Recuerdos prestados

por Manuel Vicuña I 14 Noviembre 2023

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Me asombran los taxistas del sistema público de transporte de Londres. Me asombran con la intensidad que solo pueden despertar en un desmemoriado. Esos conductores son prodigios de la memoria, sometidos a un entrenamiento de atletas olímpicos. Se preparan durante años. La prueba para obtener la licencia, llamada el “Conocimiento”, supone haber memorizado 25 mil calles. No contentas con eso, las autoridades les piden conocer los patrones del tráfico según las horas y los días, más 14 mil hitos o puntos de referencia. Quien supera el examen puede conducir entre dos puntos del área metropolitana por la ruta más corta y mencionar los lugares de interés a lo largo del camino, como si se tratara de eruditos guías turísticos. Me encantaría visualizar la arborización de esas dendritas, la plena vibración neuronal de esos cerebros bendecidos por la naturaleza.

Palacio de la Memoria”: antiguamente, así se le llamaba al dispositivo mental empleado para recordar abundantes cantidades de información. La técnica consistía en imaginar entornos, espacios, lugares diferentes entre sí, para no confundirlos, hasta construir arquitecturas mentales, incluso urbanizaciones. Casas, habitaciones, recodos del camino, rincones domésticos, senderos en el bosque, los vitrales de una galería renacentista, los paraderos de un recorrido en micro, todo servía, sin importar si se correspondían con la realidad o eran meros productos de la imaginación. En esos sectores del Palacio de la Memoria se sitúan imágenes mentales que representan lo que deseamos recordar. Esas imágenes deben ser vívidas, extraordinarias, mejor insólitas, ridículas u horripilantes que corrientes u ordinarias.

En el siglo XV, un profesor de derecho canónico en la Universidad de Padua, Pedro de Rávena, quiso hacer escuela en el arte de la memoria. Aconsejó un método propio, no sin autobombo y que sin duda hoy tendría altas probabilidades de cancelación. “Normalmente coloco en los lugares jóvenes hermosísimas las cuales excitan mucho mi memoria… Y créanme: si me sirvo de jóvenes bellísimas como imágenes, me ocurre que repito esos conceptos que había fijado en la memoria con mayor facilidad y regularidad. Te revelaré ahora un secreto muy útil para la memoria artificial, un secreto que por pudor me callé durante mucho tiempo. Si deseas recordar rápido, coloca vírgenes bellísimas en los lugares; de hecho, la memoria se excita de forma maravillosa con la utilización de las jóvenes… Perdónenme los hombres castos y religiosos”.

Haciendo uso de estos preceptos, el humanista italiano se jactaba de retener 10 mil lugares de memoria, una verdadera metrópolis mnemotécnica poblada de cuerpos sugerentes.

No es menos interesante el arte de la memoria de los aborígenes de Australia y de los apaches de Norteamérica, afinados generación tras generación según sus necesidades. Entre esas gentes llevadas a la desgracia, no hay edificaciones mentales. La base de las narrativas que conservaban su cultura oral eran los accidentes de la topografía local. En el propio territorio se inscribía todo. El mito y el mapa coincidían. De ahí la doble tragedia que les cayó encima cuando los gobiernos blancos les arrebataron sus tierras. Entonces, perdieron sus hogares y el arraigo de sus mitologías.

Mientras escribo estas anotaciones tengo a la vista dos libros sobre la vida de Henry Gustav Molaison, el caso más renombrado de la historia de la neurociencia. Se trata de la crónica del derrumbe del Palacio de la Memoria como posibilidad. La identidad de Henry solo se reveló tras su muerte. Antes, durante décadas, para todos fue H. M., el joven a quien le habían practicado una lobotomía experimental en 1953, con el objetivo de poner fin a una epilepsia invalidante, solo que al extraerle ambos lados del hipocampo quitaron también la posibilidad de formar nuevos recuerdos. Desde entonces, su vida fue amnesia total. Conservó recuerdos de su vida anterior a la cirugía, y por eso reconocía a su familia, pero a nadie más. Instalado en un presente puro, al parecer no le perturbaba el pasado ni demostraba ansiedad por el futuro. Según una de las doctoras que lo trató, vivía como un budista, sosegado en el aquí y el ahora.

A Primo Levi, en el infierno de Auschwitz, la memoria le salvó la vida, le aseguró una llamarada de humanidad en medio de la noche más oscura. Los nazis le robaron todo, salvo lo que retenía en la cabeza. Por las noches, a sus compañeros de desgracia les recitaba la Divina comedia de Dante. La monotonía de cualquier confinamiento solitario debe hacerse más llevadera con un cerebro colmado de recuerdos.

Aceptaba su condición sin hacer drama. Era amable. Se prestaba a las pruebas y a las entrevistas sin problemas, con algo así como una conciencia altruista, asociada a su condición de caso de estudio científico. Confiaba en que los aprendizajes obtenidos a partir de sus peculiaridades aportaran al bienestar de otras personas. Poseía un buen vocabulario. Tenía una inteligencia superior al promedio y capacidad de razonamiento abstracto. Quizá lo más curioso de todo es que luego de haber sufrido una lobotomía de consecuencias trágicas, repetía que su sueño era haber sido neurocirujano.

Se dice que sin memoria no hay identidad, que sin ella somos solo carne a la deriva en un presente perpetuo. Somos contadores de historias, de las propias y de las ajenas, historias que varían cada vez que las relatamos, influidas por las experiencias nuevas que se les han adherido, retocadas por el contexto y los desplazamientos de los puntos de vista. La memoria es fiel e inventiva a la vez. Es tan caprichosa como prodigiosa. Está a nuestro servicio, y nosotros al suyo. Edita a su pinta, es la reina de las omisiones y también es trabajadora: se afana durante el día y la noche, alternando turnos de acuerdo a las funciones que cumple.

¿Qué queda del yo cuando perdemos la memoria?

Henry conservaba a lo menos una sombra de identidad. Manifestaba creencias, expresaba deseos. Les rendía cuentas a determinados valores y no le faltaba el sentido del humor. Podía sostener una conversación agradable, escribir y leer, aunque no retuviera nada en la cabeza. La comunidad científica lo valoró en vida, lo mismo que muerto. Cuando falleció, para preservar intacto el cerebro de Henry, cubrieron su cabeza con hielo. Trasladaron el cuerpo al lugar donde estaba previsto hacer el escáner cerebral. Luego llevaron el cadáver a la sala de autopsias —esto era en Boston— y procedieron a extraerlo con sumo cuidado, conteniendo la respiración para no arruinar sus tejidos adheridos al cráneo.

No había espacio para el error en una maniobra planificada segundo a segundo, durante siete años, por un equipo de neurólogos, neuropatólogos, radiólogos y neurocientíficos. Los investigadores, arrebatados por una experiencia que calificaron de sublime, por fin contemplaron, depositado en un cuenco metálico, el cerebro más codiciado por la comunidad científica ocupada en descifrar los secretos de la amnesia. Más tarde, lo rebanaron por completo, verticalmente, en cortes finísimos, del grosor de un pelo. A continuación digitalizaron cada lonja, 2.401 en total, y después recompusieron el cerebro respetando su arquitectura original.

Las lobotomías, que hoy nos resultan aberrantes, alguna vez causaron sensación.

¿Dónde leí que la técnica de la trepanación se remonta al Antiguo Egipto?

Por ahora sé, sin asomo de duda, de la existencia del neurocirujano Walter Freeman, el número uno de la lobotomía a mediados del siglo XX. Durante su carrera realizó más de tres mil, a lo largo y ancho de Estados Unidos. Operó a pacientes psiquiátricos adultos, criminales, niños esquizofrénicos. Le interesaba mantenerse en contacto con ellos después de su paso por el quirófano. En los años 60, Freeman recorrió el país para visitarlos y promover su método, en una casa rodante que bautizó como el “Lobotomobile”.

A Primo Levi, en el infierno de Auschwitz, la memoria le salvó la vida, le aseguró una llamarada de humanidad en medio de la noche más oscura. Los nazis le robaron todo, salvo lo que retenía en la cabeza. Por las noches, a sus compañeros de desgracia les recitaba la Divina comedia de Dante. La monotonía de cualquier confinamiento solitario debe hacerse más llevadera con un cerebro colmado de recuerdos. Todo el tema de la precarización de la memoria me lleva a pensar en la posibilidad de esta distopía. De repente, sin previo aviso, colapsa toda la infraestructura de nuestra memoria externa: los libros arden, las bibliotecas quedan reducidas a cenizas, la información digital desaparece, las imágenes de las fotografías se desvanecen… y entonces subsistimos a la intemperie, apenas cubiertos con unos recuerdos raídos, sin literatura, sin tantas otras cosas.

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