiones. El recuerdo, aquella “memoria involuntaria” nacida en los bizcochos de Proust, en Solnit no opera como un detonante de nostalgia, sino como una señal de cuánto mutamos con el paso del tiempo. “A veces una vieja fotografía —escribe—, un viejo amigo, una vieja carta, te recuerdan que ya no eres la persona que fuiste alguna vez, pues la persona que fuiste alguna vez, que apreciaba esto, que eligió aquello, que escribía de esa forma, ya no existe”.

Los cuatro ensayos pares del libro (dos, cuatro, seis y ocho) llevan el mismo título: “El azul de la distancia”, radicalizando la organicidad del montaje. En estos textos se reflexiona sobre el territorio, porque “todo amor tiene su paisaje”, pero en especial sobre el cosmos, pues el mundo es “azul en sus extremos y en sus profundidades”; y ese azul es, para Solnit, el “color de la emoción, de la soledad y del deseo”. También es un “azul que se ha perdido”. El reencuentro radicaría en ingresar a la terra incógnita, esas regiones que se pintaban con azul porque aún no habían sido dominadas. Realizar un salto al vacío, como lo hiciera literalmente Ives Klein, artista y quinto dan de yudo, que registró su caída desde un segundo piso y que, antes de morir, a sus 34 años, comenzó a pintar mapas usando exclusivamente el azul. Su idea era convertir el territorio en un espacio “indivisible e inconquistable, un feroz acto de misticismo”. Desde allí habla el arte, parece sugerir Solnit, desde la ausencia de certezas y proyectos. Desde la abolición de cualquier cálculo racional. De la necesidad de producir una obra “estando perdido”.

En medio de una pandemia globalizada que profundiza nuestra dependencia virtual y la pérdida de la privacidad a manos del Estado y las grandes empresas tecnológicas, este increíble libro opera como un antídoto para la vigilancia. Es el boceto de un vademécum que contiene claves, fórmulas y senderos que permiten ejercitar la pérdida como una estrategia de vida. Encontrarse perdido o incluso perder una fotografía familiar, la casa de infancia o la pareja amada, tras leer estas páginas, se torna una forma de conocimiento.

Quizá el mayor mérito de Una guía sobre el arte de perderse es que enseña que estar perdidos es también una forma de ahuyentar a la policía interna que siempre nos aqueja, pues “la palabra lost, viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejército”. Y a Solnit le preocupa que “muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de lo que conocen”. Siendo esta una época en que cada vez cuesta más perderse y, a la vez, concentrarse en una sola cosa debido a los estímulos digitales, estos ensayos emocionan, hipnotizan y nos dejan la sensación de habernos disuelto por algunos instantes. Quedamos desorientados por una marea azulada de ideas brillantes que confirman la importancia del pensamiento de Rebecca Solnit.

 

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit, Fiordo editorial, 2020, 188 páginas, $15.000.

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