Contar otros cantos: cantar el mismo cuento

por Juan Manuel Silva

por Juan Manuel Silva I 30 Enero 2018

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Así como Píndaro cantó el triunfo en el deporte y Virgilio trazó el viaje de los derrotados desde Grecia a Roma, hay poetas que se adelantan (en el decir de Rilke en Los sonetos a Orfeo) a toda despedida. Que pareciesen reconstruir la historia y desplegarla, dando luces de cómo puede ser el tiempo por venir. Un vistazo a la poesía de Allen Ginsberg, Carl Sandburg, la música de Godspeed You! Black Emperor o el cine de Michael Moore lo corroboran.

por juan manuel silva

El 1 de mayo de 1886 en la ciudad de Chicago, estado de Illinois, comenzaba la huelga general que los trabajadores plantearon para reglamentar el horario de la jornada laboral, la que a veces llegaba a dieciocho horas. Esta protesta, de origen anarquista, desembocó en la revuelta de Haymarket, donde la policía reprimió a los manifestantes alcanzando un número desconocido de heridos y muertos. Luego vendría el juicio a 31 “responsables”, que llevaría a la ejecución pública de cinco trabajadores, cuatro alemanes y un estadounidense (finalmente serían cuatro, ya que Louis Lingg se suicidaría en su celda). José Martí, que presenció la ejecución, relata: “Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros (…) Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo (…) Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa (…) les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas (…) Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; ‘La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’”.  Esa era la ciudad de Chicago a fines del siglo XIX, un crisol de lenguas, etnias y costumbres, nacionales e internacionales, marcando la violenta entrada a la modernidad, a la promesa del progreso.

Si ya es, por decir lo menos, curiosa, la ética del trabajo fundada en la explotación divina, lo fue aun más aquella que instaló al capitalista como el nuevo Moloch, aquel que fagocitaría todas las esperanzas de la mayoría. Así lo plantea, casi un siglo después Allen Ginsberg en su poema “Howl”. Y es que este “aullido” que comparten los trabajadores con las máquinas solo cambia la entonación dependiendo del espacio y el tiempo. Chicago era la segunda ciudad más poblada de Estados Unidos a fines del siglo XIX, cuna de anarquistas y sindicatos, y el lugar donde se enfrentó la extensa pradera con la maquinaria y el acero que transformarían la vida en el sueño que tuvieron tanto inmigrantes de todo el mundo como los habitantes de otros estados, quienes luego de la guerra civil buscaban un hogar. Esa “voz” de la que habla Spies, sería la que décadas más tarde Carl Sandburg ―poeta central del “Renacimiento de Chicago”, junto a Vachey Lindsay y Edgar Lee Masters― escuchara de la misma ciudad en el poema “Chicago”: “Carnicera de cerdos para el mundo,/ constructora de herramientas, apiladora de trigo,/ la que juega con trenes y surte a la nación;/ tormentosa, ronca, peleadora,/ ciudad de las grandes espaldas:/ me dicen que eres retorcida y les creo, pues he visto/ a tus mujeres pintarrajeadas bajo las luminarias de gas/ engatusar a los jóvenes granjeros./ Y me dicen que estás dañada y respondo: sí es cierto/ he visto al pistolero matar y salir libre a matar de nuevo”.

Y es que más allá de las querellas que puedan propiciar Donald Trump y el imperio de la posverdad, la “voz” que mencionaba August Spies antes de ser ejecutado, prontamente se transformó en poesía, para luego retornar al canto. Aunque antigua, esta relación ―la que vincula poesía y canto― se intensifica en momentos críticos, ya sea por la ausencia de la misma o porque esto es signo del advenimiento de un punto de inflexión. Es en este péndulo histórico donde podemos apreciar la emergencia del canto como una alarma social. Ya Sandburg lo hacía en 1918, hablando de la masa: “millones de pobres, pacientes y de trabajo duro; más pacientes que los peñascos, las mareas, y las estrellas; innumerables, pacientes como la oscuridad de la noche y todos quebrados, humildes ruinas de naciones”. Para Sandburg, quien tenía, de seguro, un optimismo revolucionario, el futuro del hombre estaba en sus manos y sería el mismo trabajo el que lograría darle un lugar en el mundo. Él mismo, venido de una familia sueca y siendo un inmigrante, cantaba la posibilidad de la unidad en un país que había sido construido desde el prejuicio puritano y la ética protestante. Sentía que era posible que las diferencias étnicas y culturales produjeran un contraste tan rico que pudiese ser el combustible para que la máquina norteamericana fabricase puentes, una real comunicación y sociabilidad. Algo así expone en su poema “Felicidad”: “Pregunté a los profesores que enseñan el sentido de la vida que me dijeran qué es la felicidad./ Y fui a ver a los famosos ejecutivos que rigen el trabajo de miles de hombres./ Ellos movieron la cabeza y me dieron una sonrisa como si yo tratara de tomarles el pelo./ Y luego, una tarde de domingo andaba vagando a lo largo del río Desplaines/ Y vi una multitud de húngaros bajo los árboles con sus mujeres y niños y un barril de cerveza y un acordeón”.

Esa Babel capitalista, que fue Chicago, si bien bullía y seguiría estallando en manifestaciones similares (como las mitologías del blues y el jazz), encontraba en una poesía casi narrativa el tono de su representación. Toscos y literales, mas no exentos de heroísmo y emotividad, los poemas de Sandburg iluminaron a varias generaciones hasta perderse bajo otras formas de representación, probablemente más maduras y pretenciosas.

Sandburg entiende que el inmigrante, ese “otro”, es una fuerza fundamental, una energía inadvertida que sostiene las riquezas y el goce de una minoría: “El palero bachicha termina el pan seco y la mortadela,/ y lo humecta con un sorbo que le da el aguador/ y vuelve a la segunda mitad de su trabajo de diez horas/ cuidando de las vías así las rosas y junquillos/ no se agitan mucho en los floreros de vidrio cortado/ que se alzan en su delgadez sobre las mesas de los carros comedores”. Es tan intensa la explotación, que a esta gran masa de trabajadores no le son dadas ni la libertad ni el amor, como expresa en su poema “Amor de albañil”: “Pensé en matarme porque soy solo un albañil y tú, una mujer que ama a un hombre que dirige una tienda./ No me importa cómo solía hacerlo, deposito ladrillos más rectos que antes y canto más despacio al manejar la paleta por las tardes./ Cuando el sol está sobre mis ojos y las escaleras tiemblan y los tableros de argamasa van mal, pienso en ti”.

Su poesía, como otras escrituras del momento, parecieran anticipar el colapso de la gran depresión y las decisiones que, mucho después, se llevarían el trabajo industrial de Estados Unidos. Ese trabajador precarizado, casi nulo en su humanidad, es la matriz de su lenguaje llano y conversacional. La lírica está ausente en su poesía, pues lo está en las vidas de la gente común de su tiempo. Esa Babel capitalista, que fue Chicago, si bien bullía y seguiría estallando en manifestaciones similares (como las mitologías del blues y el jazz), encontraba en una poesía casi narrativa el tono de su representación. Toscos y literales, mas no exentos de heroísmo y emotividad, los poemas de Sandburg iluminaron a varias generaciones hasta perderse bajo otras formas de representación, probablemente más maduras y pretenciosas. En esta senda continuaron varios autores, colaboradores todos, digamos, del disco Come on feel the Illinoise, en el que se escucha en la canción número tres: “Anoche lloré hasta quedarme dormido/ Y el fantasma de Carl, se aproximó a mi ventana/ Yo estaba hipnotizado, me pidió/ Que improvisara/ En la actitud, el remordimiento/ De mil siglos de muerte/ Incluso con el corazón del terror y el que lleva puesta la superstición/ Voy cabalgando solo/ Estoy escribiendo solo (…) Y anoche lloré hasta quedarme dormido/ Por la Tierra, y los materiales, puede que suene justamente apropiado para mí/ Hasta con el resto atrasado, todo es anticuado/ ¿Estás escribiendo desde el corazón?/ ¿Estás escribiendo desde el corazón?”. Sufjan Stevens recibe, casi cien años después, al fantasma del poeta de Chicago para cantar sobre Illinois, su injusticia y cómo el trabajo ha destruido a generaciones y generaciones de hombres y mujeres jóvenes, del mismo modo que en el pasado. En ese sentido, solo es posible preguntarse por la emoción, por el pathos, y la única respuesta para la pregunta por la razón de “mil siglos de muerte” es otra pregunta “¿Estás escribiendo desde el corazón?”. Esa simple pregunta parece darle sentido a todo el sufrimiento, a la extraña cadena que ha llevado a Estados Unidos a elegir a un más terrible explotador: Donald Trump.

Flint, Michigan

El año 1989 Michael Moore ­­―documentalista autor de Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11― dirige una película en la que va a visitar al presidente de General Motors, Roger Smith, para pedir explicaciones por el cierre de la planta en Flint (Michigan) y el despido de 30 mil trabajadores. El documental se llama Roger & Me y es su primer trabajo. Moore, quien nació en esa ciudad y vio el esplendor del gran sueño colectivo americano ―tomar a través de la fuerza del trabajo y la unidad de la familia lo que la naturaleza escondía bajo su superficie, domar sus animales, organizar el caos de su abrupta geografía―, busca exponer el oscuro revés de esa promesa de progreso y grandeza que empezó a decaer a fines del siglo pasado. Ese gran impulso de los peregrinos y los colonos, al que Carl Sandburg sumó la tecnología, poco a poco muere junto a los trabajadores derrotados, quienes luego de una extenuante y larga vida a duras penas pueden pagar sus viandas y las cuotas de sus hogares. Sin educación ni esperanza, ellos, que alguna vez fueron jóvenes y creyeron aportar a la “grandeza” de los Estados Unidos, están cansados y solo pueden mirar cómo sus hijos se pierden en el alcohol y las drogas, cómo su ciudad se desvanece como una ensoñación o la fiebre.

Sandburg ya veía esta contradicción, el año 1916, en su poema “Masas”, en el que dice: “Y luego un día le di una verdadera mirada al pobre, millones de pobres, pacientes y de trabajo duro; más pacientes que los peñascos, las mareas, y las estrellas; innumerables, pacientes como la oscuridad de la noche y todos quebrados, humildes ruinas de naciones”. Porque la gran ingeniería económica se alimenta de la calma y resignación de los trabajadores, de los empobrecidos operarios de la gran máquina. Y si bien se repite la aguda constatación de las contradicciones en Estados Unidos a través de su historia, el caso de Flint es llamativo. El año 2003 Sufjan Stevens ―intentando componer un gran relato musical que describiera las pequeñas historias de cada estado― publica Michigan, el primero de los dos discos que ―hasta ahora― ha dedicado a la representación de las particularidades de este gran grupo de naciones. Es un disco que, en palabras de Brandon Stosuy de Pitchfork, “avanza con una anhelante melancolía, con letras que hablan de las maquinarias muertas y los depósitos vacíos de las ciudades”. Un álbum que se abre con el desolador piano de “Flint (For the Unemployed and Underpaid)”, una canción que muestra el horror del desempleo y de la pérdida de la función en el mundo: “Es lo mismo afuera/ manejando por el río/ finjo el llanto/ incluso si llorara solo/ olvidé la partida/ uso mis manos para usar mi corazón/ incluso si muriera solo/ incluso si muriera solo/ desde el primero de junio/ perdí mi trabajo/ y perdí mi pieza/ fijo intentar/ incluso si intentara solo/ olvidé la parte/ uso mis manos para usar mi corazón/ incluso si muriera solo”.

Si el siglo XX se trató de la colonización cultural estadounidense, el XXI parece ser el momento en que se dan los resultados: tanto la acumulación de capital por parte de la mayoría como la basura, el desperdicio y el padecimiento que le resta a los trabajadores, quienes levantaron al país y hoy se cuentan entre sus escombros.

Y es la muerte que intuye el ficticio ―pero popular― hablante de “Flint” la que, de alguna manera, se estaba preludiando tanto con los poemas de Sandburg como con el disco de Stevens. Luego de la catástrofe laboral de los 80 vino la destrucción de la sociedad, de la forma colectiva de habitar un espacio. Pero lo realmente estremecedor es que si estas ideas llevan un siglo siendo cantadas y contadas, solo puedan ser atendidas cuando no hay vuelta atrás. Todo lo que la poesía y la música advirtió sobre el progreso, la explotación y la tecnología, ese sueño de una nación entera, se han transformado en una pesadilla, la de Flint, la de Trump, la que hace del futuro un monstruo que se acerca con rapidez. De este monstruo habla la periodista Paula Lugones, en Los Estados Unidos de Trump, donde recaba el desolador testimonio de una habitante de Flint en la actualidad, una ciudad donde el agua es veneno, el trabajo se acabó y no hay esperanza, pues en su mayoría la población es pobre y perdió hasta las garantías ciudadanas: “Gina, la mujer que muestra las botellitas con partículas de plomo flotante, hoy está mejor porque con todos los filtros de su casa ya no está en contacto con el agua de la canilla. Pero los daños son irreversibles. ‘Sé que voy a morir de cáncer’, se quiebra. Sigue perdiendo el pelo, sus dientes se caen, las encías se infectan. Tuvo varias operaciones y le sacaron un ovario en el que había crecido un quiste inmenso. La hija sufre trastornos de aprendizaje y aún hay días que vuelve sangrando de la escuela de tanto rascarse los brazos. ‘Siento que nos abandonaron’, dice la mujer con los ojos llorosos. ‘Siento que somos los olvidados’”. Los trabajadores fueron despedidos, perdieron sus casas, su función y ahora son envenenados por la maquinaria que alimenta la riqueza del 1% del país más poderoso del mundo.

“The Dead Flag Blues”

Si el siglo XX se trató de la colonización cultural estadounidense, el XXI parece ser el momento en que se dan los resultados: tanto la acumulación de capital por parte de la mayoría como la basura, el desperdicio y el padecimiento que le resta a los trabajadores, quienes levantaron al país y hoy se cuentan entre sus escombros.

Como ha sido usual en otras catástrofes a través de la historia, quienes anticipan y reconstruyen la posibilidad de un mundo, mucho antes que los Estados o grupos humanos —digamos, quienes posibilitan la oportunidad de un futuro—, son los artistas. En este caso, la fascinación por el derrumbe de la civilización y las catástrofes naturales a escala planetaria, además de provenir de la industria de la ficción norteamericana, parece indicar con la misma intensidad de su insistencia, la posibilidad de que hay algo más allá.

Zombies, yonkis, enfermos: masas de gente que avanza por las carreteras vacías de Norteamérica, destruyendo todo a su paso y, a su vez, mostrando la fragilidad de las estructuras sociales humanas. La animalidad representada literalmente, pero también su revés: las grandes hordas avanzando como personajes de una mala novela para encontrar a su creador y destruirlo. Vivimos tiempos crepusculares en el arte, tiempos en que parece acabarse una forma de comprender el mundo y desde su putrefacción alcanzar otra vida. Algo así dice “The Dead Flag Blues”, una de las canciones del disco F♯ A♯ ∞, de Godspeed You! Black Emperor, banda canadiense que lanzó este álbum el año 1997: “El coche está en llamas y no hay conductor al volante/ Y las alcantarillas están embarradas con miles de solitarios suicidas/ y sopla un viento oscuro/ El gobierno es corrupto/ y estamos bajo los efectos de tantos narcóticos,/ con la radio encendida y la cortinas corridas./ Estamos atrapados en el vientre de esta horrible máquina/ y la máquina está sangrando hasta fallecer (…) dije: ‘Bésame, eres preciosa/ estos son realmente los últimos días’/ Me cogiste de la mano y caímos adentro/ como una ensoñación o una fiebre”.

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