Las revoluciones de 1917

Aunque en febrero de 1917 se derrumbó la autocracia zarista en Rusia, fue en octubre cuando el partido bolchevique tomó el poder y estableció el primer Estado comunista del mundo. Pero la violencia y la tensión política venían de antes, y se extenderían bastantes años más, como lo señalan Richard Pipes y Orlando Figes. Aquí, a propósito de los 100 años de la Revolución, revisamos los trabajos de estos dos colosos de la historia soviética y también incluimos otros textos (biografías, testimonios, reportajes) que miran los acontecimientos desde diferentes ángulos.

por Patricio Tapia I 20 Octubre 2017

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A comienzos del año 1917, en la capital del imperio ruso, Petrogrado, nadie era ajeno al ambiente de tensión e incertidumbre. Se hacían colas de toda la noche para el pan y el alimento era escaso. Pero había abundancia de obreros despedidos, huelgas y disturbios. Cuando estalló la revolución, a fines de febrero, solo el zar pareció sorprendido.

El 23 de febrero, cientos de trabajadoras textiles y dueñas de casa salieron a protestar por las calles por la falta de comida y para celebrar el Día Internacional de la Mujer. En los días siguientes se sumaron obreros, estudiantes, oficinistas; se veían pancartas que pedían acabar con la guerra y con el gobierno zarista. Los militares con la orden de reprimir se amotinaron y a ellos se unirían otros; hacia marzo ya eran miles de soldados junto a los insurgentes. Se había producido la revolución, pero ningún partido parecía dirigirla. Las demostraciones y motines desembocaron en la abdicación del zar Nicolás II, el 2 de marzo. Así se ponía fin a tres siglos de la dinastía Romanov.

En febrero de 1917 se derrumbó la autocracia zarista, pero solo sería meses después, en octubre, cuando el partido bolchevique tomó el poder, que se estableció en el inmenso territorio ruso el primer Estado comunista del mundo. Un Estado que pretendía destruir un sistema social para implementar otro, uno mejor, mejor que ninguno. Su ejemplo inspiró otras revoluciones y su existencia influyó en la reacción de los fascismos de entreguerras, así como en la configuración de las relaciones internacionales de la segunda mitad del siglo XX.

Historias revolucionarias

Aunque determinar el inicio de la Revolución Rusa no fuera tan problemático (1917, febrero), su fin podía ser más discutible: ¿termina con la asunción de octubre de 1917 de los bolcheviques o con su victoria en la guerra civil en 1920? ¿La integran los aportes de Stalin: la “revolución desde arriba” en 1929 o el Gran Terror a fines de los años 30? ¿Abarca, quizá, toda la experiencia soviética?

La Revolución Rusa ha originado casi desde su inicio una amplia bibliografía. Algunos libros son recuerdos de testigos; otros, propaganda; algunos, ambas cosas, como el famoso Diez días que estremecieron al mundo (1919), de John Reed. Con un acontecimiento tan cargado políticamente y en el que mucha documentación resultaba inaccesible (hasta que se abrieron los archivos, tras la disolución de la Unión Soviética en 1991), los historiadores no se apresuraron.

Tanto Pipes como Figes concluyen sus libros con la muerte de Lenin en 1924, pero adoptan un enfoque de más largo plazo para el comienzo del derrumbe del zarismo: Pipes lo ve en los disturbios en las universidades de 1899, mientras Figes lo ve en las reacciones a la hambruna en 1891.

Entre las “grandes” obras fue pionera La revolución bolchevique, 1917-1923, de E.H. Carr, cuyo primer tomo apareció en 1950, iniciando los 14 volúmenes de su History of Soviet Russia. Los dos tomos de La Révolution de 1917, de Marc Ferro (1967) destacan por algunos puntos de vista novedosos, como la importancia de las mujeres, soldados y campesinos, antes que el proletariado. Hay, por cierto, excelentes aproximaciones de conjunto más breves, como el libro póstumo de Leonard Schapiro 1917: The Russian Revolutions (1984), centrado en las cuestiones de autoridad gubernamental. Y quienes quieran más historia social, cuentan con los sugestivos esquemas conceptuales de La Revolución Rusa (1982 y 1994), de Sheila Fitzpatrick, o el recuento sorprendentemente panorámico (abordando asuntos como la familia, la sexualidad, la religión o las artes) The Russian Revolution: A Very Short Introduction, de S.A. Smith (2002).

Probablemente, las mejores historias de la Revolución Rusa sean las escritas por el polaco-estadounidense Richard Pipes y el inglés Orlando Figes. El libro de Pipes, publicado originalmente en 1990 y ahora traducido, compendia una vida de dedicación a temas rusos. Pocos años después, en 1996, apareció en inglés La Revolución Rusa, de Figes (cabe anotar que también en 1996 se publicó From Tsar to Soviets, de Christopher Read, más breve, pero tan bueno que podría competir con esas obras mayores).

Tanto Pipes como Figes concluyen sus libros con la muerte de Lenin en 1924, pero adoptan un enfoque de más largo plazo para el comienzo del derrumbe del zarismo: Pipes lo ve en los disturbios en las universidades de 1899, mientras Figes lo ve en las reacciones a la hambruna en 1891. Los dos autores hurgan, claro, más atrás, en las raíces del sistema ruso.

Días (o años) que estremecieron al mundo

Pipes y Figes dedican parte importante de sus respectivos libros a cuestiones anteriores a 1917, tratando de explicar las causas del desplome del antiguo régimen. Según Pipes, lo que había en Rusia era un “Estado patrimonial” de los zares, que consideraban a sus habitantes y territorios casi como su propiedad, lo que habría impedido que se formara un sentido de legalidad. Si a esto se agrega un campesinado mísero y una intelectualidad radicalizada, agítese levemente, y ya está el cóctel revolucionario.

Pero 1917 no fue sino la culminación de otras revueltas. La más importante, la revolución de 1905. En enero, a una manifestación obrera en San Petersburgo, duramente reprimida (el llamado “domingo sangriento”), siguieron levantamientos y huelgas de trabajadores y campesinos, que se organizaron en asambleas o sóviets y bajo cuya presión el zar Nicolás II publicó, en octubre, un manifiesto con compromisos: convocar a la primera Duma o parlamento representativo, otorgar ciertas libertades civiles y una Constitución. Es el motivo de la celebración pintada por Repin.

En realidad, no había mucho que celebrar. La monarquía “limitada” por la Duma no se limitó. La oposición de la intelligentsia revolucionaria se fue radicalizando; el partido bolchevique abrazó una forma más acendrada de socialismo (comenzaron a llamarse comunistas para distinguirse de sus rivales). Del lado de la monarquía, las reformas del conservador Stolipin se vieron truncadas con su asesinato en 1911. La Primera Guerra Mundial presentó la perspectiva de un colapso industrial y financiero en Rusia, más la amenaza alemana y austro-húngara sobre su territorio.

Aquí estamos de nuevo, entonces, a comienzos del año 1917, en Petrogrado, con la tensión y la incertidumbre.

La aparentemente espontánea revolución de febrero y la caída de la monarquía generó entusiasmo y un sentimiento de liberación. Se abolió la pena de muerte y se establecieron libertades de prensa, reunión y conciencia. La Duma asumió el poder en la forma de un gobierno provisional. Los sóviets estaban dominados por los socialistas (mencheviques y socialrevolucionarios); los bolcheviques, a pesar de su nombre (“mayoritarios”), eran minoría. Se habló de un “poder dual” (gobierno y sóviets), pero había cuando menos una confluencia en Aleksandr Kérenski, social-revolucionario, vicepresidente del sóviet y ministro de Justicia y Guerra del gobierno.

Los más famosos bolcheviques, Lenin y Trotski, estaban fuera de Rusia para febrero (en marzo llega el primero; en mayo el segundo).

En abril, Lenin planteaba que solamente se podría detener la guerra y asegurar las conquistas de la revolución con el poder en manos de los sóviets, negando todo apoyo al gobierno. Eran minoría, pero los bolcheviques fueron ganando influencia y en junio eran mayoría en el sóviet de Petrogrado.

El ocaso de la aristocracia rusa, relata la caída y desaparición casi total de una clase social, recurriendo a la historia de dos de las familias más representativas de la nobleza: los Golítsin y los Sherémetev. Después de la Revolución sus propiedades fueron incautadas y sus fortunas, robadas; la casta de “los de antes” se vio obligada a realizar trabajos pensados para humillarlos.

En julio, con el fracaso militar de la ofensiva propiciada por Kérenski en el frente occidental (para cumplir con sus alianzas y disciplinar a sus tropas), aumentaron las deserciones y protestas. Soldados y obreros se manifestaron en favor de la toma del poder por el sóviet, en las llamadas “jornadas de julio”. Los bolcheviques, sobrepasados, lo creyeron prematuro (Trotski fue encarcelado y Lenin se refugió en Finlandia). Kérenski, a pesar de perder popularidad, quedó al frente del gobierno.

Los desencuentros de Kérenski con el comandante en jefe del ejército, el general Kornílov, provocaron un alzamiento militar e intento de golpe de Estado en septiembre, fracasado por el apoyo de los sóviets y, especialmente, de los bolcheviques.

El golpe fallido debilitó aún más a Kérenski y apuró los planes bolcheviques para tomar el poder. La noche del 24 al 25 de octubre, los bolcheviques, dirigidos por Lenin, se apoderaron de puntos clave de la capital y dispararon contra el Palacio de Invierno, sede del gobierno, que se rindió rápidamente.

Testigos

El relato, la historia de cualquier acontecimiento, se construye con los fragmentos y las miradas de los distintos testigos. Así también ocurre con la Revolución Rusa. Un ejemplo atractivo es Caught in the Revolution, de Helen Rappaport. No pretende ser un recuento completo, sino presentar los eventos de 1917, de febrero a octubre, en Petrogrado, según lo que vivieron varios residentes extranjeros: hombres de negocios, diplomáticos, periodistas, aventureros. Aparece el “carismático socialista y rebelde profesional” John Reed, quien llegó con su esposa en septiembre de ese año sin conocer el idioma ni tener contactos. Atraviesan por sus páginas el deslenguado y chismoso embajador de Francia, así como su contraparte británico, quien insiste en dar sus caminatas a través de las batallas callejeras. En agosto, enviado por el servicio de inteligencia británico “para prevenir la revolución”, llega Somerset Maugham bajo el nombre de Somerville.

Algunos de los puntos más altos del libro son las presencias sorpresivas, ligeramente desajustadas. Por ejemplo, en junio de 1917, Emmeline Pankhurst, decana del movimiento sufragista británico, llegó a Petrogrado con la misión de persuadir a las mujeres rusas de mantener a su país en guerra contra los alemanes. Allí conoció a María Bochkariova, “Yashka”, heroína-soldado, quien apoyada por Kérenski formó un “batallón femenino”. En una fotografía aparecen ambas; la inglesa, por las huelgas de hambre y los encierros en prisión luce mucho más débil que su amiga rusa (“Yashka” sería después fusilada como “enemiga del pueblo” en 1920).

Otros libros recientes permiten ejercicios parecidos. Si en octubre la revolución fue un éxito en Petrogrado; en Moscú (la otra ciudad más importante rusa, de tradición medieval) encontró mayor resistencia. Solo varios días después se logra tomar el Kremlin. ¿Cómo se vivieron estos hechos por distintas personas y cómo, eventualmente, cambian para siempre sus vidas?

 

Manifestación del 17 de octubre de 1905, de Iliá Repin.

 

En octubre, el capitán Jacques Sadoul estaba en Petrogrado. Había llegado en septiembre, como parte de la misión militar francesa y de inmediato comenzó a enviar cartas a su amigo, el diputado Albert Thomas, las que dan cuenta de sus apreciaciones y su implicación creciente. El 25 de octubre anota: “El movimiento bolchevique ha estallado esta noche”. Al día siguiente conoce a Lenin y Trotski. Insiste a sus superiores sobre la necesidad de tomarlos en serio. Su experiencia, que aparece en Cartas desde la revolución bolchevique, lo llevó a una transformación: de socialista moderado a comunista. “No soy bolchevique”, dice más de una vez, pero en agosto de 1918 se uniría a ellos. En Francia un consejo de guerra lo condenó a muerte por traición, pero sería absuelto.

En octubre, la poeta Marina Tsvietáieva no estaba en Petrogrado ni en Moscú, sino en Crimea, con su hermana y su segunda hija, recién nacida. Como su marido era un cadete militar defendiendo el Kremlin, viaja de urgencia a Moscú en tren; allí ve las noticias en un diario: el Kremlin fue demolido (lo que no era efectivo).

Así comienzan sus Diarios de la Revolución de 1917. A Tsvietáieva solo la menciona Figes respecto del hambre en el campo y cita un poema suyo que comparaba a Kérenski con Napoleón. Pero su historia es mucho más compleja. Siguiendo a su marido, enviado a Crimea para formar parte de la resistencia antibolchevique, deja a sus hijas con parientes en Moscú. Al ir a buscarlas, había comenzado la guerra civil y no puede regresar: no verá a su marido ni a su hermana durante los próximos cinco años, años terribles: dos hijas, sin ingresos y siendo muy poco práctica. Conocidos y vecinos la protegieron, le dieron comida, le consiguieron trabajo: uno que dejó a los meses (era tal su desinterés, que ni supo que su jefe era Stalin). Estaba tan necesitada que, cuando su hija mayor contrajo malaria, decidió dejar a la menor en un orfanato, donde murió de hambre.

Pável Sheremétev, vástago de una de las familias más ricas y poderosas de la aristocracia rusa, en octubre estaba en Moscú. En cuanto los defensores del Kremlin se rindieron y terminaron los disparos, fue a recoger los huesos de los antiguos príncipes de Moscovia, que los profanadores de tumbas habían esparcido por el suelo. También estaba en Moscú el príncipe Vladímir Golítsin, conocido como “el Alcalde”, quien se negaba a escuchar referencias a los “buenos tiempos” porque pensaba que los viejos tiempos habían llevado al desastre. Douglas Smith, en El ocaso de la aristocracia rusa, relata la caída y desaparición casi total de una clase social, recurriendo a la historia de dos de las familias más representativas de la nobleza: los Golítsin y los Sherémetev. Después de la Revolución sus propiedades fueron incautadas y sus fortunas, robadas; la casta de “los de antes” se vio obligada a realizar trabajos pensados para humillarlos, como excavar tumbas o palear nieve.

Revoluciones históricas

Las historias existentes de la revolución suelen dividirse en dos tipos según su actitud ante la toma del poder por los bolcheviques en octubre: algunos historiadores la consideran una insurrección con apoyo popular (Carr, Ferro); otros, en cambio, como un golpe de Estado (Pipes, Figes). Está claro que para Pipes y Figes fue en febrero cuando aconteció la verdadera revolución, en el sentido de que surgió de protestas espontáneas y que el gobierno resultante tuvo una aceptación general. La revolución de octubre no fue más que un golpe preparado por conspiradores y perpetrado por un partido político que se hizo del poder. Según esta visión, los bolcheviques engañaron y manipularon a los obreros, campesinos y soldados con la fachada de “poder soviético”.

La idea de la revolución de febrero como más pacífica y benigna, por otra parte, no es tan nítida. Figes lo considera un “mito”, con 1.443 muertos o heridos; Pipes la cree “relativamente incruenta” (víctimas: entre 1.300 y 1.450). Según Helen Rappaport, muchos de los testigos refieren una especie de celebración, aunque otros, como la periodista Florence Harper y su fotógrafo Donald Thompson, vieron mucha violencia, policías linchados o golpeados hasta morir. La cifra oficial sería de 1.382 víctimas, pero diplomáticos y periodistas de la época daban cifras que iban de los 4.000 a los 10.000.

Está claro que para Pipes y Figes fue en febrero cuando aconteció la verdadera revolución, en el sentido de que surgió de protestas espontáneas y que el gobierno resultante tuvo una aceptación general. La revolución de octubre no fue más que un golpe preparado por conspiradores y perpetrado por un partido político que se hizo del poder.

Tras la revolución de octubre habría una guerra civil entre las facciones “roja” (bolchevique) y “blanca” (antibolchevique) que continuaría por años (“rojos” y “blancos”, a su vez, sufrieron las acciones de guerrillas campesinas, los “verdes”, quienes rechazaban ser reclutados). La guerra civil dejó al país agotado, arruinado, bajo la dirección de un partido cada vez más monolítico. Pipes dedica su último capítulo al terror rojo; pero el terror blanco apenas lo menciona.

Como sea, millones de rusos murieron entre 1914 y 1921: la Primera Guerra Mundial, la guerra civil, terrores blancos, rojos o verdes, la hambruna y una epidemia de tifus. ¿Qué había pasado desde la alegría de febrero de 1917 a la profundidad del desastre que había llegado a casi todos hacia 1921?

Las historias de las revoluciones, anota Pipes, nunca son imparciales. De un apasionado y reconocido anticomunismo, de vez en cuando se traslucen sus posturas conservadoras. Figes en más de alguna ocasión se deja llevar por ilusiones liberales, como en su relato del antiguo régimen y su “retraso”. La lectura conjunta de Pipes y Figes, con todo, entrega un cuadro muy completo. Quizá la mayor fortaleza de Figes está en su manejo de la historia social rusa; en este punto se distingue de Pipes, en cuyo libro a ratos la sociedad parece ausente. El centro del libro de Figes es su comprensión del pueblo ruso: los campesinos, pero también los pobres de las ciudades o la intelligentsia. Pipes le atribuye una gran responsabilidad a esa intelectualidad que asumió la dirección de las protestas por descontento y en su condena cubre no solo a los bolcheviques, sino también a las corrientes socialistas moderadas.

Pipes y Figes no solo muestran los movimientos de masas, sino también individuos, y van intercalando en sus relatos una serie de retratos breves de ciertos personajes, rastreando su fortuna (o infortunio) a través de los años. En el caso de Figes, son sujetos de diversas clases sociales, desde escritores y militares hasta trabajadores y campesinos. En muchos coinciden: Stolypin, el Príncipe Lvov, Kérenski, Kornílov, Lenin.

Ambos concuerdan en su visión de Kérenski: ambicioso, teatral, melodramático, dado a las grandes proclamas y afectando poses napoleónicas, pero el mismo Figes la ha corregido en su libro posterior junto a Boris Kolonitskii, Interpretar la Revolución Rusa (1999), con una perspectiva mucho más equilibrada sobre sus cualidades y defectos, así como de sus dilemas, el principal de los cuales fue lidiar entre la extrema izquierda y la reacción (alguna vez se llamó a Frei Montalva el “Kérenski chileno”).

Los dos concuerdan también en su retrato cáustico y negativo de Lenin. Para Figes era un hombre libresco, obsesionado con la revolución clandestina, sin conocimiento del modo en que vivía la gente, por la que sentía si no desprecio, al menos indiferencia. Pipes agrega que solo lo movía el odio, que era un cobarde y parece dar por hecho que era un “agente alemán”. Según ellos, Lenin siempre supo que su tipo de revolución generaría una guerra civil y se preparó para ella. Los aspectos más libertarios de la retórica y política de Lenin los ven como una manipulación cínica, con lo cual parecen no enfrentar toda la complejidad de Lenin.

En 1924, al momento de su muerte, a los 53 años, Lenin pensaba que Stalin era una amenaza para la unidad del partido. Pronto Stalin terminaría de extinguir los ideales de la revolución, o las revoluciones, de 1917.

 

La Revolución Rusa, Richard Pipes, Debate, 2016, 1.048 páginas, $26.000.

 

La Revolución Rusa (1891-1924), Orlando Figes, Edhasa, 2010, 992 páginas, $45.600.

 

Caught in the Revolution, Helen Rappaport, St. Martins, 2017, 430 páginas, US$28.

 

Cartas desde la revolución bolchevique, Jacques Sadoul, Turner / Océano, 2016, 500 páginas, $21.700.

 

Diarios de la Revolución de 1917, Marina Tsvietáieva, Acantilado, 2015, 224 páginas, $18.900.

 

El ocaso de la aristocracia rusa, Douglas Smith, Tusquets, 2015, 512 páginas, $32.900.

 

 

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