Un pueblo que sufre

Un virus demasiado humano, de Jean-Luc Nancy, plantea que si la filosofía puede y quizás incluso debe hablar en una situación extrema como la que ha planteado el coronavirus, es porque en el desastre, y a pesar de toda diferencia, estamos todas y todos expuestos. Si lo común no es una esencia, no algo que nos precede o algo que podamos suponer, entonces es una tarea a realizar. En palabras de Nancy: “La igualdad no es una amable utopía sino una exigencia existencial (…) por consiguiente, la palabra ‘comunismo’, aunque nunca se haya realizado todavía, en verdad habrá sostenido el sentido profundo de la resistencia a nuestra autodestrucción”.

por Luis Felipe Alarcón I 6 Agosto 2021

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Hay libros que exigen olvidar todo conocimiento previo. A ellos hay que entrar como se entra a un terreno desconocido, tal vez incluso como en los sueños, en donde los elementos conocidos son siempre menos interesantes que los que desconocemos. Frente a ellos, no nos queda más alternativa que suspender nuestras preguntas, quiero decir, las que vienen de nosotros y dependen ya de un saber que poseemos. Lo fundamental son las preguntas que el texto mismo plantea y para escucharlas debemos ante todo “hablar” en su lengua, no en la nuestra. Es gracias a ellas y al ritmo que la lectura misma impone que los textos (y tal vez también los sueños) cobran sentido.

Hay por supuesto también otros libros. No son los menos, a decir verdad, y piden todo lo contrario: para leerlos debemos preguntarnos todo el tiempo por sus contextos, sus referencias, sus fuentes incluso. Exigen, en suma, sacar a flote (a veces desde el fondo del olvido) una serie de conocimientos previos.

Esta división, tan provisoria como arbitraria, no marca una jerarquía. Tampoco coincide exactamente con los géneros tradicionales: hay libros de filosofía que pertenecen al primer grupo, hay poemarios que pertenecen al segundo. El tiempo también hace su trabajo, algunos textos han pasado de un grupo al otro. Los contextos cambian y con ellos, los libros.

Un virus demasiado humano, de Jean-Luc Nancy, forma parte del segundo grupo. Hay preguntas que hacer entonces. La primera es por qué publicar algo sobre el coronavirus. No ya para qué, lo que marcaría una utilidad y sería de hecho relativamente fácil de contestar (Nancy es un autor que, para los parámetros de filosofía, vende bastante). Lo mínimo que se puede decir es que un filósofo escribe sobre el covid-19 porque la filosofía no tiene menos derecho a hablar de él que la medicina, la biología o la economía. Eso supone, por cierto, que la filosofía puede decir algo que las otras disciplinas no, lo que es probablemente cierto en principio, pero es algo que solo se prueba en la práctica. Jean-Luc Nancy lo hace. Esa sería ya una razón suficiente, pero hay otra: un desastre como el que vivimos nos deja sin puntos de referencia, sin nada que decir, en una penuria de palabras que es precisamente desde donde la filosofía puede y debe hablar: desde la incertidumbre y el páramo.

Un desastre como el que vivimos nos deja sin puntos de referencia, sin nada que decir, en una penuria de palabras que es precisamente desde donde la filosofía puede y debe hablar: desde la incertidumbre y el páramo.

Un virus demasiado humano compila nueve intervenciones públicas de Jean-Luc Nancy a propósito de la pandemia, tanto escritas (artículos en los periódicos Libération y Le Monde) como orales (videoconferencias para México e Italia, además de tres participaciones en “Philosopher en temps d’épidémie”, serie de conferencias organizadas por Jerôme Lebre y transmitidas por YouTube). El orden es cronológico, van desde el 17 de marzo hasta el 8 de junio, lo que lo transforma en una especie de diario de reflexiones. A esto se suma un anexo que contiene dos entrevistas y un artículo escrito junto a Jean-François Buthors. Son todos textos breves y están dirigidos a un público general, lo que facilita enormemente la lectura de un autor que, sin ser el más difícil de su generación, requiere siempre un cierto entrenamiento filosófico. O al menos un oído acostumbrado a la filosofía. La traducción, hecha a toda velocidad por Víctor Goldstein, es amable y aunque a ratos se cuelan calcos del francés, está muy bien lograda. Esto es importante, pues un cierto efecto de sobrecomplicación de las traducciones ha bloqueado en parte el acceso del público hispanoparlante al pensamiento de Nancy, como ya ha pasado con autores como Jacques Derrida o Emmanuel Levinas.

Ahora bien, ¿qué hace especial al texto de Nancy? Lo sabemos, hubo una verdadera ola de textos e intervenciones de filósofas y filósofos a propósito de la pandemia. En el prefacio, Nancy habla incluso de “una proliferación propiamente viral de discursos”, de la que por cierto él forma parte (en la entrevista con Nicolas Dutent llega a decir: “¡Tengo miedo de que nos haga hablar demasiado!”). Ejemplos sobran: Sopa de Wuhan, a pesar de lo desafortunado del título o tal vez por lo mismo, reunió exitosamente 15 textos de filósofas y filósofos de renombre, sin más criterio que el temático. Otro tanto hizo esta revista en su número 9, de abril de 2020.

Nada de eso es nuevo. El terremoto de Portugal en 1755 produjo una cantidad impresionante de reacciones de filósofos, entre ellos nada menos que Kant, Voltaire y Rousseau. La literatura hizo también su parte (el nieto de Racine murió en el terremoto, lo que hizo que varios poetas le dedicaran algunos versos, ninguno demasiado bueno). El Holocausto, que hizo a Adorno decretar que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, produjo no menos reacciones. Paul Celan escribió poesía no solo después sino sobre Auschwitz, por ejemplo. Que ambos acontecimientos no se puedan comparar es un efecto de su condición de desastre. Son siempre únicos, incomparables y tal vez por eso haya que escribir. Ante el desastre, entonces, parece producirse una verdadera fiebre de escritura, una proliferación propiamente viral de discursos, para retomar las palabras de Nancy. Ese es un primer punto.

En este libro hay una idea insistente, una insistencia suave en todo caso, algo que lejos de machacar constituye un tema en sentido musical: si la filosofía puede y quizás incluso debe hablar del desastre que significó y sigue significando la pandemia, es porque en el desastre encuentra un lugar desde el cual hablar. Dicho con otras palabras, es allí donde se revela una verdad que tal vez solo ella puede decir: lo común no es ni una esencia ni un atributo. Lo que tenemos en común es precisamente algo que no tenemos, que no nos pertenece y, en este sentido, la desposesión (de sentido, de palabras, de esquemas de pensamiento o explicación) a la que nos expone la pandemia constituye la experiencia misma de lo común. O de la igualdad, pues en el desastre, y a pesar de toda diferencia, estamos todas y todos expuestos. Esta manera de plantear el asunto tiene consecuencias. Si lo común, lo que nos hace iguales, no es una esencia, no algo que nos precede o algo que podamos suponer, entonces es una tarea a realizar. Jean-Luc Nancy lo dice así: “La igualdad no es una amable utopía sino una exigencia existencial (…) por consiguiente, la palabra ‘comunismo’, aunque nunca se haya realizado todavía, en verdad habrá sostenido el sentido profundo de la resistencia a nuestra autodestrucción”.

 

Fotografías: Cristóbal Olivares.

Igualdad y comunismo se ligan entonces de una forma poco tradicional, pues la política despunta de un hecho simple, esencial: todavía no somos iguales, lo común es algo por conquistar. Pero hay que ir lento, ¿qué quiere decir exactamente que la igualdad sea una exigencia existencial?

Como para el joven Marx, la exigencia de igualdad no se reduce a la justicia o la moral, se trata de poder seguir existiendo o de comenzar por fin a existir. No se trata, por cierto, de un sentido biológico del término. Existir no es simplemente tener signos vitales, es poder desarrollar un modo de vida, lo que solo puede lograrse con otros que sigan siendo otros, no una simple reproducción de lo mismo. Sin esa igualdad, entonces, es imposible que la singularidad sea alcanzada, somos simplemente casos de un universal, ya contenidos en una esencia, individuos en el más estricto sentido de la palabra. La igualdad no elimina la diferencia, la hace posible. La política puede ciertamente ser la manera de alcanzarla, pero una política que encuentra en sí misma su fundamento y su justificación pierde su politicidad, porque ya no hay antagonismo, diferencia, posibilidad de desacuerdo. La tarea política de la igualdad no se reduce así a acortar o incluso abolir las brechas salariales, sino a volver posible su existencia singular, hacer que cada cual tenga derecho a la existencia. Esto requiere abolir al menos hasta cierto punto la individualidad (es decir, la particularidad que se deriva de un todo, porque lo común no es una esencia o una totalidad) y es por eso que el desastre es su verdad. Insistamos, la igualdad es la condición de posibilidad de la singularidad, no su desaparición.

Si lo que nos une es lo que nos separa, hay que poder alcanzar esa separación, precisamente porque, como apunta Nancy, “no hay diferencias sobrenaturales ni naturales”.

El ejemplo más interesante de esta lógica en la que lo que une es lo que separa es el del aislamiento al que hemos estado sometidos. En la entrevista con Nicolas Dutent, interrogado sobre las dificultades del confinamiento, Nancy dice: “La separación es siempre, no solo aquello a lo cual se toca, sino aquello por lo cual se toca. El tocar es la distancia mínima y no la abolición de la distancia. Inquietarse por el confinamiento es por supuesto una reacción natural, y hay que desear recuperar los contactos y la presencia. ¡Pero la presencia de alguien no es su simple situación a menos de un metro de mí! Una presencia se da esencialmente en un abordaje o en una aparición. Es un movimiento, un estar-frente o junto (‘praesentia’)”. Lo que nos quita el confinamiento no es entonces el contacto, el tocar, que siempre ha necesitado distancia para producirse. Para hacer cariño es necesario que las pieles no sean una, que algo nos separe, y es precisamente porque algo nos separa que podemos encontrarnos, acariciarnos, mirarnos a los ojos, sorprendernos con un gesto del otro. Lo que nos quita el confinamiento es en realidad el mundo, el escenario que hace posibles los contactos, los abordajes.

Consentir la incertidumbre, darle espacio, es al mismo tiempo abandonar el pensamiento técnico y exponerse a lo mejor y lo peor. ‘Tengamos esa valentía’, escribe Nancy en ‘Seamos niños’, tercer capítulo del libro.

En este sentido, el drama no es tanto dejar de ver a los seres queridos sino volver imposibles los encuentros, por fugaces que sean. Es precisamente porque hay una serie de contactos, cruces de miradas, gestos o intentos de acercamiento, que nuestros seres queridos nos son queridos: dentro de una cantidad infinita de posibilidades, se nos hacen especiales. Esa es para Nancy una verdad. Es cierto, hablar de verdad puede sonar anticuado, pero la filosofía no puede renunciar a ella, aunque solo sea para decir que no hay verdad, que el sentido es siempre algo por encontrar, que solo puede haber pensamiento cuando ya no hay terreno firme sobre el cual descansar.

Pero en todo libro hay un centro. El encuentro con (y no de) ese centro es la experiencia misma de la lectura. En este libro, sin estar oculto, tampoco está lo suficientemente explícito. Es la idea de mutación. Desde hace ya algunos años, Nancy echa mano a esta palabra para referir a un cambio radical, profundo y, por lo mismo, difícilmente perceptible. Su diagnóstico es que la última mutación de Occidente, producida hace ya siglos, introdujo tanto la técnica como la democracia y el capitalismo. Todo esto depende de un descubrimiento fundamental, la producción. No solo de objetos sino del ser humano mismo. Ante la ausencia de dioses, dice Nancy, el ser humano se volvió creador de todo, y ante todo de su esencia. Hoy, en la hipótesis de Nancy, eso comienza a tambalear y somos testigos de otra transformación que si bien tomará tiempo en cumplirse, ya está en curso. El mundo como lo conocíamos comienza a dejar de existir.

La pandemia es entonces reveladora, pero no causante, de este estado de pobreza de palabras, de desorientación y pérdida de puntos de referencia, que es el ambiente más propicio para la filosofía. Solo teniendo esto en mente el libro alcanza una unidad, pues todo lo dicho gira en torno a la idea de mutación. Esto da también sentido de urgencia a la tarea democrática que Nancy expone en su libro: la democracia debe ser salvada pero, y este es el giro más complicado del libro, debe estar basada no ya en la técnica (como lo ha sido hasta ahora) sino en la espiritualidad. Este rasgo cristiano no podría sorprender, el cristianismo siempre ha pensado al ser humano no como naturaleza sino como drama. Sea como sea, la democracia, dice Nancy, es “el único régimen que puede dar un cuerpo político a ese acto de fe radicalmente laico”. ¿Cuál es ese acto de fe? La respuesta se encuentra en el libro mismo. Reproduzco la cita clave: “Cuando el futuro se descarrila, cuando la proyección del presente no se sostiene, la vida solo puede girar hacia lo por-venir arriesgándose en sus incertidumbres. Aquí ya no es cuestión de creencia sino de fe, definida como ese consentimiento a la incertidumbre que plantea que lo único que puede hacer la vida es arriesgarse a vivir”. Consentir la incertidumbre, darle espacio, es al mismo tiempo abandonar el pensamiento técnico y exponerse a lo mejor y lo peor. “Tengamos esa valentía”, escribe Nancy en “Seamos niños”, tercer capítulo del libro. Puede que tenga razón, puede que no. Lo cierto es que Un virus demasiado humano es, a pesar de todo, un libro de filosofía. Eso es ya algo que saludar en medio de la “proliferación propiamente viral de discursos” que hemos vivido y probablemente sigamos viviendo.

Una pregunta queda flotando: ¿en qué fundar esa nueva democracia o, como la llamaba Derrida, esa democracia por venir? El pueblo, el demos de la democracia, no escapa al desastre del sentido. ¿Qué hacer entonces? No hay respuesta clara, Nancy ni siquiera la esboza en el libro. Sin embargo, en la presentación de la edición argentina abordó el asunto: “Es tal vez a partir del sufrimiento que habría que entablar una nueva reflexión sobre la democracia”. He ahí, para Nancy, lo común, aquello que no tenemos, que no nos pertenece pero nos afecta, nos forma y nos une porque nos separa. Extraña lógica de la que tal vez solo la filosofía es capaz.

 

Un virus demasiado humano, Jean-Luc Nancy, La Cebra / Palinodia, 2020, 96 páginas, $16.000.

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