“La comunicación fluida y los intercambios intelectuales se veían amenazados por una realización, más o menos drástica, de la variante negativa del mito de Babel. Bello imaginaba una proliferación de dialectos, ‘embriones de idiomas futuros’ que acabarían por dañar la comunicación entre Chile, Argentina, Perú o México. Y ese no era más que el principio del desmembramiento”.
por Manuel Vicuña I 1 Marzo 2023
¿Existe una lengua original, germen de todas las lenguas, o el mundo fue políglota desde el primer día? ¿A qué ritmo procrean las palabras, con cuánta correspondencia con las necesidades de la vida cotidiana o del universo de los conceptos, de la acción o de lo meditativo? ¿Son productos de la cultura o también manufacturas del taller de la naturaleza? ¿Avanzan como fuerzas ciegas o responden a una intencionalidad recóndita? Las lenguas, ¿son regalos de los dioses o muestras de la potencia del espíritu humano? No siempre “Dios y el hombre”, subrayó Nietzsche, “hablan la misma lengua”. ¿Qué función cumplen los ritos sagrados ante la brecha absoluta del lenguaje?
Las interpretaciones sobre el significado del mito de Babel son como la torre misma del Génesis, se diferencian y se alejan entre sí, hasta conformar polos opuestos. Se dice que Babel señala el intento artero de Yavé, aleccionado por la soberbia impía de sus criaturas, por dividir a la humanidad para disipar sus fuerzas y así reinar a su antojo. Se dice, por el contrario, que esa construcción de ladrillos para alcanzar el cielo originó la polifonía erótica de la cultura, expresada en el arte de la traducción. En esta última versión no hay castigo, hay don.
Pensar en el mito de Babel no es una cosa de épocas tan remotas. En Hispanoamérica, como resultado del proceso de independencia de España, volvió a cobrar vigencia, o eso cabe suponer. Daré un breve rodeo para explicar por qué.
A mediados del siglo XIX, la región era el mayor laboratorio de experimentación política. Los intelectuales de la época, hombres de letras, solían ejercer cargos en los gobiernos y en el Congreso. Destacaba entre sus preocupaciones la reflexión sobre las tensiones entre conceptos rivales que organizaban el debate público: civilización versus barbarie, orden versus progreso, libertad versus anarquía.
En ese contexto, el venezolano Andrés Bello, quien vivió durante casi dos décadas en Londres, al borde de la miseria y buscando refugio en la biblioteca del Museo Británico, arriba a Chile en 1829, y nunca abandona el país. Bello es el mayor intelectual hispanoamericano del siglo XIX. Es, quizá, algo adicional: el único sabio-erudito de la región. Se lo ha comparado con Goethe, y no solo entre sus incondicionales.
Más escéptico que conservador, intentó conciliar el orden con el progreso, el respeto a la autoridad con la libertad política, la fidelidad juiciosa a las tradiciones con la apertura a la originalidad de cada época. Entre otras cosas, fue jurista y redactor del diario del gobierno, funcionario público y senador, tratadista de derecho internacional y poeta, primer rector de la Universidad de Chile, escritor fantasma de los discursos presidenciales y un elegante polemista en materias culturales.
La obra de Bello se reúne en múltiples volúmenes, y, aunque presenta muchas ramificaciones, contiene un elemento recurrente: la obsesión con el lenguaje como un elemento fundamental para la viabilidad del proyecto republicano, el futuro de Hispanoamérica y la difusión de la civilización, cuyo umbral de acceso era el hecho consistente en saber leer y escribir. Filólogo y gramático con amplios conocimientos históricos, Bello lideró el esfuerzo por evitar una fragmentación lingüística equiparable, según él, a la ocurrida después del fin del Imperio romano.
Se trata de una tesis alarmista: el mundo moderno de ese entonces, cada vez más interconectado, no guarda correspondencia con la desintegración territorial de la Europa de la Edad Media, que explica, en resumidas cuentas, su segmentación lingüística. Aun así, Bello hizo de esa empresa cultural un eje central de todo su trabajo como humanista.
La comunicación fluida y los intercambios intelectuales se veían amenazados por una realización, más o menos drástica, de la variante negativa del mito de Babel. Bello imaginaba una proliferación de dialectos, “embriones de idiomas futuros” que acabarían por dañar la comunicación entre Chile, Argentina, Perú o México. Y ese no era más que el principio del desmembramiento, porque los idiomas provinciales también asomaban en el horizonte. Bastaba con examinar los casos de España, Francia e Italia.
Para evitar esa situación, en 1847 Bello publica su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, donde se propuso fijar el “buen uso” del castellano. La Gramática de Bello se inscribe en la línea del humanismo renacentista. El correcto uso del lenguaje (del castellano en este caso, ya no del latín) posee atributos morales, es una condición inescapable para dejar atrás la “barbarie” (un concepto central del vocabulario decimonónico) y conquistar las potencialidades de la condición humana. Bello también considera, como los primeros humanistas italianos, que la gramática es la “madre de todos los saberes”, y esos saberes se extienden desde lo contemplativo a lo práctico.
Para Bello, la Gramática, al regular el uso del castellano sin privarlo de plasticidad, hace del lenguaje un artefacto histórico en dos sentidos. Por una parte, el lenguaje muda sus formas en respuesta al paso del tiempo. Por otra, el lenguaje comunica el pasado con el futuro, intermediado por el presente. Como los prosistas franceses del siglo XVIII, que perseguían la expresión más diáfana posible del lenguaje, Bello, lector atento del Código napoleónico, célebre por su economía verbal y por su claridad, se empeña en propagar un castellano que respondiera a esos ideales. Aquí es importante tener en cuenta que Bello, en 1851, publicó un Compendio de gramática castellana escrito para el uso de las escuelas primarias.
Así, Bello se hace cargo de todas las edades, mientras profesa la subordinación de la oralidad, demasiado expuesta al uso antojadizo de la “plebe”, al lenguaje que se desprende del habla de las élites y, sobre todo, de la mejor escritura literaria. Según Bello, la Gramática pretendía contrarrestar los “estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional”. Hasta el mayor detractor de Bello en materias filológicas, el escritor y exiliado argentino Domingo Faustino Sarmiento, dejó constancia en la década de 1840 de los particularismos idiomáticos existentes en “cada sección de América, y aun en cada provincia de esta”.
Bello, en realidad, no se anticipaba a un futuro oscuro, intervenía en una situación ya existente: estratificaciones del castellano en condiciones sociales, jergas, infralenguas. En Bello la importancia del lenguaje se extiende a todos los planos. Además de autor de la Gramática, redactó el Código civil —aún vigente en Chile. Ambos textos son las dos caras del mismo proyecto: la gramática es un código lingüístico, y el código legal, una gramática jurídica. Este es el tipo de cuestiones que habría que tener en cuenta a la hora de elaborar un texto constitucional, un género literario en cierta forma, que responde a convenciones mientras arroja luz en vez de tinieblas sobre el significado de la vida en común. Hice el esfuerzo de leer el borrador constitucional rechazado el 4 de septiembre: no califica según estos parámetros. Los principios de fondo, muy atinados; la realización en el papel, más que defectuosa.
Al elaborar un código lingüístico, Bello contribuía a la formación de élites a la vez políticas y culturales, en un periodo en el que se les atribuye un papel protagónico, a ratos monologante, en la definición de las esferas del conocimiento y de la vida, de lo público y lo privado. En la práctica, durante todo el siglo XIX el sistema educacional chileno fue extremadamente precario, había muy pocas escuelas y, cuando empezaron a propagarse con la plata del salitre, escasearon los padres dispuestos a enviar a sus hijos.
Contra ese decorado, común en Hispanoamérica, el castellano hablado y escrito en Chile, con mayor o menor rigor según el ideal de Bello, distribuyó de manera extremadamente desigual el capital lingüístico asociado a la legitimidad social. El llamado uso correcto del lenguaje, tal como precisó Pierre Bourdieu, es una “competencia técnica” que autoriza “para hablar, y para hablar con autoridad”. ¿Quiénes están capacitados para hablar o escribir con autoridad, incluso con independencia del valor de lo expresado?