Sobre la monstruosidad de las islas

No obstante la enorme bibliografía donde se dice que las islas son lugares de exilio y condena, espacios en los que cunde la desesperación y el castigo, para algunos las islas proporcionan el escape soñado de las estrictas exigencias de la vida continental. Desafortunadamente, señala el autor de este ensayo, la construcción de la infraestructura necesaria para sostener esta ilusión ha causado un daño ecológico significativo en todo el Caribe y más allá, haciendo cada vez más difícil vender la ficción de que un viaje a las islas es un regreso reparador a la naturaleza, ungido con bálsamo labial de manteca de cacao. La breve escala de Darwin en las Galápagos parece que todavía estimula esa imaginación, ahora vestida con ropajes ecológicos: la vuelta a la naturaleza.

por D. Graham Burnett I 9 Junio 2025

Compartir:

Nada es tan cambiante como las nubes, excepto quizá las rocas”.
Victor Hugo

Una isla es un pedazo de tierra que ha roto su fe con el mundo terrestre. Naturalmente, esto suscita preocupación sobre la fiabilidad y la buena voluntad de estos accidentes geográficos que de manera tan clara han dado la espalda a la solidaridad de la geografía. La creciente ansiedad sobre este asunto probablemente explica hasta cierto punto la prominencia de las islas en las sólidas literaturas sobre la traición, la soledad, la locura y la desesperación. Se es abandonado en islas (Ariadna, Filoctetes), atrapado en ellas (Odiseo, repetidamente) y luego sometido a los caprichos de lunáticos (las islas de los doctores No y Moreau). Abundan las prisiones y las colonias penales rodeadas por un foso oceánico: la Isla del Diablo, Alcatraz, Rikers, la Isla Robben, Santa Elena, Guantánamo.

Sí, uno puede “salvarse” al terminar en una isla (Lost, Robinson Crusoe, “El juego más peligroso”, El señor de las moscas), pero esto tiende a ser el comienzo de un desastre aún más exquisito y grotesco que aquel del que se alegró de escapar en un principio. Bajo las palmeras, un náufrago tiene más o menos garantizado encontrarse con atavismo, reversión primitiva, apetitos caníbales y una primaria sed de sangre. Los vecinos, si los hay, tienden a ser poco fiables, ya que las islas son constantemente el hogar de amotinados (las islas Pitcairn, las Cocos), saboteadores (la de Anegada, la de Stroma), “salvajes” de una variedad u otra (Nueva Guinea, las Marquesas, Tierra del Fuego) y, por supuesto, también están los piratas, esos grandes enemigos de la humanidad (hostis humani generis), quienes durante mucho tiempo se escondieron en puestos insulares inaccesibles, desde la Isla de la Tortuga hasta La Reunión, desde Jamaica hasta las islas Salomón. Uno ve también una buena cantidad de monstruos: sirenas, dragones de Komodo, Escila y Caribdis, el Minotauro, King Kong.

¿Qué pasa con esas “islas afortunadas” que aparecen en diversas leyendas? Sin duda, los océanos sin huellas de la mitología están salpicados de un archipiélago bendito (la Atlántida, la Nueva Atlántida, Citerea), pero las coordenadas de estos acogedores paraísos siguen siendo notoriamente inciertas, y aquellos que informan de visitas de seguro encuentran grandes dificultades para regresar. ¿Hay islas edénicas? En principio, sí. Pero en la práctica resultan ser tan ilusorias como ese obstinado “no lugar” que nace en la etimología de toda utopía. ¿Y qué pasa con la promesa de una especie de paraíso más terrenal? Sí, en algunas islas importantes se ofrece buen sexo (Eea, Tahití, Capri, Hawái), pero casi siempre hay alguna seria lamentación por la mañana (ver a todos tus amigos convertidos en cerdos; contemplar la caída del “hombre natural”; ajustar cuentas con Tiberio en su locura; presenciar el asesinato del Capitán Cook).

Toda esta antigua turbación isleña ahora yace en su mayor parte enterrada bajo el yeso tamizado de complejos turísticos bien cuidados. ¿De dónde viene la arribista versión Travel & Leisure de la vida insular, con sus palitos para mezclar cócteles y los “chicos de cabaña” o asistentes de huéspedes? En algún lugar, entre Ernest Hemingway (Islas a la deriva) y Jimmy Buffet (“Margaritaville”), los estadounidenses (al menos) parecen haber decidido que se puede contar con las islas para proporcionar un escape de las estrictas exigencias de la vida continental. Desafortunadamente, la construcción de la infraestructura necesaria para sostener esta ilusión ha causado un daño ecológico significativo en todo el Caribe y más allá, haciendo cada vez más difícil vender la ficción (tenaz y comercializable) de que un viaje a las islas es un regreso reparador a la naturaleza, ungido con bálsamo labial de manteca de cacao. Sin embargo, determinadas peregrinaciones todavía alimentan esta fantasía; en particular, esos viajes ecológicos a las Galápagos, el omphalós de un aislamiento ostensiblemente intacto, que conserva un lugar privilegiado en la conciencia ambiental de la modernidad, debido a la breve escala de Darwin allí mientras viajaba en el Beagle.

El joven Charlie [Darwin] estaba él mismo más que profundamente marcado por las viejas ansiedades insulares. Anotó en su diario que el lugar tenía un aire terriblemente desolado y, como Hamlet, prestó atención a un gótico detalle galapagueño: un cráneo humano blanqueado por el sol con el que tropezó mientras reunía sus especímenes de historia natural. Oh, eso —resopló su guía— perteneció a un asaltante que fue eliminado por algunos enemigos. Bienvenidos a las islas. Et in Arcadia ego.

Excepto que ni siquiera era Arcadia. Era más como el infierno. “Manzanas de Sodoma” es como Herman Melville (escribiendo como Salvator R. Tarnmoor) llamó a las mismas islas después de pasar por allí unos años más tarde, y continuó argumentando que no había ningún lugar en el mundo donde uno pudiera comprender mejor “el aspecto de cosas que antiguamente estaban vivas y que un maleficio las redujo desde la rubicundez hasta las cenizas”. (Nota bene: un texto publicitario deficiente para el ecoturismo). Él también se detuvo ante una tumba casual (esta vez, la de un marinero común y corriente), y sugirió que la mejor manera para que un viajero de sillón concibiera las Galápagos era imaginar 25 cúmulos de ceniza, “magnificados como montañas”, o esbozar en la mente cómo podría verse el mundo después de una vasta y vengativa “guerra punitiva”. “Las Encantadas, o Las Islas Encantadas”, fue el título que le puso a este ensayo escrito con seudónimo, aunque no eran para nada encantadoras.

Ahora pensamos en esta cadena volcánica como la tierra santa de la biogeografía isleña, la verdadera cuna de la ciencia de la vida. Sus visitantes del siglo XIX, sin embargo, la consideraron una bichografía de cierto color y precisión. El cuaderno de ruta de Melville, por ejemplo, incluía el siguiente censo de la isla Isabela (o Albemarle), hoy famosa por sus pintorescos e instructivos pinzones:

Hombres ……………………… ninguno
Osos hormigueros………… desconocidos
Enemigos del hombre…… desconocidos
Lagartos……………………….. 500.000
Víboras………………………… 500.000
Arañas…………………………. 10.000.000
Salamandras………………….. desconocidos
Diablos…………………………. desconocidos

La suma da un total de 11.000.000, con exclusión de una multitud incalculable de demonios, osos hormigueros, enemigos del hombre y salamandras.

El joven Charlie [Darwin] estaba él mismo más que profundamente marcado por las viejas ansiedades insulares. Anotó en su diario que el lugar tenía un aire terriblemente desolado y, como Hamlet, prestó atención a un gótico detalle galapagueño: un cráneo humano blanqueado por el sol con el que tropezó mientras reunía sus especímenes de historia natural. Oh, eso —resopló su guía— perteneció a un asaltante que fue eliminado por algunos enemigos. Bienvenidos a las islas.

En estas terribles islas, el “Sr. Tarnmoor” llegó a pensar en la enemistad como una especie de logro espiritual. Uno de los aislados que allí residieron (nombre, Oberlus; madre, Sycorax; ocupación, asesino), el raquero que creó a Ahab (él también de origen isleño), afirmó haber visto “un ser a quien es religioso detestar, puesto que es filantropía odiar a un misántropo”.

Para que todo esto no parezca puramente idiosincrásico, la hipérbole de un notorio excéntrico, vale la pena detenerse por un momento en una obra maestra más o menos contemporánea de monstruosa insularidad, la titánica Les Travailleurs de la mer (Los trabajadores del mar), de Victor Hugo, publicada en 1866. Hugo lanzó esta novela como la tercera parte de una trilogía cosmológica. Los seres humanos, afirmó, se enfrentan a una tríada de adversarios terriblemente inamovibles: la ananké de los dogmas, la ananké de las leyes y la ananké de las cosas; o, para decirlo de otra manera, religión, sociedad y naturaleza. Hugo afirmó (post hoc, debería decirse) que se había enfrentado a las dos primeras de estas fatalidades, respectivamente, en Nuestra señora de París y Los miserables, segando ferozmente en el camino la superstición y los prejuicios Eso dejó un enfrentamiento final: no los humanos contra lo sobrehumano (es decir, Dios), o contra otros humanos (es decir, la ciudad), sino más bien lo humano contra lo inhumano. Y este es, de hecho, el tema de Los trabajadores del mar, que enfrenta a un hombre contra una isla, apareciendo aquí como nada menos que todo lo que se opone a nosotros.

¡Y qué isla! Somos abandonados (con nuestro héroe, Gillatt) en un escollo nada común. Hugo agota los extremos ultravioleta de la prosa púrpura en su esfuerzo por evocar estos imponentes afloramientos rocosos, que llama Les Douvres: las formas graníticas son un “babelismo”, una “petrificación de la tempestad”, erigida por un titán encadenado (Encédalo), de acuerdo a los planos del apuesto y descuidado arquitecto conocido como “el Desconocido”; los habitantes (no humanos) son “secreciones vivientes y horrorosas”, que residen sobre y dentro de un sepulcro vasto como una montaña y extravagante como una pagoda.

¿Nos toparemos con otra calavera más mientras avanzamos por la costa llena de hoyos de esta terrible ruina? No. Hugo sube la apuesta fúnebre: en lugar de patear un simple trozo de hueso, Gillatt encuentra su camino hacia una caverna marina en el centro del arrecife, su sacristía impía: “El interior de la gruta parecía una cabeza de muerto desmesurada y espléndida; la bóveda era el cráneo, el arco era la boca; las órbitas faltaban. Aquella boca, tragando y vomitando el flujo y reflujo, abierta al pleno mediodía exterior, tragaba la luz y arrojaba la amargura”.

La isla es una calavera. Está claro que estamos en una situación muy mala. Hugo lo resume así: “Un Palacio de la Muerte, en el que la Muerte estaba contenta”. Uy.

Uno podría detenerse aquí para considerar si realmente la muerte se ha instalado en la isla adecuada. Aunque Les Douvres son habitables (al menos temporalmente), Hugo generalmente los llama un écueil, que usualmente se traduce como “arrecife”. En la actualidad esta palabra tiende a evocar imágenes submarinas de corales tropicales, pero en la época de Hugo tanto el término francés como su traducción podían usarse para referirse a cualquier isla baja o traicionera, y muy especialmente a esos laberintos bañados por olas que parecían partes iguales de piedra y de mar. Como la forma terrestre que más claramente se negó a aclarar su naturaleza terrestre, el arrecife destiló la amarga mezcla de la común ansiedad insular en un potente elixir de horror decimonónico. El monstruo en el corazón de Les Douvres era más que una muerte ordinaria, era una muerte por hipocresía, fraude y engaño. Hablando concretamente, la bestia en cuestión es un gran pulpo (que cambia de color, altera su forma, acecha esperando) y, por supuesto, el archienemigo de Gillatt, el híper malvado Sieur Clubin (quien será, al final, comida de pulpo). Hablando alegóricamente, sin embargo, estamos tratando aquí con toda la mala fe de las islas en general y, sobre todo, de las islas con arrecifes. (Si esto parece descabellado, considérese, a modo de comparación, el igualmente extraño relato de James Fenimore Cooper sobre la locura de los arrecifes, de la misma época, Jack Tier, or the Florida Reef (1848), que se completa con una alucinante ambigüedad de género y crueles traiciones por parte de los hombres llamados Spike y Clench).

Pero ninguna historia resume mejor la duradera monstruosidad de las islas que la tradición ramificada y sin fondo del Aspidoquelonio, también conocido como Fastitocalón o, a veces, como Jasconio. Bajo estos nombres y una docena más (todos amorosamente acariciados por los filólogos) se conservan las numerosas versiones de aquella antigua historia de un marinero que llega a una isla seductora en medio de un mar amenazador. Él y sus hombres atracan, se refugian a sotavento y desembarcan en busca de madera y agua. Tan pronto como encienden el fuego y ponen la tetera, la isla tiembla, se mueve y se despierta. No están en tierra, sino en el lomo de una gran bestia, que luego procede (depende de la versión de la historia) a llevarlos al fondo del mar, o incendiarse y dejar una estela de humo en el horizonte, obligando a sus antiguos visitantes a regresar a sus naves.

La historia textual de esta gema de los relatos folclóricos va desde el Talmud babilónico hasta el himno zoroástrico Zend-Avesta, desde Simbad hasta el Physiologus (con entrelazamientos con Al-Qazwini, Luciano, Nearco y Henrik Pontoppidan). Los expertos no se ponen de acuerdo sobre el verdadero origen de la historia. ¿Estamos hablando de una enorme serpiente, una tortuga, un pez gigante o una ballena? De nuevo, es difícil decirlo. Lo que es cierto es que la monstruosidad del monstruo y la monstruosidad de las islas están estrechamente ligadas, y un olor a azufre flota en el aire. El diligentemente cristianizador Physiologus (un bestiario medieval) es bastante claro al respecto, presentando todo el asunto como una alegoría del engaño diabólico con una moraleja contundente: no eches anclas en el puerto del diablo. Es decir, mantente alejado de las islas.

Excepto, tal vez, cuando ellas se dirigen hacia ti. El esfuerzo más elaborado para vestir este cuento pagano con túnicas blancas es la versión presentada en el enormemente popular Viaje de San Brandán, que existe en latín, holandés, anglonormando, alemán antiguo y muchos otros idiomas medievales. Allí, Dios le regala a un trotamundos misionero irlandés una oportuna isla que emerge cada Semana Santa, para permitirle a él y a su tripulación bajar a tierra y oficiar la misa. Es, por supuesto, la bestia diabólica, la tortuga-áspid, el Leviatán, transformados, temporalmente, en un perrito faldero de la resurrección.

Como era de esperar, cada año Brandán está tranquilo, pero todo esto pone a sus hombres extremadamente nerviosos. Son, después de todo, marineros que saben que no deben confiar en una isla.

 

————
Este artículo apareció originalmente en Cabinet 38 (2010). Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

Relacionados

Etnografía, mitos y versos

por Rodrigo Pinto

Insomnios con Flora

por María Sonia Cristoff