El antropólogo Philippe Descola plantea que la gran distinción entre naturaleza y cultura, que funda ni más ni menos que a las ciencias sociales como algo distinto de las ciencias naturales, en realidad no es una constante universal, sino una creación histórica que solo se encuentra en las culturas occidentales de raíz judeocristiana y grecolatina. De ser así, ¿dónde ubicar a los animales, si ya no hay naturaleza universal? ¿Cómo interpretar la mirada de los animales? ¿Podemos decir que tras ella hay un alma? Estas preguntas han llevado a la etóloga Vinciane Despret y al antropólogo Eduardo Viveiros de Castro al perspectivismo, una teoría que se remonta a los albores del siglo XVIII, con Leibniz.
por Diego Milos Sotomayor I 10 Junio 2024
“No hay nada más parecido a una manada de renos salvajes que corre por las estepas mongolianas, que una manada de renos domesticados que corre por las estepas mongolianas”, dice el antropólogo Charles Stépanoff, causando risas entre el público, mientras proyecta la imagen de dos grupos de renos casi idénticos corriendo por las estepas del sur de Siberia. Las fotografías provienen de su trabajo de campo, donde aprendió que los pastores tozhu domestican a sus animales sin necesidad de encerrarlos en establos, marcarlos a hierro ni lacearlos, como se suele hacer en los países occidentales con el ganado bovino, equino u ovino. Por el contrario, los dejan moverse libres por las estepas y los bosques, y se reúnen con ellos cuando los animales deciden ir, en pequeños grupos, hacia los humanos. Solo entonces pueden ordeñarlos, montarlos y eventualmente matarlos para obtener su carne, no sin antes ofrecerles disculpas. Para atraerlos y ganarse su confianza, cultivan una relación personal entre individuos, por decirlo de algún modo, de tú a tú. Cada pastor tiene un vínculo con un reno en particular, al cual le pone nombre, le canta una canción y lo atrae dándole orina humana —una delicia para los renos— y sal con la mano, que dejan langüetear por el rumiante.
Ejemplos como este de relaciones intensas entre animales y humanos (cazadores, pastores, criadores, chamanes, domadores de fieras…) desfilaron a fines de junio del 2011 en el Collège de France, en el coloquio internacional “Un giro animalista en antropología”, convocado por el prestigioso antropólogo Philippe Descola, autor del libro Más allá de naturaleza y cultura, publicado en 2005. En sus cerca de 500 páginas, Descola demuestra que la gran distinción entre naturaleza y cultura, que funda ni más ni menos que a las ciencias sociales como algo distinto de las ciencias naturales, en realidad no es una constante universal, sino que es una creación histórica que solo se encuentra en las culturas occidentales de raíz judeocristiana y grecolatina. Es lo que el autor comenzó a explorar años antes en una etnografía realizada con los achuar, una sociedad indígena de la Amazonía ecuatoriana, y que cristalizó en el libro La naturaleza doméstica. Simbolismo y praxis en la ecología achuar (1988). Allí, Descola expone que para ellos no hay un corte entre el espacio donde habitan los humanos, la aldea y el resto de la selva, sino que esta es concebida por esa cultura como un jardín, una extensión del hogar, y que sus habitantes pueden ser más humanos que los propios humanos, por ejemplo, de una tribu enemiga.
El dualismo que ubica a los humanos en el compartimento superior y al resto de los seres naturales —plantas, animales, piedras— en una posición inferior, disponible para ser usada a beneficio de los primeros, no sería para las demás culturas algo dado. En el Génesis, sin embargo, se dice que Dios al crear al hombre a su imagen y semejanza determina: “Que tenga dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los animales que se arrastran por el suelo”.
Principios irritantes ya desde el siglo XVI, cuando las potencias coloniales amparadas por la Iglesia pusieron en entredicho la humanidad de las poblaciones no cristianas para justificar la ocupación territorial, la esclavitud y el asesinato, y también durante la Revolución Industrial del siglo XIX, cuando “las poblaciones colonizadas, relegadas al rango de recurso natural, tenían derecho al mismo trato que el carbón de las minas”, dijo Descola en una entrevista publicada, en 2016, por el periódico La Nación de Argentina.
El coloquio contó con la presencia de eminentes investigadores que, como Stépanoff, plantean serios desafíos a las categorías del pensamiento contemporáneo, como la filósofa y etóloga belga Vinciane Despret y el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro. Ambos se conocen y Despret ha declarado en numerosas ocasiones la influencia que Viveiros de Castro y su perspectivismo amazónico han tenido en su propia trayectoria intelectual.
El perspectivismo, noción tomada del filósofo alemán del siglo XVII Gottfried Leibniz (inventor del cálculo infinitesimal, de la teoría de los mundos posibles), plantea que las almas no son unos huevos cerrados al interior de los cuerpos, como un divino tesoro que al llegar la muerte se iría al cielo, al hades o al infierno. Un alma sería más bien una perspectiva arrojada al mundo o un conjunto de proyecciones sobre el mundo desde el cuerpo hacia afuera, como una especie de linterna que sale de la percepción y que absorbe dentro suyo las imágenes que logra captar. Puede parecer una forma de subjetividad exacerbada, ya que acepta sin rodeos que nadie vería lo mismo que los demás, incluso (o sobre todo) cuando se está delante del mismo objeto o la misma situación, ya sea por una diferencia de ángulo, de distancia o porque los sujetos observadores no tienen nunca la misma experiencia acumulada, y eso condiciona la percepción. Así como existe la memoria selectiva, también está la percepción selectiva: un amante del rock al escuchar a Jimi Hendrix puede distinguir y hasta saborear cada nota de su guitarra eléctrica, allí donde otros no oyen más que un amasijo incomprensible de sonidos estridentes. O por poner otro ejemplo que suelen dar los antropólogos, allí donde uno ve nieve, los esquimales pueden distinguir innumerables tonalidades de blanco, y esas distinciones forman parte de su mundo y les permiten vivir allí.
El perspectivismo amazónico de Viveiros de Castro plantea algo comparable, pero a nivel cosmogónico. Allí donde uno ve a un jaguar, un tucán o un caimán, los indígenas amazónicos, según las investigaciones realizadas por él y otros colegas brasileños, ven personas, solo que con otra apariencia, con otra piel, con otra ropa, debajo de la cual se esconde una forma humana. Y hay más: la frontera que diferencia a los humanos de los animales no sería, como para nosotros, el resultado de un proceso de evolución biológica ni un estatuto privilegiado conferido por Dios. La frontera es la muerte. Al terminar nuestras vidas, las almas no se van a un mundo donde viven exclusivamente con otras almas, separadas de sus antiguos cuerpos, sino que cambian de cuerpo: al morir nos convertimos en animales. Por eso hay que tener mucho respeto y cuidado al encontrarse con un animal cuando se anda por la selva, ya que podría ser nuestra hermana, nuestro tío o nuestra madre que todavía nos quiere y que podría llevarnos a su mundo. Para los amazónicos, la muerte llega cuando nos mata un muerto.
¿Pero cómo se ven los animales a sí mismos? ¿Y cómo nos ven a nosotros, los humanos humanos, por decirlo de algún modo, o humanos vivos?
Pues de la misma manera que los vemos a ellos y nos vemos a nosotros. Cuando están entre ellos, se sacan la ropa de jaguar o de tucán y se ven y actúan como personas: celebran matrimonios, cuentan historias, cantan y bailan canciones, viven en aldeas y hacen expediciones por el bosque. Y a nosotros nos ven como animales: el jaguar, que es capaz de comernos, nos ve como a unos pecaríes (pequeños cerdos salvajes que viven en piaras y que son una fuente importante de alimento para los indígenas) y los pecaríes nos ven a nosotros como jaguares, los cazadores por excelencia de la selva amazónica.
Estos elementos del perspectivismo amazónico, y otros más, le han servido a Vinciane Despret para profundizar una intuición genial de uno de los fundadores de la etología —ciencia que estudia el comportamiento animal—, el biólogo estonio Jakob von Uexküll (1864-1944) y su teoría del umwelt, o mundo circundante, que apela a conocer a los animales no tanto por sus características físicas ni por su comportamiento, sino por algo que se ubica entremedio: el mundo que cada especie es capaz de percibir (selectivamente) según sus capacidades fisiológicas o, por qué no, cognitivas.
Hoy, uno de los enganches más convincentes de la defensa de los animales es el sufrimiento animal. Difícilmente podría negárseles a los animales, al menos a los vertebrados, su carácter de seres sintientes, acondicionados para sentir placer y dolor. Una consecuencia de eso es el malestar que nos invade cuando nos enteramos de que hay gallinas encerradas en jaulas sin poder moverse poniendo huevos día y noche bajo luz artificial, o de cómo funcionan los mataderos. La industria de los alimentos es una fuente inagotable de ejemplos terroríficos. Pero se puede llegar más lejos si aceptamos que los animales tienen un fuero interno donde pueden representarse el mundo en el que viven, que los afecta y al que afectan, que les provoca ya no solo placer y dolor, sino alegrías, tristezas y estados anímicos que pueden ser casi o tan complejos como los nuestros.
En su libro ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos buenas preguntas?, Despret expone decenas de ejemplos de animales que muestran actitudes y capacidades que pueden ser comparadas con las humanas: la vanidad, la mentira, la indecisión, la piedad, la capacidad de suponer intenciones o de gastar bromas con el único fin de divertirse. Uno de estos ejemplos es el de las vacas y de sus criadores que pasan tiempo con ellas, las conocen y afirman que tienen una personalidad, una voluntad, caprichos, gustos, intenciones, preferencias, reacciones singulares a las acciones de los humanos y del entorno, y que no son propias de la especie sino de cada vaca. Son animales que responden, y son esas respuestas la materia de su conocimiento.
A propósito de las exhibiciones de bovinos que suele organizar el gremio ganadero, en que son premiadas las más hermosas, señala que los criterios humanos de valoración son de algún modo interiorizados por las concursantes. Los testimonios de sus criadores acerca de cómo “el animal sabe y participa activamente de su propia puesta en escena”, son varios y elocuentes. Aquí va uno incluido en el libro de Despret: “Esa vaca era una estrella y se comportaba como una estrella, como si fuera un ser humano participando en un desfile de moda. Sobre el podio, la vaca miraba, estaba en su posición, estaba la tribuna, ella estaba así, y allí estaban los fotógrafos. Miró a los fotógrafos, y lentamente, mientras las personas aplaudían, giró la cabeza y miró a las personas que aplaudían […]. Ahí, uno hubiera dicho que ella había entendido lo que tenía que hacer. Además era magnífica, porque era natural”.
Y Despret señala la clave (las cursivas son suyas): “Los criadores ven a sus animales como capaces de verse como nosotros mismos nos veríamos si estuviéramos en su lugar”.
Para el caso, ese lugar es un lugar de exhibición.
Esto lleva a la filósofa a dar un paso más en el trabajo intelectual de concederle un alma a los animales: La cuestión de la conciencia animal ya no es solo un asunto de reconocerle capacidades cognitivas y una interioridad más compleja que la de un “ser sintiente”, es más bien un asunto que denomina “interrelacional”.
No se trata de reaccionar a un estímulo, como lo ha trabajado de manera rigurosa y repetitiva la psicología conductista, basándose en la alternativa bastante pobre entre castigo y recompensa, sino de mostrarse, de exhibirse ante los otros, incluso más allá de las fronteras entre las especies, y desarrollar así una personalidad, una inteligencia y hasta un estilo. Mostrarse, para los animales —según Despret—, es una forma de pensarse, porque es ponerse en el lugar del otro para ver cómo ese otro nos ve, y eso necesariamente atañe a la capacidad de imaginación y de “definir cierta dimensión de la conciencia de uno mismo”.
¿Pero qué pasa con los animales que no son puestos o no quieren entrar en el juego de la exhibición? ¿Cómo verificar esa autoconciencia?
La exhibición, según la etóloga, tiene un complemento exacto, tal vez menos sofisticado, pero que implica la misma capacidad de “saber verse como otros lo ven”: la capacidad de ocultarse, no es lo contrario, sino lo complementario, ya que también indica la posibilidad de adoptar la perspectiva del otro: “Desde el lugar en el que está, no puede verme”, diría el animal si pudiera usar palabras. “Un animal que se oculta sabiendo que se oculta es entonces un animal dotado de la capacidad para el perspectivismo”, concluye Despret.
Llegados a este punto, quisiera invertir el orden de las preguntas y respuestas que pueden surgir entre las especies animales, no ya para encontrar la manera de comprender a los demás animales y sus perspectivas sobre el mundo, sino para explorar cómo ellos pueden echar luz sobre nosotros. Jacques Derrida, un filósofo críptico, pero que ofrece páginas muy bellas, tiene una en la que habla de su gata, en un libro póstumo dedicado a los animales, El animal que luego soy. Al preguntarse lo que tal vez todos nos hemos preguntado, ¿quién soy?, no le sirve mirarse desnudo delante del espejo, delante de sus propios ojos. La pregunta cobra vida ante la mirada del otro, y para él la mirada del otro por excelencia es la mirada del animal, de “un animal”. Al salir de la ducha, se enfrenta a la mirada de su gata, que también está desnuda, lo mira sin moverse, “solo para ver, sin privarse de hundir su vista en dirección al sexo”, y lo “inunda una profunda vergüenza”. No es la vergüenza que sentiría cualquiera, por ejemplo, al ir desnudo de una habitación a otra de nuestra casa y encontrarse con una visita inesperada, ni cuando soñamos que salimos a la calle, al trabajo, y se nos olvidó ponernos los pantalones (¿a quién no le ha ocurrido?). Podríamos llamar a esas situaciones una desnudez afirmativa, una desnudez que queda explícita.
La vergüenza de nuestra desnudez ante un gato u otro animal es, por el contrario, la vergüenza de haber perdido nuestra desnudez, “una vergüenza de tener vergüenza”, de vernos en “el espejo de una vergüenza vergonzosa de sí misma”, y concluye en su estilo derrideano con un importante pero: “¿Vergüenza de qué y ante quién? Vergüenza de estar desnudo como un animal. (…) Lo propio de los animales, y lo que los distingue en última instancia del hombre, es estar desnudos sin saberlo. Por consiguiente, no estar desnudos, no tener conocimiento de su desnudez, ni la conciencia del bien y del mal, en definitiva”.
Porque la respuesta a qué es “lo propio del ser humano” (pregunta que ha obsesionado a la filosofía, nos recuerda el autor), en nuestras culturas de tradición europea no sería, como lo ha propuesto la filosofía de esa tradición, la razón, el lenguaje, la capacidad de erguirnos sobre dos de nuestras cuatro extremidades, sino de vestirnos, es decir, de ocultar explícitamente lo que nos une con el resto de los animales, porque estamos conscientes de nuestra desnudez.
Difícil no asociar la respuesta de Derrida con el mito del pecado original, después del cual el hombre y la mujer fuimos expulsados del paraíso, obligados a ponernos ropa y condenados a vivir una vida sufrida, marcada por el hambre, el frío y una deuda infinita con Dios. Pero en ella no hay rasgos de puritanismo, sino que insinúa lo contrario y ubica a los animales no en un plano de inferioridad, y tal vez tampoco de superioridad, pero sí de felicidad, de liviandad, y abre la puerta a un conocimiento a la altura de esa vida.
Imagen de portada: Detalle de una ilustración de Miguel Vilca Vargas.