Crítica mundial y bisturí ante la cancelación

Ateos, esnobs y otras ruinas, del crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, es un libro inmensamente detallado, al extremo de que leemos los detalles de los detalles, entre ellos, los del ateísmo o el arte conceptual lucrativo, y los de la construcción de novelas terapéuticas y su vaguedad, sin ubicar a sus lectores en el diván del terapeuta. Esa exhaustividad puede entumecer en un mundo que pretende o quiere ser minimalista, pero en la gran mayoría de los casos es refrescante enterarse de las filiaciones y la honestidad con que se construyen textos recuperados o subestimados. Como decía W. H. Auden acerca de Freud, Domínguez Michael es “todo un clima de opinión”.

por Wilfrido H. Corral I 5 Noviembre 2021

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En una entrevista de 1999, Bolaño afirmó que “El oficio de escribir es un oficio poblado de canallas —eso más o menos todo el mundo lo intuye—, pero también de tontos que no se dan cuenta de su fragilidad inmensa, de lo efímero que es”. Una situación análoga se comprueba en cierta crítica contemporánea, y contrario a esos practicantes, Christopher Domínguez Michael tal vez sea el único valiente (otra exigencia de Bolaño) que separa la paja del heno, en su oficio y en las obras que analiza. Esa ética es necesaria en un momento en que las voces realmente críticas pueden ser canceladas por apoyar inclusiones que se basan en más que la polarización en torno al lenguaje, no por alguna estulticia.

Es edificante ilustrar cómo un crítico canónico latinoamericano, leído preponderantemente en su propia lengua, descifra varios matices de las literaturas mundiales de Occidente, perspectiva que de ningún modo surge de la academia actual. Vale enfatizar ese aspecto de la edición chilena de Ateos, esnobs y otras ruinas, porque, como comprueban varios de sus libros anteriores, tampoco cabe duda de que su autor es el crítico más contundente, enterado y sensato de la literatura latinoamericana contemporánea, como también fija una entrevista con el poeta y ensayista Marcelo Rioseco, aparecida en mayo de este año en la revista Latin American Literature Today.

Las antiguas y “nuevas” literaturas mundiales nos llegan traducidas y domesticadas, y es revelador que las interpretaciones de ellas por críticos latinoamericanos no se han traducido a otras lenguas. Sí, hay selecciones de esas lecturas por escritores del boom, muy en particular de Vargas Llosa, pero no de críticos literarios que han adquirido algún reconocimiento solo por su crítica especializada. Ante ese mundo, Domínguez Michael, el crítico de lengua española más influyente, prolífico y respetado, es una voz a la vez fuerte e indispensable para la erudición equilibrada y libre de jerga. Su Ateos, esnobs y otras ruinas, publicado en el año de la pandemia, es un antídoto contra ciertas plagas interpretativas que han afectado mucho más el día a día de los que se dedican al campo que todavía se puede llamar literario.

Tan vertiginosamente ocupado como Los decimonónicos (2012) y La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX, este tomo se dedica a escudriñar obras publicadas durante los últimos 20 años, aunque inevitablemente tenga que ocuparse del cambio de siglo y los fracasos y reliquias que conducen a esta joven centuria. Los contextos y referencias desplegados son característicamente comprensivos y suyos, y las calibraciones multifacéticas de cada texto son resonantes y extraordinarias. Con autoridad, el crítico lee en varias lenguas (teniendo en cuenta que la traducción acoge significados que tienen que ver con significados extralingüísticos), está al día con los credos de diversas historias culturales y movimientos teóricos (señalando su fugacidad), y como resultado es el crítico como literatura mundial, sin nunca abandonar sus raíces o cómo el arte y la crítica se imaginan el mundo, especialmente cuando quieren impresionar (infructuosamente) con su radicalismo. Esa es una lección que se desprende de su lectura de la crítica de arte Graciela Speranza: la interpretación contemporánea, artística o literaria abandona “la función judicial de la crítica, del juicio de valor”.

Tan vertiginosamente ocupado como Los decimonónicos (2012) y La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX, este tomo se dedica a escudriñar obras publicadas durante los últimos 20 años, aunque inevitablemente tenga que ocuparse del cambio de siglo y los fracasos y reliquias que conducen a esta joven centuria. Los contextos y referencias desplegados son característicamente comprensivos y suyos, y las calibraciones multifacéticas de cada texto son resonantes y extraordinarias.

De las cuatro partes del libro, solo la tercera, “Lenguas vivas y lenguas muertas de América Latina”, está dedicada a la cultura literaria latinoamericana, con artículos punzantes sobre Ricardo Piglia y el mexicanísimo crack (ambos característicos del cambio de siglo). En contrapunto, porque sus obras están saturadas de crítica derivativa, se leen perspectivas necesariamente novedosas sobre Aira (como cuentista) y Bolaño (como clásico póstumo). Además, presenta una lectura paródicamente borgeana de un hallazgo de poemas atribuidos al maestro argentino por Héctor Abad Faciolince. Biógrafo prismático (es emblemática su lectura de la biografía de Rafael Gumucio sobre Parra), crítico cultural y literario, historiador, mexicanista de cepa malgré lui y periodista, el plan de Domínguez Michael es similar al de Stefan Zweig —este, como Merquior, no es un “viejo crítico” para el mexicano—, de escribir sobre los “constructores del mundo”, una tipología del espíritu por la cual entendía un enfrentamiento contra las doctrinas nacionalistas y revanchistas de su época.

Ese propósito es paralelo al del magistral Las corrientes literarias en la América hispana, de Pedro Henríquez Ureña (Domínguez Michael incluye su prólogo a la reimpresión de 2014), heraldo para los datos discutidos desde ángulos inesperados y frecuentemente polémicos en los 73 ensayos, artículos y reseñas seleccionados. Su proceder crítico también recuerda al cuarto volumen de la Historia comparada de las literaturas americanas (1976), de Luis Alberto Sánchez, pero sin la subjetividad o negligencia del maestro peruano. Algunos textos de la segunda parte, “Maîtres à penser, todavía”, y la cuarta, “Novedades antiguas”, apuntan hacia un pensamiento político más completo; empero muestran que las ideologías son lo suficientemente rígidas para explorar nuevas ideas y que como opuestos didácticos o partidarios, se cancelan entre sí. Si los críticos “teóricos” lidiaran con tragedias reales chillarían menos, porque su público, con su conciencia revuelta por ellas, estaría demasiado ocupado para darse ese lujo. La conceptualización de este volumen (un work in progress, dice a Rioseco) no es la encarnación de los límites de un tipo de pensamiento exclusivo, o la causa de asombro o terror constante. Más bien, es un pensamiento espacioso y directo que se convierte en necesidad personal y profesional de un gran estilista, no en extravagancia. Para ese enfoque mundialista su antecesor es El XIX en el XXI (2010), primera versión de Los decimonónicos, que explica a latinoamericanos como Acuña, Valle-Arizpe y Machado de Assis desde las lecturas de latinoamericanos de este siglo. Así, la última parte de Ateos, esnobs y otras ruinas entreteje crítica “latinoamericanista” con la práctica interpretativa occidental a la cual claramente pertenece. Como decía W. H. Auden acerca de Freud, Domínguez Michael es “todo un clima de opinión”.

Su prosa más representativa está en sus lecturas del políticamente previsible Against World Literature, de Emily Apter (y su total desdén, por desconocerla, de América Latina), los poemas de Hannah Arendt, las profecías de Philip Roth encarnadas en Trump, la confusión entre los literatos por el Nobel a Bob Dylan, el significado del memorable The Fall of Language in the Age of English, de Minae Mizumura, para las lenguas “secundarias”, y la ecuanimidad de su elogio de Enrique Vila-Matas. Ya que esa parte se dedica a “Novedades antiguas”, una deconstrucción ejemplar del pensamiento acrítico es “¡Santo Walter Benjamin!”, que examina la sobredependencia de Cristina Rivera Garza en “teorías” anglófonas (ya antiguas en ese ámbito) para interrogar el relato de uno mismo, en libros que técnicamente son de autoayuda. Pero Domínguez Michael, parecido en alcance, aunque nunca fragmentario o instantáneo, no es categórico como Benjamin respecto a que todo documento civilizado también es un documento de la barbarie; he ahí su examen de Gérard Genette en “El policía bueno del estructuralismo”, un texto que aprovecha para historizar cómo algunos críticos posestructuralistas terminaron optando por la sensatez, a pesar de su temprana dependencia en la jerga. Se apoya en la noción de que “la nueva crítica” resultó ser poco científica, “un conjunto de recetas, trucos y artimañas”, y en el caso de los tecnicismos de Genette, según la confesión de este, “una pseudo-ciencia perniciosa cuya jerga, tornando intragable a la literatura, creó una generación de analfabetos”.

Su crítica de Genette, además de Foucault y Badiou, puede ser puesta en un contexto mayor de críticos anglófonos arrepentidos de sus excesos, como se hace en Theory’s Empire, de Patai y Corral, recordando que, si toda teoría idealiza, precisamente por vivir en un mundo de información imperfecta, hoy se le exige al crítico menos jerigonza y modelos. Como matiza el propio Domínguez Michael en la entrevista antes mencionada: “De mi crítica no se deriva ninguna teoría. Las teorías literarias son útiles para los estudiantes, o principiantes o perezosos”. Y cuando Rioseco le pregunta si la “teoría crítica” contribuye a un mayor entendimiento de la literatura contemporánea, machaca que los “campos de concentración mentales” posmodernos carecen del sentido de las proporciones. Considérese esas lecturas revisionistas del nuevo humanismo redentor, junto a su entusiasmo por la no ficción creativa de la periodista María Moreno, la biógrafa y novelista Mariana Enríquez y la crítica Beatriz Sarlo, como también su lectura británica —no hay otra manera de decirlo— de los textos que componen la segunda parte de Ateos.

Célebre por angustiar a los que evalúa, leído objetivamente es obvio que nunca es ad hominem feminam, o virtuoso, y basa sus elucidaciones en lecturas concienzudas de obras que obviamente cree merecedoras de crítica no profesoral, no de la cultura de la cancelación. Nada afecto a popularizar o guiarse por novelerías o la picazón del gacetillero, sabe que las ideas nunca desaparecen cuando se las desafía, y por ende, escribe con convicción, sin dramas en torno a ellas.

El humanismo de Domínguez Michael funciona de la manera enciclopédica de su modelo Charles Augustin Sainte-Beuve, su mentor Octavio Paz (por sus intereses), Lionel Trilling o Michel Onfray por su inteligencia, y como sus rigurosos contemporáneos anglófonos Louis Menand (como crítico cultural) o Adam Kirsch (como crítico extraterritorial). Como ellos (a Rioseco también le reconoce muchos maestros ingleses de la crítica), reconcilia sus modelos con fuerzas y procesos sociales; y es de esperar que coleccione su derrotero político, porque ser ecuánime no significa no expresar lo que se siente.

Célebre por angustiar a los que evalúa, leído objetivamente es obvio que nunca es ad hominem o feminam, o virtuoso, y basa sus elucidaciones en lecturas concienzudas de obras que obviamente cree merecedoras de crítica no profesoral, no de la cultura de la cancelación. Nada afecto a popularizar o guiarse por novelerías o la picazón del gacetillero, sabe que las ideas nunca desaparecen cuando se las desafía, y por ende, escribe con convicción, sin dramas en torno a ellas. Como expone en “Vargas Llosa: una figura paterna”, sus definiciones están comprometidas con sus predecesores, en su cambio de un progresismo de juventud a un maduro liberalismo coherente, y en saber que la crítica no tiene un genoma completo o requiere autoridad o legitimación institucional.

Si uno ha leído sin la complacencia crítica de profesor novato a Agamben, Foucault, Nussbaum o Žižek, o admirativamente a Eliot, Fumaroli, Pascale Casanova, Kakutani (en torno a la posverdad hoy), al genial brasileño J. G. Merquior o al cascarrabias Roger Scruton, Ateos, esnobs y otras ruinas corrobora que su autor evita guiones y plantillas trilladas, aunque en el caso del primer grupo (generalmente filosófico) habla más de su monumentalidad en las cúpulas culturales que de sus obras específicas. Ese revisionismo está presente desde la primera parte, “Invocaciones”, con análisis creativos del sinólogo Simon Leys (que en verdad le sirve para criticar la inmoral chinoiserie política de los franceses de los 60), Artaud, Christa Wolf, una ficcionalización de las transmisiones radiales de Pound, una biografía de Robert Lowell, y los enredos ideológicos y personales de Juan Goytisolo y Mario Benedetti (como con Zweig, la psicología apuntala la visión estética de Domínguez Michael). Es igualmente franco con una traducción al español de Finnegans Wake, asombrándose de que la “nueva crítica” del siglo pasado la haya ignorado, “dejándoselo a los viejos filólogos y no a pocos (y doctos) aficionados, como lo hicieron los críticos más conservadores”.

Una ética intachable lo mantiene en el centro del mundo literario iberoamericano, mostrando, a la vez, la tensión entre las altas expectativas y las pocas obras de escritores de Occidente que expresan la verdad a los poderes de hoy. Su heterodoxia es fomentada por esos escritos, y observa cambios optimistas en un ambiente menguante para la expresión artística. Sus razones principales evocan las amonestaciones fundacionales de Albert Guérard en Preface to World Literature (1940): la literatura mundial no está reservada para elitistas cosmopolitas altaneros, doctores en letras o nacionalistas, porque es más importante saber obras maestras mundiales que “embarullar nuestras mentes con los nombres de mediocridades locales”. Además, de sus constantes contextualizaciones y referencias se desprende que Domínguez Michael está más interesado en estudiar todas las partes de la cadena del suministro intelectual, haciendo de su libro una muestra de principio impoluto contra la santurronería de la cultura de cancelación circundante. Cuando Rioseco le pregunta qué rol juega hoy el crítico literario, saca el bisturí y opina que, si la cultura está amenazada, “hay que tener las ventanas bien abiertas hacia la plaza pública, porque la mierda sube y sube” (énfasis mío).

Ateos, esnobs y otras ruinas es un libro inmensamente detallado, al extremo de que leemos los detalles de los detalles, entre ellos, los del ateísmo o el arte conceptual lucrativo, y los de la construcción de novelas terapéuticas y su vaguedad, sin ubicar a sus lectores en el diván del terapeuta. Esa exhaustividad maximalista puede entumecer en un mundo que pretende o quiere ser minimalista. Pero en la gran mayoría de los casos (su elenco no incluye autores “raros” o recuperables, concentrándose en figuras influyentes para poner en perspectiva varias posverdades), es refrescante enterarse de las filiaciones y la honestidad con que se construyen textos recuperados o subestimados, si se los lee sin cancelarlos de antemano, como patentiza en “José Donoso: no hay quinto malo”, sobre los Diarios tempranos editados por Cecilia García-Huidobro. Si los críticos que son pura metodología tienden a pensar que su público no merece una explicación de su procedimiento (si lo hicieran probablemente se dejaría de leerlos), sí le deben una autocrítica de su arte, pero muchos no son capaces de proveerla. Para Domínguez Michael ser criticado es un privilegio, porque las preguntas repetitivas sobre su trabajo son un inconveniente, pero también el reflejo de interés legítimo. Por eso es muy positivo encontrarse con un crítico como él, que se esfuerza por dialogar, aunque, agrego, es desafiante estar a la altura de su alquimia de estilo y documentación.

 

Ateos, esnobs y otras ruinas, Christopher Domínguez Michael, Ediciones Universidad Diego Portales, 2020, 392 páginas, $21.000.

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