por Alberto Fuguet
por Alberto Fuguet I 8 Agosto 2016
¿Por qué nos atrae e intriga tanto el fracaso? ¿Aquello que se perdió, lo que nunca alcanzó la luz? ¿Por qué fascina tanto lo que reaparece entre las bodegas de la muerte y tiene una impensada segunda oportunidad? Hace rato que le damos valor a todo lo que sea B, de culto, lo que se nos escapó (esos artefactos que la maquinaria cultural no pudo ver o cooptar o potenciar). Nos seduce aquello que no fue tomado en serio por aquellos que manejaban el canon en el momento que determinada obra (probablemente de género) debutó por primera vez, entre otras razones porque nos atosiga aquello que hay que ver/leer/asistir, por la horda de cintas nominadas al Oscar, por los premios literarios de los que uno duda, por aquellos que todos los que pertenecen-a-la-élite están leyendo al mismo tiempo que el resto.
No queremos celebrar el arte que les fascina a aquellos que no desean ser confrontados.
Yo, como tantos, aprecio a veces la basura o lo que roza la basura o lo pulp o los géneros menores.
Quizás para eso nació lo B. Lo raro, lo alternativo.
Para zafar.
No hay que tenerle tanto miedo a la basura.
A veces la supuesta basura (lo mirado en menos, lo que no es tan aceptado, lo que provoca sospecha) llega más lejos que cientos de obras que parecen hechas para encarnar el gusto de su época.
Esto es acerca de Pánico al amanecer o Wake in Fright, una novelita pulp escrita por un reportero sin ínfulas literarias que vuela y se alza y que –seguro– nunca pensó en ser traducida o premiada o incluso leerse fuera de su Australia natal, y cuyo target eran aquellos australianos que vivían en el Outback (el interior del interior, digamos) y, con suerte, algunos curiosos que habitan las ciudades civilizadas que están en la costa.
Esto también será sobre una cinta de acción masculina, con cerveza y sexo y matanza explícita de animales, que fue parte de la primera ola de cine australiano (1967-1977, el llamado Ozploitation), cuando la incipiente cinematografía de ese país-continente no estaba interesada o no era capaz de conquistar los festivales de cine o las pantallas más sofisticadas del mundo (el cine de Peter Weir, de Bruce Beresford, de Gillian Armstrong) y estaba hecho para el consumo local y popular y casi analfabeto: un cine vulgar, sexual, violento, cómico, básico, comercial. Esta cinta fue la excepción a la regla: era artísticamente superior a sus hermanas, pero no fue capaz de generar aceptación cinéfila.
Tal como la novela, se hizo con escombros, aunque trascendió lo bastardo de sus materiales.
Es probable que ambas, al ser supuestamente populares, les mostraron a los australianos una Australia que no querían ver o reconocer. Por mucho que estuviera en su patio trasero.
Ninguna de las dos logró, eso sí, ganar.
Hay algo liberador y probablemente posero y acaso hipster en darle la espalda a lo que está siendo consagrado/consumido, y que es parte del debate cultural o al menos mediático, y apoyar a los que les fue mal la primera vez que salieron al ruedo (¿nunca has leído a Gustavo Escanlar?, ¿no sabías de Lucia Berlin?). El romanticismo del fracaso seduce más que la pornografía del éxito (¿de verdad uno quiere leer un Premio Alfaguara?). Agotar ediciones o quedarse colgado en la lista de los más vendidos o ser el blockbuster del verano ya no despierta el deseo. A lo más, indica las pulsaciones de la masa. Puede haber algo esnob en esto, por cierto, pero también implica un gesto de libertad. Como dice un amigo crítico: liberarse del yugo de la cartelera, huir de las malezas de la contingencia. Cintas de culto, novelas perdidas en librerías de segunda mano, obras ninguneadas que son reeditadas y descubiertas, artistas suicidas o malditos que logran póstumamente lo que no alcanzaron en vida.
El otro día, ordenando mis repisas, me topé con Pánico al amanecer, la delgada novela que gatilla esta meditación. La compré en una librería de Gijón, durante un festival de cine donde me tocó ser jurado. Se trata de una novelilla australiana (sí, novelilla o thriller trash o novela pulp, como quieran) publicada en 1961 por un autor prácticamente desconocido fuera de su Australia natal: un tal Kenneth Cook, reportero y guionista ocasional. Publicada elegantemente por Seix Barral (con una portada demasiado blanca, que remite al afiche de la cinta homónima que le dio nueva vida), el libro estaba en La Casa del Libro de Gijón gracias a esas “operaciones rescate” que, seguro, se fraguó en una Feria de Frankfurt para aprovechar la reaparición (sin demasiado éxito, finalmente) de la cinta de culto.
A veces uno tiene tantos objetos de culto que se deja seducir por la novedad y la erótica de lo nuevo.
El otro día leí la novela.
Pánico al amanecer me la recomendó, recuerdo, un cinéfilo español con cejas espesas.
–Tienes que ver la película, tío. La exhibieron el año pasado. ¿La conoces?
–No.
–Wake in Fright, aunque la estrenaron mundialmente sin éxito y mutilada con el mal título de Outback. Debes ver la cinta: es un western moderno maldito, un descenso al infierno, la mejor y peor cinta australiana de la historia. Mejor que Mad Max.
–¿Y para qué leer el libro? ¿Quién es Kenneth Cook?
–Es mejor leerlo después de verla. Pero si no puedes verla, léelo. ¿Acaso no te gusta hacer eso?
–¿Hacer qué?
–Leer el libro primero. O leerlo después. Amo leer los libros trash en que se basaron películas geniales. Por eso amo a Stephen King. ¿Has leído De entre los muertos? Tiene y no tiene nada que ver con Vértigo. Perro blanco de Romain Gary es muy inferior a White Dog de Samuel Fuller, y eso que White Dog fue un fracaso, aunque al final es una obra maestra. ¿Qué crees?
–Me encanta White Dog, pero su principal gracia es que fue un fracaso y que los productores se asustaron por el tema racial y no quisieron estrenarla.
–Puede ser. Wake in Fright fracasó porque no la dejaron volar. En Cannes fue aplaudida de pie. Yo no podía creerlo. El libro está bien, pero la cinta es una obra maestra de la explotación, una cinta B clase A; joder, es una puta maravilla cutre que exalta los bajos instintos. Vela y lee la novela después: es como acceder al guión. Te va a molar. Cook narraba con imágenes. La adaptación es casi perfecta, pero en la cinta es más audaz y al tipo al final se lo violan; a mí me pareció mucho más gay la película que se hace realmente cargo del homoerotismo y el pánico de una polla al amanecer. ¿De verdad no la has visto? Scorsese casi eyacula cuando la vio en Cannes en 1971. La película fue tan celebrada afuera, que en Australia obviamente la odiaron y fracasó en la taquilla y luego la sabotearon y se perdió y…
“La basura nos ha abierto el apetito por el arte”, escribió alguna vez la crítica de cine Pauline Kael y tiene algo de razón. Decidí comprar el libro (traducido, claro; espero acceder algún día a una edición de bolsillo en inglés para leer frases como esta: “estaba tumbado en una camilla, su ropa empapada en sudor y la sed raspando hasta dejarle surcos en la garganta”), pero antes descargué la adaptación cinematográfica que le dio fama al libro.
Sí, sucede así. Muchas veces así son las cosas.
Personalmente no me parece mal.
A veces leo la novela después que la película.
Soy un lector de fines del siglo pasado y ahora estoy en el XXI.
Muchas cintas insulsas se inspiran en novelas cumbres o populares o muy vendidas. Una película, por mala que resulte, de alguna manera es una validación del libro: implica que puede saltar de su gueto intelectual y llegar a más personas. A veces no sucede nada y el libro sobrevive al bochorno o se deshace con el filme, pero la mayor parte de las veces la novela adaptada gana. Sobre todo si la cinta se vuelve clásica o de culto o popular. Todas las novelas adaptadas por Kubrick y Hitchcock terminaron ganando espesor, incluso aquellas de autores de primera, como Patricia Highsmith. Tiburón de Spielberg es lo que permite que Tiburón de Peter Benchley (basura pura, un divertimento literario) se reedite cada tanto; Richard Yates terminó por resucitar con la adaptación de Vía Revolucionaria. Toda la novela negra pasó a ser literatura respetada luego de convertirse en filme noir. Antes de tener prestigio, simplemente vendían.
Fueron sus inspiradas y semejantes adaptaciones al cine las que le dieron una poética. El cine, directores creativos con bajo presupuesto y el apoyo de Cahiers du Cinema convirtió a muchos escritores de segunda –escribidores– en consagrados. Hammett y Chandler y Thompson, por ejemplo. Tarantino mitificó toda esa literatura de segunda, escandalosa y exagerada, con Pulp Fiction, su homenaje a los libros de bolsillo que se vendían en las fuentes de soda y tiendas de cómics; con Jackie Brown adaptó y legitimó a Elmore Leonard.
También está, por cierto y para qué negarlo, el factor basura (al parecer el concepto placer culpable, que por años usé de manera majadera, ya no existe: hoy a pocos les da culpa el placer y menos aún el que está ligado al consumo de obras creativas). Una película y un libro no se juzgan por su tema o sus intenciones, sino por su resultado y por su capacidad de producir placer y transportarte. Pánico al amanecer, de Kenneth Cook, en su traducción al español, intenta blanquear una novela que debería tener una presentación más básica. Aun así funciona. La leí después de ver la versión cinematográfica (restaurada y reestrenada en circuitos festivaleros el 2011) y lo cierto es que es una cinta impactante, insólita, sudada, ardiente, asquerosa, violenta e inolvidable. Dirigida con inspiración por el canadiense Ted Kotcheff (que luego hizo Rambo y se extravió) y con actores ingleses y americanos (Donald Pleasence, de tantas cintas de terror), esta cinta australiana contó con recursos para, básicamente, poner en escena lo peor y lo más oscuro de la identidad australiana: los hombres que viven en el desierto, los pueblos mineros, la adicción a la cerveza, la exaltación de la camaradería. Filmada en un territorio y una ciudad desérticos que deja a Calama como Florencia, tanto la cinta como el libro poco tienen que ver con el romanticismo nostálgico de Hernán Rivera Letelier y su mundo salitrero, y sí con el planeta que habitó Sam Peckinpah. Wake in Fright es cine crudo, polvoroso, casi porno, violento, que no pestañea y no teme asustar y hasta asquear a su público.
La magra pero tensa novela es inferior a la película, donde todo es una orgía entre hombres sudados apostando al cara-y-sello o degollando canguros o tomando bajo el sol hasta caer. La cinta es basura de primera y te lleva a un viaje que no deseas emprender. La novela hace algo parecido y nunca intenta ser más de lo que es. Si una novela no es su tema ni su trama, sino el mundo que muestra y el lenguaje con que lo logra, entonces Pánico al amanecer es una pequeña gran obra acerca de Grant, un joven profesor idealista y pedante y acaso arribista y reprimido sexualmente, que se encuentra con todo lo que temía y deseaba.
“Aún desnudo se acercó a la ventana y, sin prestar atención, recorrió con la vista el feo patio trasero del hotel y las vallas de la parte posterior de los comercios vecinos. No hacía mucho que había amanecido y el calor asfixiante de la noche ya había dado paso al resplandor del sol, más severo y abrasador. Grant se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la pared de madera empapelada, intentando extraer algún resto de frescor. Cogió el jarro de la mesa, se echó un poco de agua por la cabeza y dejó que chorrease tibia por su cuerpo”.
No es la historia de un tropiezo; es la saga de un débil. La sangre tibia, los fluidos, la cerveza, la sangre pegajosa de los animales… todo es parte de la imaginería líquida en medio de este desierto seco y traidor. La película tiene algo de Cruising y El club de la pelea (ambas muy posteriores), más un poco de Tráiganme la cabeza de Alfredo García (estrenada tres años después), y aprovecha la belleza rubia y civilizada del británico Gary Bond al rodearlo de decenas y decenas de tipos rudos, sucios y sudados bajo un sol implacable.
“No había iluminación alguna en la callejuela y los edificios a los lados proyectaban toda una zona de sombras que se elevaban un palmo por encima de la cabeza, de modo que todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Grant notó, sin embargo, la presencia de varias figuras en la penumbra. Una veintena de hombres repartidos a lo largo del callejón hablaban en voz baja. La luz anaranjada de los cigarrillos se encendía y poco después se desvanecía cuando alguien fumaba. Cada cierto rato relampagueaba el resplandor amarillo de una cerilla”, describe Cook el exterior de los bares colmados de mineros dispuestos a cualquier cosa con tal de olvidar que están ahí.
El libro (¿algo de El extranjero?) enfrenta la civilización con el mundo bestial; lo que parte como un desliz (un profesor que enseña en una escuelita perdida desea volver lo antes posible a Sydney) y un mal cálculo (tomar demasiado, apostar, aceptar la gentileza de los extraños) se torna no tanto un descenso al infierno como un viaje al verdadero interior oscuro del guapo profesor que anda siempre de blanco. ¿Quién humilla a quién? ¿De quién es la culpa cuando alguien cae tan bajo?
La novela parte como la película: “Tiboonda posee una estación de tren (una plataforma de madera, en rigor) y estatus de pueblo, pero no es ni eso. Posee dos construcciones escuálidas: un hotel/taberna y una escuela que es solo una aula donde los alumnos van desde los ocho hasta los diecisiete años. La época es fines de los 60, pero esto es el Far West. “En los pueblos del Oeste no abundan las comodidades de la civilización… pero hay un sólido principio del progreso que mantiene a la gente a salvo de la locura y que se encuentra arraigado a miles de kilómetros al Este y al Norte, al Sur y al Oeste del Dead Heart: dondequiera que vayas, la cerveza siempre está fría”, escribe Cook sin buscar metáforas o adornar su prosa. Pánico al amanecer sería entonces una novela del oeste profundo pero no del imaginario americano al que estamos acostumbrados sino al temido oeste de Australia y de una época que hoy parece tan lejana como el siglo XIX: los años 60.
El título es pulp y sale de una antigua maldición: Que sueñes con el diablo y sientas pánico al amanecer y anuncia todo lo que se leerá después. Aunque más que un sueño lo que Cook propone es que bailes con el diablo y hasta ingreses un rato a tu propio infierno. “Por alguna razón la tristeza de la llanura en medio de la noche era mucho más perceptible desde el interior de un tren en movimiento”. Cook mezcla el cine negro con la novela negra y le agrega un ingrediente nuevo que ahora es tildado como rural noir (el campo o el desierto o el pantano como un sitio más peligroso que el barrio malo de una ciudad grande; ver primera temporada de True Detective de HBO). Que afuera haga calor, entonces, no es casualidad; es un anuncio (“en invierno añorabas el verano y en verano añorabas el invierno; aunque en realidad, lo que más añorabas era estar a miles de kilómetros de allí”). La ciudad minera de Yabba es una suerte de Las Vegas sin las coristas ni los neones: “Grant intentó recordar el número de cervezas que acababa de beberse, pero no le quedó claro. Hablar de ‘fresco’ para referirse al aire de la calle era cuando menos una inexactitud, aunque se podía notar cierta diferencia con el aire que había en el bar y Grant acusó recibo”.
Una manera de leer la dupla novela/película (¿se pueden separar si el libro ahora tiene vida gracias a la película?) es sentenciarla como un filme machista desde su principio hasta su fin. Es, creo, la historia de la búsqueda y control de la masculinidad como forma de identidad. ¿Un hombre que la pierde sigue siendo macho? ¿Hay otra forma de entablar lazos con tipos no educados sino recurriendo a los ritos del macho? Todos los actos que se llevan a cabo parecen regidos por la premisa “¿eres o no eres lo suficientemente hombre como para hacerlo?”. ¿Pero qué sucede si te violan aquellos que te invitan a sus casas y a beber y a cazar canguros por deporte?
El fin de semana perdido en Yabba, la única ciudad pequeña del desierto, a donde llega Grant con la idea de tomar un avión al día siguiente y del cual no puede salir sino quizás en un ataúd, ¿fue mala suerte o es el tipo de sitios oscuros a donde acuden aquellos que se jactan de estar iluminados?
Pánico al amanecer no es alta literatura ni es gran basura; es algo más: es de esas obras menores que provocan lo que pocas obras mayores logran: desgarra, aterra, cautiva, asquea y fascina. Y sigue pareciendo urgente, viril y palpitante, y eso que fue escrita hace un rato y directamente en ese desierto maldito.