Palabras de despedida

A veces me he sorprendido redactando mentalmente pequeñas oraciones fúnebres de personas con salud de hierro, y a quienes preferiría inmortales. Nunca he llegado demasiado lejos con esos ejercicios, que suelo emprender mientras camino con la vista barriendo los pastelones de la vereda.

por Manuel Vicuña I 26 Julio 2018

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Pasa seguido. Muere alguien y cedemos al sentimentalismo. Con esa guía es fácil desembocar en lugares comunes aglomerados de curas de voz meliflua, poetas y poetisas de juegos florales, y familiares con debilidad por la exaltación de los pelmazos y el elogio de los crueles. El violento se vuelve bonachón, el tacaño, desprendido, y el padre ausente impregna todo con su benéfica presencia cotidiana. Esa inadecuación descriptiva, que en su versión extrema falsifica los recuerdos, puede anestesiar emocionalmente: al rato resulta más fácil ironizar que compadecer a quien recibió el chancacazo de la pérdida. He sido testigo de varias ceremonias así, y por ahora no veo cómo evitarlas, salvo que renuncie a asistir a funerales, abandone la iglesia durante la prédica y los discursos, o me taponee los oídos con esos toperoles de esponja que amortiguan el ruido del tráfico y nos sumen en una sonoridad amniótica.

El otro día saqué la cuenta: llevo años preocupado de no ser infiel a la memoria cuando me toque hablar de un muerto a quien le deba unas palabras. Hasta ahora me he salvado. Pérdidas de verdad íntimas solo tuve siendo niño, y a los ocho años todos estamos excusados de hacer cualquier cosa que no sea llorar o mirar con pasmo a los adultos desvalidos.

Desde entonces, algunos muertos cercanos, aunque más en el papel que en los hechos. Esas veces siempre ha habido gente que se ofrece para discursear. La misma gente que ocasionalmente se disputa la pole position a la hora de sacar el ataúd, en busca de un protagonismo negociado entre bandos familiares enemistados por cuestiones de todos los días, como herencias que apenas alcanzan para un plato de piures.

Llevo años preocupado de no ser infiel a la memoria cuando me toque hablar de un muerto a quien le deba unas palabras. Hasta ahora me he salvado. Pérdidas de verdad íntimas solo tuve siendo niño, y a los ocho años todos estamos excusados de hacer cualquier cosa que no sea llorar o mirar con pasmo a los adultos desvalidos.

En el mundo anglo, creo haber leído por ahí, existirían colaboradores de diarios y revistas que escriben obituarios por anticipado. Los hay bien buenos: perfilan una vida con cuatro trazos certeros, a la manera de los dibujos de estética zen, situándose muy lejos de las biografías mastodónticas, que pueden narrar con morosidad los tormentos del personaje cuando el poto se le llena de furúnculos, como ha ocurrido en el caso de Marx, o detenerse a examinar el polvo del follaje más remoto del árbol genealógico, como si los parientes del año del cuete guardaran el secreto que explica los culebreos de personas que ni siquiera conocen o recuerdan los nombres de esos ancestros.

A veces me he sorprendido redactando mentalmente pequeñas oraciones fúnebres de personas con salud de hierro, y a quienes preferiría inmortales. Nunca he llegado demasiado lejos con esos ejercicios, que suelo emprender mientras camino con la vista barriendo los pastelones de la vereda. A mitad de camino tiendo a concluir lo mismo: quizá todo resultaría menos forzado si en vez de ensayar cosas personales, leyéramos algo escrito por otros, en otros tiempos o en estos, en prosa o en verso, y en el idioma que prefiramos: castellano, inglés o checo. Pienso en la Biblia, que conozco tan poco como los meandros verbales del suajili, aunque lo suficiente para saber que abundan los versículos saturados de experiencias sepulcrales. Pienso en textos que afrontaron sin desteñir las penalidades de la enfermedad, la soledad de la vejez, la inminencia de la propia muerte y el tránsito por el tierral del luto.

Tengo pésima memoria, leo más de lo aconsejable, retengo poco de todo eso, mi cabeza gira en banda con ideas fijas que me aíslan en un estado de ensoñación morbosa, y aun así nunca he olvidado el “Blues fúnebre” de Auden, que releo creyendo contar con los versos ideales para sacar la voz cuando me acogote el nudo en la garganta y la mente esté a punto de nublarse: “Parad vuestros relojes, descolgad el teléfono, dadle al perro un buen hueso para evitar que ladre. / Que callen los pianos y, al ritmo del timbal amortiguado, / el féretro sacad, y vengan los que lloran”.

La muerte espanta. De nada sirve intentar imbuirse de la ética despreocupada de Epicuro, para quien el miedo a la muerte es absurdo, porque el bien y el mal, la felicidad y el dolor, se originan en las sensaciones que el fin de la vida apaga, haciendo de la mortalidad una fuente de serenidad antes que un mensajero de inquietudes. Pensar rectamente nunca ha enderezado las raíces torcidas de la conciencia. El espíritu propone, la carne dispone. Ante la muerte, queda la posibilidad de identificar nuestras prioridades en la escala de los valores que aplicamos a quienes nos dejan marcando ocupado en mitad de la noche.

Mi mayor elogio, condicionado por esta época en la que cualquier fulano reclama atención invocando traumas causados por rasguños inevitables, incluso, en la vida más mansa: la dignidad que acompaña a quienes no tienen la costumbre de hacerse la víctima, se tragan lo que haya que tragarse, y siguen adelante con la constancia impertérrita que tienen las fuerzas de la naturaleza, arrastrando consigo a quienes de otra forma quedarían varados a un costado, boqueando faltos de aire.

 

Imagen de portada: Funeral Procession (1955), de Ellis Wilson.

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