Trabajo de archivo: inhalando el polvo de los muertos

“El historiador erudito, como un médium, convoca a los muertos. Primero a los muertos ilustres, hablando en términos generales, y después, también, a los relegados al olvido. Porque poco a poco el archivo va democratizando su fisonomía y ya nadie puede afirmar sin encontrar huestes de detractores que la historia de un país solo se condensa en la figura de sus ‘grandes hombres’, creencia a la cual Vicuña Mackenna adhería sin reservas”.

por Manuel Vicuña I 16 Agosto 2022

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Se afirma, ahora no podría calibrar con cuánta exactitud, que la institución física del archivo nace con los Estados modernos. Depósito de documentos, durante siglos, el archivo solo custodia las palabras del poder y sirve a los intereses de los soberanos. Nadie puede acceder a esas reservas, salvo los funcionarios de confianza. Hay mucho en juego en esos documentos viejos y no tan viejos, que pueden contribuir a dirimir o animar litigios fronterizos o cuestiones de sucesión dinástica. El tema es que lentamente esos cotos vedados empiezan a abrirse al escrutinio público. Es más fácil franquear su acceso. La investigación histórica se precipita en nuevos territorios. La curiosidad se abre paso con menos forcejeos.

Entonces los historiadores ingresan a sus edificios para explorar sus reservas documentales con la misma exaltación de los descubridores de tierras ignotas en tiempos del Renacimiento. Durante el siglo XIX, el archivo se transforma en el gran santuario del conocimiento histórico, sobre todo en los lugares donde la historia se establece como una disciplina académica. Desde entonces, para el historiador, el archivo como custodio de la verdad desempeñará una función de investidura autoral equivalente al estudio de campo en el caso del etnógrafo o al trabajo de laboratorio en la carrera del científico.

Aunque el hilo del asunto no siempre se desenvuelve con esa linealidad. Ocurre que muchas veces no hay archivos institucionales, o nada digno de ese nombre, porque los Estados aún son demasiado precarios, la sombra de lo público es estrecha y las historias patrias todavía están por escribirse. Es, en cierta forma, el caso chileno durante el siglo XIX. Los archivos estatales dejan bastante que desear, y la historia como disciplina de formación universitaria es, en rigor, cosa del futuro.

Cuando historiadores como Benjamín Vicuña Mackenna se ponen manos a la obra, hay pocos papeles a la redonda de donde agarrarse para desarrollar relatos circunstanciados o bien documentados, incluso del pasado reciente. Vicuña Mackenna era un apasionado de los cementerios y de todos los lugares donde se deposita el aura de los muertos. Esa pasión se hizo extensiva o tal vez residió, primero que nada, en los documentos que fue recopilando a lo largo de su vida. Para escribir sus libros, cuyos lectores se extendían desde los círculos de élite hasta los sectores populares, fue armando afanosamente sus propios archivos, a veces rescatando papeles al borde de la extinción. Es sabido que su biografía de Diego Portales se basa, en parte, en cientos de papeles arrumbados en una “bodega de trastos viejos”.

De niño, por la situación privilegiada de su familia, a Vicuña Mackenna le toca escuchar de primera fuente relatos sobre el periodo de la Independencia y los accidentados primeros años de la República. Escucha con avidez y, apenas puede, también registra. “Nacido cuando comenzaban a morir unos en pos de otros los grandes soldados y los más ilustres pensadores de la revolución, fue el culto de mi niñez”, aseguró en 1866, “acercarme a esos seres venerables e interrogar su memoria sobre los acontecimientos de que fueron testigos y actores; y como tuviera la advertencia de poner por escrito sus relatos a medida que los escuchaba he encontrado que en el curso de cerca de 20 años he hecho un abundante acopio de esta prueba oral pero respetabilísima de nuestro pasado”.

Cuando historiadores como Benjamín Vicuña Mackenna se ponen manos a la obra, hay pocos papeles a la redonda de donde agarrarse para desarrollar relatos circunstanciados o bien documentados, incluso del pasado reciente. Vicuña Mackenna era un apasionado de los cementerios y de todos los lugares donde se deposita el aura de los muertos.

Vicuña Mackenna extracta pasajes de los papeles que lee, registra los testimonios que escucha, compra e incluso podría decirse que pecha manuscritos y, además, solicita documentos a los testigos o protagonistas de los episodios que atraen su atención. El patrimonio archivístico de Vicuña Mackenna tiene los contornos de sus obsesiones y la persistencia en el tiempo de su voluntad, que no afloja. Cuando viaja o vive en el extranjero (por ejemplo, con motivo de sus destierros políticos), interroga a los sobrevivientes del periodo fundacional de las nuevas repúblicas y pesquisa los archivos, las bibliotecas y las librerías de viejo. Destina largas jornadas a ese trabajo en América y en Europa, y le rinde frutos.

En Sevilla, en el Archivo de Indias, centro neurálgico de la escritura histórica del periodo de la Colonia, donde se guardan decenas de miles de legajos debidamente clasificados y conservados, Vicuña Mackenna relata haber encontrado “sepultado vivo, en cuerpo y alma (…) como un cadáver perfectamente embalsamado, nuestro Chile colonial”. Para los historiadores de esa época, ese tipo de archivos son una catacumba, una necrópolis documental. Jules Michelet decía haber inhalado el “polvo de los muertos” en el archivo.

El historiador erudito, como un médium, convoca a los muertos. Primero a los muertos ilustres, hablando en términos generales, y después, también, a los relegados al olvido. Porque poco a poco el archivo va democratizando su fisonomía y ya nadie puede afirmar sin encontrar huestes de detractores que la historia de un país solo se condensa en la figura de sus “grandes hombres”, creencia a la cual Vicuña Mackenna adhería sin reservas. El archivo más contemporáneo, ya no solo exhibe los documentos y los testimonios que remiten a los poderosos y a la magnificencia de los grandes acontecimientos; además almacena, preserva y clasifica las huellas de la gente común, las minucias de la vida cotidiana, los registros de lo ordinario. En adelante, todo puede adquirir la dignidad de un vestigio, incluso los detritus de la cultura material, y el ojo del investigador aprende a captar las historias anónimas que se depositan en lugares insospechados. Y lo que antes guardaba silencio, ahora habla.

Esa amplitud desdibuja los contornos del archivo como institución pública; potencia asimismo su función como instrumento del conocimiento y como espacio de ensoñación que invita a abandonarse a la deriva de las asociaciones. Metáfora del inconsciente de la sociedad, zona de frontera con el pasado y matriz de producción de sentidos, en el imaginario contemporáneo el archivo se ha vuelto coextensivo con el mundo, algo así como una condensación del universo a la manera del aleph imaginado por Borges. Manuscritos, textos impresos, fotos, grabaciones de audio, películas, videos, desechos, rastros de lo efímero: ahora todo alimenta ese archivo omnívoro y voraz, cuya jurisdicción se expande en la misma medida en que el horizonte del presente se contrae a causa de la aceleración del tiempo.

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