Héroe y villano

Admirado en Occidente por ser el hombre que impulsó la apertura de la Unión Soviética, en su país Mijaíl Gorbachov es considerado un sepulturero: enterró los sueños de grandeza y también la real influencia que los rusos ejercían en Europa Oriental y el mundo. William Taubman, su último biógrafo, reconstruye la vida política de un líder visionario que, en su afán por reformar un sistema en crisis terminal, confió en los dirigentes equivocados, careció de una estrategia clara y se fue quedando cada vez más solo, hasta que fue traicionado y terminó siendo reemplazado por su archirrival, Boris Yeltsin.

por Juan Ignacio Brito I 8 Octubre 2019

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Decía Thomas Carlyle que un héroe es quien, pese a sucumbir, jamás abandona el combate. El historiador inglés reconocería esa cualidad en Mijaíl Gorbachov, el entusiasta reformador que, al poner en marcha la glásnost, la perestroika y el nuevo pensamiento, cambió el mundo y llevó de manera impensada a su país a la extinción. Un visionario brillante, pero carente de estrategia. Un político que, en su afán por cambiarlo todo, terminó acelerando el naufragio socialista. Un líder incansable que, “a pesar de sus errores y su fracaso en lograr sus nobles propósitos, fue, en efecto, un héroe dentro de una tragedia”, escribe William Taubman en la biografía de Gorbachov, un libro que pone más énfasis en la trayectoria pública que en la vida íntima del último presidente de la Unión Soviética.

La tragedia soviética fue también la de Mijaíl Serguéyevich Gorbachov, un hombre de orígenes humildes, nacido en 1931 en una pequeña localidad cercana a Stávropol, en el Cáucaso septentrional, cuya familia padeció los rigores del estalinismo y de la Segunda Guerra Mundial. Un joven al que Taubman describe como cercano a su padre, buen alumno y destacado agricultor. En 1949 recibió la Orden de la Bandera Roja al Trabajo, lo cual le abrió las puertas de la prestigiosa Universidad Estatal de Moscú. Allí se formó intelectualmente al estudiar derecho, se enroló en el Partido Comunista y conoció a la atractiva Raisa Titarenko, con quien se casaría en septiembre de 1953 y se convertiría en su principal consejera. Para entonces Gorbachov ya había formado su carácter: un líder con ambiciones intelectuales y espíritu filosófico, trabajador y hogareño, altivo (“la humildad nunca fue un rasgo central en mí”, escribió en sus memorias) y con habilidades políticas para buscar compromisos y mediar en los debates que ya se daban entre los estalinistas y los escépticos a mediados de los 50.

Como toda su generación, Gorbachov fue marcado por el “discurso secreto” de Nikita Jruschov en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956), en el cual el jerarca denunció el culto a la personalidad y los crímenes de Stalin. Gorbachov, que ya había iniciado su ascendente carrera al interior del PCUS, fue un cauteloso partidario del deshielo cultural y político que vivió la URSS hasta 1964, cuando Jruschov fue defenestrado por un contragolpe ortodoxo y Leonid Brezhnev se convirtió en secretario general del Partido, cargo en el que permaneció hasta su muerte, en 1982. Fue durante este período cuando el esclerótico experimento soviético se estancó sin remedio y se hizo ostensible, lo que Taubman califica como la “brecha infranqueable entre las esperanzas utópicas y la abrumadora realidad”.

Gracias a su talento organizador y el padrinazgo de Yuri Andropov, el reformista jefe de la KGB que reemplazó a Brezhnev, Gorbachov pasó de ser el jefe del partido en la región de Stávropol a miembro del Politburó, la camarilla que dirigía los destinos de la URSS. Un ascenso que, según Taubman, se debió en buena medida a la “ambivalencia” de Gorbachov: “Pregonar con rimbombancia la línea del partido al mismo tiempo que, en su fuero interno, renegar de ella”. Las muertes de Andropov en 1983 y de su sucesor, Konstantin Chernienko, le despejaron el camino para convertirse en el máximo líder del PCUS, posición a la que arribó el 11 de marzo de 1985.

Fundó el Partido Social Demócrata Ruso, el cual tuvo que ser disuelto por falta de militantes, y en 1996 se postuló a la presidencia, pero sacó apenas el 0,5% de los votos.

Para llegar al poder, Gorbachov hizo inevitables –e inconfesables– acuerdos con jerarcas como el canciller Andrei Gromiko y el jefe del PC en Moscú, Viktor Grishin, estandartes de la vieja guardia, a quienes Gorbachov despreciaba, pero que resultaron útiles para allanar su designación unánime como secretario general. “Les aseguro que haré todo lo que esté en mis manos para responder a la gran confianza del partido y la confianza de ustedes, camaradas”, les prometió a los miembros del Politburó luego de que estos votaran su nombramiento.

La diferencia entre Gorbachov y sus predecesores era marcada: 54 años, ideas reformistas, buena imagen en el exterior, carisma y popularidad. Lo que no tenía, sin embargo, era un plan. “Gorbachov quería decir algo nuevo, pero él mismo no sabía exactamente qué ni cómo”, recuerda Alexander Yakovlev, uno de sus asesores más cercanos. Taubman afirma que Gorbachov poseía convicciones generales acerca de la necesidad de hacer cambios y de devolver la grandeza a la URSS. El nuevo jerarca confiaba en el comunismo y consideraba los crímenes de Stalin y el “estancamiento” de Brezhnev como “una burla de los ideales marxistas, pero creía que era posible salvar el socialismo soviético por la vía de reformarlo”. El problema consistía en responder con acierto la pregunta que en 1902 había formulado Lenin, héroe de Gorbachov: “¿Qué hacer?”.

El comienzo fue lento. Incluyó una desastrosa campaña contra el alcoholismo y la promesa de que la economía de la URSS igualaría en tamaño a la de Estados Unidos el año 2000. Luego vino el revelador negacionismo del Kremlin tras el estallido en la planta nuclear de Chernóbil. El desastre “terminó de abrirme los ojos”, confesó Gorbachov más tarde. “El viejo sistema había agotado sus posibilidades”.

La respuesta fue la glásnost, la política de transparencia y democratización que buscaba darle autonomía a un pueblo que jamás se había gobernado a sí mismo, haciéndolo partícipe de los cambios y entusiasmándolo para abordar la perestroika, la reforma económica que debía reimpulsar a una superpotencia agotada. “El pueblo debería tener conocimiento de lo que está ocurriendo. Solo si lo entiende nos apoyará, dará un paso adelante con sus propias ideas y contribuirá a la causa común”, dijo Gorbachov a fines de 1985. Un nuevo clima se apoderó del país: intelectuales exiliados volvieron a Moscú a jugar un papel activo en el debate público; películas y libros “bajo arresto” eran difundidos sin restricciones; nuevas publicaciones circulaban con libertad. Voces largamente acalladas resurgían con fuerza y vigorizaban un espacio público desacostumbrado a la polifonía.

 

Conversar y negociar con líderes como Reagan (en la foto), Helmut Kohl, Deng Xiaoping, François Mitterrand o Margaret Thatcher, reforzaba su ego.

 

Esta renovación, sin embargo, provocó el colapso del régimen. La falta de un programa concreto le costó caro a Gorbachov. “Tenemos que actuar, poner el proceso en marcha y ya veremos”, le dijo al Politburó en 1988. Quizás para maquillar la ausencia de estrategia, prefirió el gradualismo y siempre estuvo dispuesto a negociar con rivales que surgían incluso entre sus aliados. El resultado fue que, con el paso del tiempo, Gorbachov fue dejando descontentos tanto a los que lo acusaban de ir muy rápido como a los que lo criticaban por ir demasiado lento. Se rodeó de funcionarios y asesores que terminaron distanciándose de él… o traicionándolo. “Su capacidad para juzgar con acierto a quienes favorecía dejaba mucho que desear”, sostiene Taubman. Dos ejemplos: puso a cargo de la KGB en 1988 a Viktor Kriúchkov, el hombre que organizó el fallido, aunque devastador, golpe de Estado de agosto de 1991. Y confió en Boris Yeltsin, el jefe del partido en la región de Sverdlovsk, a quien nombró líder del PC en Moscú, fabricándose un problema que finalmente terminaría alejándolo del poder.

La confianza en sí mismo de Gorbachov hizo que se sintiera capaz de navegar entre fuerzas opuestas que terminaron aplastándolo. Su crónica renuencia a optar por un curso de acción definido quedó de manifiesto en múltiples ocasiones: en 1985 Yakovlev le presentó un proyecto de reforma política que proponía la democratización plena, pero Gorbachov lo desechó diciendo que no era el momento para ese tipo de medidas; en 1987 aprobó una reforma que les daba autonomía a las empresas, pero no se la entregaba a los ministerios de los cuales ellas dependían; en 1990 no se decidió a apoyar el “plan de los 500 días” para introducir una economía liberal; más tarde nombró a una serie de antirreformistas en cargos influyentes y tuvo un rol cuestionable en el asalto a una torre de televisión en Lituania, que tuvo un saldo de 15 muertos. El zigzagueo perjudicó su efectividad, lo aisló y conspiró contra el éxito de sus reformas. Gorbachov fue más un visionario que un operador hábil de su propia causa.

Uno de los obstáculos que no previó fue el de las nacionalidades. La Unión Soviética estaba compuesta por 15 repúblicas y cientos de etnias que hicieron ebullición cuando la lápida del totalitarismo comenzó a ser levantada. Cuando Gorbachov se dio cuenta del problema, el genio ya había salido de la botella. Su desesperado intento por acordar un nuevo Tratado de la Unión no solo fue tardío e infructuoso, sino que alarmó tanto a los ortodoxos, que estos hicieron el golpe del 19 de agosto de 1991 para impedir su firma.

El desencanto de los conservadores al interior del Partido Comunista fue alimentado también por el fin del imperio soviético en el extranjero. Uno de ellos, el diputado Alexander Mélnikov, resumió la postura al acusar que “el mundo burgués, todos nuestros enemigos pasados y actuales y hasta el Papa mismo, celebran la situación crítica de nuestro país”. Sus dardos apuntaban al llamado “nuevo pensamiento” en política exterior impulsado por Gorbachov, el cual se tradujo en un acercamiento de la URSS y Estados Unidos, que permitió la celebración de amistosas cumbres con Ronald Reagan y su sucesor George H.W. Bush. También se suscribieron acuerdos de desarme nuclear, la URSS se retiró de Afganistán y perdió influencia en Europa Oriental y el resto del mundo. Gorbachov disfrutaba sus viajes al exterior con la sofisticada Raisa, pues conversar y negociar con gigantes de la talla de Reagan, Helmut Kohl, Juan Pablo II, Deng Xiaoping, François Mitterrand o Margaret Thatcher, reforzaba su ego.

Gorbachov tuvo la virtud de abrir la puerta por la que pasaron otros. Su legado heroico y trágico queda quizás bien representado por las palabras que Jack Matlock, embajador norteamericano en Moscú, le oyó susurrar en 1990 a Raisa, la amada esposa de Gorbachov: ‘El problema de las grandes innovaciones es que tarde o temprano se vuelven contra el innovador y lo destruyen’.

Pero en la propia Unión Soviética avanzaba hacia un callejón sin salida. En 1989 la economía no paraba de caer, las repúblicas bálticas reclamaban su derecho a la secesión y la polarización entre conservadores y liberales le hacía imposible maniobrar. El sistema había entrado en una espiral descendente que lo conduciría al colapso. Según Taubman, Gorbachov sintió el impacto y comenzó a mostrarse cada vez más desorientado y errático. “Está perdido. Parece por completo desconcertado y no se entera de lo que está pasando”, anotó en su diario su fiel asesor Anatoli Cherniáev.

La estocada mortal llegó en agosto de 1991: el fallido golpe de Estado causó que Gorbachov perdiera “los restos de poder que conservaba” (la frase es de Cherniáev) y consagró a su archirrival Boris Yeltsin, héroe de la defensa de Moscú. Fue una triste humillación que el hombre al que detestaba fuera el salvador de la democracia y un promotor clave de la disolución de la Unión Soviética, la cual dejó de existir el 25 de diciembre de 1991.

La vida siguió para Gorbachov, quien aún reside en Moscú y ha creado una fundación que lleva su apellido. Ganó dinero pronunciando discursos e incluso haciendo comerciales, pero no logró una resurrección política. Fundó el Partido Social Demócrata Ruso, el cual tuvo que ser disuelto por falta de militantes, y en 1996 se postuló a la presidencia, pero sacó apenas el 0,5% de los votos. Paradójicamente, el líder que impulsó la apertura en la Unión Soviética no tuvo aptitudes para el juego democrático. Gorbachov fue diestro en la restringida arena del PCUS, pero nunca se le dio la política electoral, justo al revés de lo que ocurrió con Yeltsin, su némesis. “Gorbachov se destacó por manipular a sus colegas del Politburó, mientras que se mostró menos hábil a la hora de afrontar las campañas electorales de carácter democrático y de mantener el equilibrio entre los sectores duros y los radicales en el Parlamento y en las calles”, sentencia Taubman.

Gorbachov tuvo la virtud de abrir la puerta por la que pasaron otros. Su legado heroico y trágico queda quizás bien representado por las palabras que Jack Matlock, embajador norteamericano en Moscú, le oyó susurrar en 1990 a Raisa, la amada esposa de Gorbachov: “El problema de las grandes innovaciones es que tarde o temprano se vuelven contra el innovador y lo destruyen”.

 

Gorbachov. Vida y época, William Taubman, Debate, 2018, 832 páginas, $20.000.

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