Compañera inseparable de la humanidad

En Occidente es habitual considerar que el progreso terminará desterrando la guerra, como si la propensión a la violencia pudiera ser controlada con mayores niveles de desarrollo y modernidad. Sin embargo, ese optimismo encuentra una contundente refutación en el último libro de la historiadora Margaret MacMillan, quien analiza las múltiples causas de la guerra y demuestra que es una constante en todas las culturas y épocas históricas.

por Juan Ignacio Brito I 19 Agosto 2021

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El estudiante de antropología Napoleon Chagnon se fue en 1964 a vivir con los yanomami a la selva tropical. Quería comprobar si los indígenas llevaban, como se creía, una vida tranquila en el corazón del Amazonas. Al principio, su investigación pareció ratificar la premisa: los aborígenes convivían en villas apacibles y armoniosas. Sin embargo, notó que no era lo mismo cuando trataban con sus vecinos. Las diferencias entre las distintas comunidades eran resueltas a palos y lanzas, los robos eran frecuentes, así como el rapto de niños y mujeres rivales. Chagnon continuó observando la tribu durante 25 años. Calculó que cerca de un cuarto de la población masculina murió en ese período a raíz de la violencia.

El comportamiento agresivo de los yanomami no se distingue de la conducta que ha mostrado desde sus orígenes el resto de la humanidad. “La evidencia parece estar del lado de aquellos que afirman que los seres humanos siempre han tenido una propensión a atacar a otros de manera organizada. En otras palabras, a hacer la guerra”, afirma Margaret MacMillan en War: how conflict shaped us, seleccionado por The New York Times como uno de los 10 mejores libros de no ficción de 2020. La reconocida historiadora canadiense sostiene que es necesario prestar más atención a la guerra, pues sus efectos han sido tan profundos a lo largo de la trayectoria humana, que ignorarlos equivale a dejar de lado una de las fuerzas que han modelado a la especie. “Si no entendemos cuán profundamente relacionadas están la guerra y la sociedad humana, nos perdemos una importante dimensión de la historia de la humanidad”, explica.

MacMillan, que ha investigado exhaustivamente la Primera Guerra Mundial y escrito varios textos muy exitosos acerca de ese conflicto, amplía aquí la mirada para ofrecer una valoración sobre un tema que a su juicio ha sido injustamente obviado. La tendencia actual es creer que la paz es el estado normal de las cosas y que la guerra representa un accidente que viene a interrumpirlo. La autora refuta esa noción: en términos históricos, “la guerra no es una aberración”, sino una constante.

Debido a su capacidad disruptiva, los conflictos bélicos han tenido efectos muy visibles y duraderos que a menudo no nos planteamos, pero que están muy presentes en nuestra existencia cotidiana. ¿Se habría desarrollado Occidente como lo conocemos si los persas hubieran derrotado a los griegos en las Guerras Médicas? ¿O si Roma no hubiera vencido a su rival Cartago? ¿Cómo serían el Medio Oriente y el Magreb sin la victoria militar del Islam a partir del siglo VII? ¿Qué ruta habría tomado la modernidad si Europa no hubiera sufrido como lo hizo durante la Guerra de los Treinta Años? ¿Se habrían diseminado por Europa las ideas de la Ilustración de no mediar el despliegue continental del Gran Ejército napoleónico? ¿Y qué habría pasado con la independencia de las naciones hispanoamericanas sin las guerras napoleónicas? ¿Se habrían registrado la Primera y la Segunda guerras mundiales si Francia hubiera derrotado a Prusia en 1870? ¿Se habrían insertado laboralmente las mujeres como lo hicieron en Europa y Estados Unidos si no hubieran tenido que reemplazar a sus maridos en las fábricas e industrias durante las dos conflagraciones globales del siglo XX? ¿Habría surgido la contracultura norteamericana en la década de los 60 sin la guerra de Vietnam? ¿Habría habido carrera espacial sin Guerra Fría ni armas nucleares? ¿Estarían en pie las Torres Gemelas si Osama bin Laden no hubiera creado Al Qaeda con los islamistas que conoció en la guerra santa de los mujaidines contra la invasión soviética de Afganistán? ¿Qué pasaría si Saddam Hussein y Muammar Gaddafi siguieran gobernando en Irak y Libia?

Secuestros, romances, poder, creencias religiosas, riqueza y recursos, luchas dinásticas, conquistas, miedo y sospecha, imperialismo, nacionalismo, ideologías, asesinatos, defensa del honor, traiciones y estratagemas de todo tipo han sido causas de conflictos bélicos.

La ubicuidad histórica, geográfica y cultural del fenómeno permite suponer que en la guerra se ponen en juego aspectos cruciales de nuestra esencia. La discusión acerca de si el ser humano está programado para hacer la guerra es antigua, al igual que aquella que se pregunta acerca de los efectos de la vida en común. El “buen salvaje” del optimista Jean Jacques Rousseau se contrapone al “hombre como lobo del hombre” del pesimista Thomas Hobbes. MacMillan se inclina en favor del segundo y declara que “la evidencia arqueológica e histórica apunta firmemente hacia Hobbes, con la guerra como una parte permanente e integral de la experiencia humana”, y que esa inclinación ha condicionado la organización social y política. La configuración estatal del sistema internacional es un resultado directo de los conflictos bélicos. A medida que el Estado fue adquiriendo más poder sobre los ciudadanos, la guerra se convirtió en una herramienta cada vez más utilizada. Como afirmó el sociólogo Charles Tilly, “la guerra hizo al Estado y el Estado hizo la guerra”.

Pese a lo anterior, en Occidente es habitual considerar que el progreso terminará desterrando la guerra. Se estima que, mientras más desarrollada y moderna es una sociedad, exhibe menos propensión a la violencia. Ese optimismo, que hoy es abrazado por intelectuales como el psicólogo evolucionista Steven Pinker, ya ha sido desmentido por la realidad antes. El periodista británico Norman Angell logró fama a principios del siglo XX, cuando aseguró que una nueva guerra entre las grandes potencias era imposible, dada la interdependencia económica entre ellas. “Para 1914, los europeos habían llegado a pensar que la guerra estaba obsoleta, que era algo que solo hacían los pueblos menos civilizados”, apunta MacMillan. Pero cuando las hostilidades estallaron, en agosto de ese año, no solo hubo guerra, sino que fue la peor de todas. Porque es posible el enfrentamiento bélico entre naciones desarrolladas y la guerra moderna es la más destructiva, capaz de segar vidas a una velocidad y en una extensión geográfica nunca antes vistas. De hecho, en la medida en que las sociedades han ganado en complejidad y consolidado su organización política, se han hecho más eficientes para la guerra, pues esta no es otra cosa que “la violencia organizada y con objetivos entre dos o más unidades políticas”, como explica MacMillan.

El hecho de que la guerra esté presente en todas las culturas y a lo largo de la historia humana quizás se debe a que existen múltiples razones que la motivan y nadie tiene el monopolio de ellas. Secuestros, romances, poder, creencias religiosas, riqueza y recursos, luchas dinásticas, conquistas, miedo y sospecha, imperialismo, nacionalismo, ideologías, asesinatos, defensa del honor, traiciones y estratagemas de todo tipo han sido causas de conflictos bélicos. MacMillan las agrupa y escribe que la codicia, la autodefensa y las emociones e ideas “son las parteras de la guerra”. La forma en que se combate está vinculada, a su vez, con los valores, creencias, ideas, geografía e instituciones, es decir, con la cultura de cada sociedad en el sentido más amplio: se pelea (o se deja de pelear) como se vive. Hay sociedades guerreras, como la espartana, la romana o la prusiana, mientras que otras, como la china, aprecian más lo intelectual, artístico y el servicio público. Otro factor decisivo es la tecnología. La incorporación de los metales, el uso del caballo y la introducción de la pólvora provocaron revoluciones en la manera de luchar. Más adelante, la motorización del transporte, la energía nuclear y la informática provocaron nuevas transformaciones. Por último, los cambios sociales y políticos también se relacionan con la manera en que se hace la guerra. Por ejemplo, la formación de ejércitos modernos de carácter nacional, que reemplazaron a las fuerzas mercenarias de antaño, es una consecuencia del Estado nacional como unidad de organización política, mientras que la urbanización provocada por la Revolución Industrial y su necesidad insaciable de mano de obra hizo que el reclutamiento resultara mucho más sencillo y facilitó la creación de ejércitos formidables y disciplinados.

War: How Conflict Shaped Us fue seleccionado por The New York Times como uno de los 10 mejores libros de no ficción de 2020.

Todos estos cambios, explica MacMillan, allanaron el camino para el advenimiento de la ultradestructiva guerra moderna, potencialmente capaz incluso de borrar la vida humana de la faz de la Tierra. Paradójicamente, el progreso abrió la posibilidad de una movilización completa de los recursos materiales y humanos de la sociedad y el Estado para la denominada “guerra total”. El mejor ejemplo es la Segunda Guerra Mundial, durante la cual los beligerantes manufacturaron 286 mil tanques, 557 mil aviones de combate, 11 mil navíos y más de 40 millones de rifles y fusiles. La guerra moderna es industrializada y a escala masiva. Involucra a toda la sociedad y aumenta el control del Estado sobre esta. La consecuencia más sangrienta es que un conflicto así hace borrosa la distinción entre civiles y soldados como blancos legítimos, lo cual provocó un aumento considerable en las bajas y en los niveles de destrucción, así como la imposibilidad de distinguir entre el frente doméstico y el frente de batalla. Como apunta MacMillan, “después de todo, la mujer que hacía las balas en una fábrica era tan parte del esfuerzo bélico como el soldado que las disparaba”. Al mismo tiempo, a partir de la experiencia norteamericana en Vietnam, los gobiernos se han dado cuenta de que les resulta útil filtrar y monitorear las noticias que se generan en el frente de batalla, limitando la libertad de informar. Por último, los esfuerzos de reconstrucción posteriores también tuvieron como efecto un aumento del tamaño e influencia del Estado. Así, con su enorme capacidad destructiva y su concentración de atribuciones en torno al Estado, la guerra moderna ha colaborado para delinear características clave de la sociedad burocrática actual.

Quizás debido a estos efectos, las guerras seducen y se aborrecen a la vez. La manera decisiva en que han ayudado a definir quiénes somos, dónde estamos y cómo vivimos ayuda a explicar la paradojal atención que reciben. “Les tememos, pero también nos sentimos fascinados por ellas”, indica la historiadora. Quizás como ninguna otra actividad, encarnan esa dualidad humana tan característica, capaz del más generoso sacrificio (entregar la vida por los demás) como también de las peores vilezas. Lo mismo ocurre con quienes pelean en las guerras, a quienes admiramos y tememos a la vez, y en muchas ocasiones consideramos héroes o monstruos. La guerra es una moneda de dos caras, donde hay espacio para la miseria y la gloria. Por lo mismo, la historiadora recomienda estudiarla con atención, cuidado y distancia crítica y sin exceso de moralina.

Lo primero que hay que tener en cuenta al hacerlo es que, como escribió el novelista australiano Frederic Manning, “la guerra es peleada por hombres, no por bestias ni por dioses. Es una actividad peculiarmente humana”. Esta constatación básica es a menudo pasada por alto por quienes teorizan y pontifican desde terreno seguro. Porque resulta extremadamente difícil saber qué es una batalla para aquellos que no han tenido la experiencia directa, MacMillan se pregunta si “tenemos alguna esperanza de entender o sentir qué es estar en combate con y contra otros seres humanos. ¿Los olores, sonidos y sensaciones de la pelea, la presencia del miedo y la muerte, la locura que puede invadir a los soldados durante un ataque, el pánico de los derrotados?”. Se trata de un fenómeno extraño que invierte las prioridades: lo que es superfluo, no está permitido o se da por descartado en tiempos de paz puede resultar muy valioso en la guerra, y viceversa. También sorprende que los seres humanos posean una extraordinaria resiliencia, que les permite sobrellevar privaciones y condiciones cuya aceptación resulta impensable en momentos de paz. ¿De dónde viene esa capacidad extraordinaria para soportar lo indecible? La guerra es muerte, pero también sobrevivencia y dignidad. De muchas de ellas solo queda la memoria, que a menudo se mezcla con debates y tendencias políticas contemporáneas, causando polémica a través de monumentos, edificios y museos.

No es raro entonces que la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich sostenga que estamos en presencia de “uno de los principales misterios humanos”. Uno que nos acompaña desde siempre y que, con toda probabilidad, seguirá haciéndolo. De poco sirve desear que las guerras se extingan de una vez. MacMillan afirma que eso solo es la expresión de un deseo con poca base en la cruda realidad, porque los factores que históricamente han provocado la guerra continúan estando muy presentes. “Peleamos porque tenemos necesidades, porque queremos proteger lo que nos es querido o porque nos imaginamos construyendo mundos diferentes. Peleamos porque podemos”. Eso hace que siga siendo urgente prestarle atención al fenómeno, estudiarlo y analizarlo en pos de una esquiva comprensión. “Debemos, más que nunca, pensar sobre la guerra”, concluye.

 

War: How Conflict Shaped Us, Margaret MacMillan, Random House, 2020, 336 páginas, US$21.75.

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