En momentos en que en Francia el autor de Viaje al fin de la noche protagoniza un intenso debate a raíz de la aparición de una novela inédita (Guerre) y la suspensión por parte de Gallimard de la publicación de sus panfletos, el biógrafo inglés subraya que el antisemitismo de Céline jamás aparece en sus novelas. “Este punto es crucial —dice—, porque nos permite evaluar su ficción por sus propios méritos. Muy diferente sería si las novelas fuesen también antisemitas; entonces, creo, Céline debería ser cancelado”.
por Juan Íñigo Ibáñez I 13 Diciembre 2022
La fascinación que siente la cultura francesa por el mal y la provocación parece haber tocado techo con Louis-Ferdinand Céline. Declarado “indignidad nacional” en 1950 por su adhesión al nazismo y relegado al ostracismo luego de la publicación de tres panfletos antisemitas (Bagatelas para una masacre en 1937, Escuela para cadáveres en 1938 y Los bellos paños en 1941) en la Segunda Guerra Mundial, las acusaciones de colaboracionismo terminaron por opacar la recepción de una narrativa tan radical como innovadora que, a juicio de George Steiner, redefinió la sensibilidad del siglo XX junto a la de Proust.
Más de 80 años después, el “asunto Céline” —como se conoce en Francia— sigue levantando polvareda. En 2011, una protesta del historiador y víctima del Holocausto, Serge Klarsfeld, llevó al ministro de Cultura Frédéric Mitterrand a retirar su nombre de una lista de figuras reconocidas por su aporte a las artes y la cultura. La decisión polarizó a la opinión pública francesa: mientras muchos escritores celebraron la decisión de Mitterrand —incluso varios eran autores judíos—, otros se opusieron argumentando que las creencias políticas del autor de Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito no le restaban valor a su genio literario. Sumado a ello, en 2018 la editorial Gallimard se vio obligada a suspender una reedición de los panfletos tras una acalorada controversia.
Pero la aparición este año de la novela inédita Guerre —“Un texto para ser colocado junto a sus obras maestras”, según Le Monde— junto al hallazgo de una serie de manuscritos perdidos, ha venido a representar, para sus defensores, una oportunidad única para ampliar el marco del debate en torno al canon de Céline.
Además, una biografía en inglés, Louis-Ferdinand Céline: Journeys to the Extreme, profundiza en el dilema que supone reconocer el aporte estilístico de un escritor antisemita. Su autor, Damian Catani, es especialista en poesía francesa de finales del siglo XIX, profesor titular del Birkbeck College de la Universidad de Londres y autor de los ensayos El poeta en sociedad: arte, consumismo y política en Mallarmé (2003) y El mal: una historia en la literatura y el pensamiento moderno francés (2013), donde aborda el complejo cruce entre ética y literatura.
Es un hecho que suele omitirse, pero Bagatelles pour un massacre, el primer folleto antisemita de Céline, fue un verdadero éxito de ventas en Francia. ¿Cómo se explica el vuelco hacia su figura?
Creo que hay dos razones. La primera (aunque muchos celinianos franceses no quieran admitirlo) es que el antisemitismo, y ciertamente el antisemitismo casual, estaba muy extendido en Francia en 1937. Esto significa que incluso aquellos lectores que no eran antisemitas rabiosos como Céline, tenían un umbral más alto de tolerancia a su lenguaje incendiario. La segunda razón es el momento histórico. Bagatelles (y, de hecho, todos sus panfletos) se publicó antes del Holocausto. Este punto es crucial porque, una vez que se revelaron los horrores de los campos de exterminio en 1945, sus opiniones antisemitas, en retrospectiva, adquirieron matices más siniestros. Céline siempre afirmó que escribió los panfletos para prevenir la guerra y que no sabía nada sobre el Holocausto ni nunca lo quiso. Si bien es casi seguro que esto es cierto, hubo, en cualquier caso, mucha ira en Francia durante la épuration o purgas de colaboradores o presuntos colaboradores en 1944-46. Incluso cuando a Céline se le concedió una amnistía en 1951 y se le permitió regresar a Francia desde su exilio en Dinamarca, muchos comunistas franceses todavía lo consideraban persona non grata.
¿Cómo ha influido la cultura de la cancelación en la recepción reciente de su obra?
La “cultura de la cancelación”, como sabemos, no es un fenómeno exclusivamente francés. Pero en lo que respecta a Céline, su caso recientemente proporcionó munición moral adicional a aquellos en Francia que ya lo consideraban demasiado controvertido. Esto plantea un dilema particularmente difícil para los franceses, empujándolos en dos direcciones opuestas: por un lado, es el novelista más importante del siglo XX junto con Proust, y Francia desea mantener su orgullosa tradición de celebrar a sus principales figuras culturales; por otro lado, el reciente surgimiento de la cultura de la cancelación ha inclinado el argumento a favor de quienes sienten que se debe juzgar al hombre y no a su trabajo. Esto ha provocado lo que llamo en mi libro las “guerras culturales de Céline”, una especie de guerra civil o polarización de opinión en torno a una figura que en Francia continúa infiltrándose en las esferas política, académica y periodística. Argumento que, aunque la cultura de la cancelación en general probablemente esté más presente en Estados Unidos, o incluso en el Reino Unido, cuando se trata de Céline todavía es posible en el mundo angloamericano juzgar su escritura con cierto grado de distancia crítica y objetividad. Esto se debe a que, a diferencia de Francia, Céline no forma parte del patrimonio cultural nacional de esos países. Podría decirse, aunque en menor medida, que Alemania tiene un problema con Heidegger y Estados Unidos con Ezra Pound. En el clima actual, cada país es naturalmente mucho más sensible a las fallas morales de sus propios escritores y pensadores.
Fueron precisamente escritores estadounidenses, como Kenneth Rexroth o William Burroughs —o incluso autores judíos como Philip Roth o Allen Ginsberg—, quienes lo “rescataron” cuando en Francia aún era persona non grata.
Los escritores estadounidenses, judíos o no, no tuvieron que enfrentarse al legado moralmente problemático del colaboracionismo de la misma manera que lo hicieron los escritores franceses. Al tratar con Céline, los escritores franceses también se vieron inevitablemente obligados a confrontar todo su legado cultural en el contexto del colaboracionismo. Esto creó un clima de polarización, especialmente en los años 1944-46, en los que los autores franceses fueron encasillados como pro-colaboracionistas o ferozmente anti-colaboracionistas. Y, por supuesto, el Holocausto proyectó una larga sombra no solo sobre Francia, sino también sobre Europa en general. Esto dejó poco espacio para una posición con matices morales, que era mucho más posible en EE.UU. Como ha señalado la crítica Alice Kaplan, EE.UU. tiene una tradición de “libertad de expresión”, consagrada en su Constitución, que hace que sea más fácil que en Francia separar la opinión individual de la política. La noción de Sartre de la literatura como engagé o comprometida, significaba que la escritura siempre se consideraba política en cierto sentido y, por lo tanto, las opiniones de un autor individual nunca podrían estar completamente aisladas de consideraciones ideológicas y morales más amplias.
En 1932, Céline perdió el Premio Goncourt, pese a ser el favorito, lo que no impidió que con su escritura hecha de argot y de retazos implosionara el modelo realista —que ya había comenzado a demoler Joyce— y redefiniera “la relación del hombre con la modernidad, desde una posición de alienación y resistencia”, señala Catani. Testigo paradójico y damnificado de la ferocidad del siglo XX (a los 21 años quedó parcialmente inválido tras pelear en la Primera Guerra Mundial), algunos de sus pasajes más sombríos reflejan, a juicio de Catani, una “frustración ante el sufrimiento humano”, nacida de su experiencia como médico, que lo llevó a capturar tanto la desertificación del París de fin de siècle como las brutalizantes condiciones de trabajo en las fábricas de la Ford.
Es bastante impresionante cómo, en el cénit de su carrera, Céline decidió publicar los panfletos. ¿Cuál fue el catalizador de su antisemitismo?
Esta es una pregunta compleja, pero creo que hay tres razones principales. La primera, es que quedó amargamente decepcionado por la mala acogida de su segunda novela, Muerte a crédito, en 1936. Tenía grandes esperanzas puestas en esa obra, por lo que se tomó muy mal su tibia acogida. Aunque hoy en día se considera un clásico, tanto la crítica como el público de la época la consideraron demasiado aventurera estilísticamente, e incluso cruda. Céline, por tanto, se volvió contra la intelectualidad y los críticos literarios supuestamente dominados por judíos, a quienes responsabilizó en parte de ese fracaso. Para echar sal en la herida, ese mismo año la Ópera de París también rechazó algunos ballets que escribió —era un gran amante de la danza— y de nuevo, Céline culpó a los judíos.
¿Y la segunda?
La segunda razón fue su pragmatismo político. Desde sus terribles experiencias en la Primera Guerra Mundial, había sido un pacifista acérrimo. Para 1937 pudo ver la amenaza inminente de la guerra y, por lo tanto, vio una alianza francesa con Hitler como la única forma de prevenirla. Argumentó, erróneamente, que los judíos eran en gran parte responsables de impulsar una guerra con Hitler; por lo tanto, era necesario adelantarse a esta catástrofe forjando una alianza con los nazis. Esto no quiere decir que Céline no fuera también un antisemita virulento. Lo era. Pero debe recordarse que, a diferencia de sus novelas, que le llevó años escribir, sus panfletos los escribió muy rápidamente y con un fuerte sentido de urgencia. Una tercera razón, más indirecta, es que el propio padre de Céline, Fernand Destouches, quien apoyó L’Action Française en la década de 1890, era antisemita y anti Dreyfus. Por lo tanto, Céline ya había estado expuesto a este tipo de prejuicios a una edad temprana. Sin embargo, en ninguna parte se puede decir que Céline sea antisemita en su ficción. De hecho, en Muerte a crédito se burla y satiriza abiertamente las opiniones antijudías de su padre; tampoco hay el menor indicio, anterior a 1937, de que Céline se fuera a volver tan racista. De hecho, entre la Primera Guerra Mundial y principios de la década de 1930, tuvo varios amigos y mentores judíos cercanos, como el erudito Édouard Bénédictus o su jefe en la Sociedad de Naciones, el Dr. Ludwik Rajchman.
Entonces, ¿fue realmente un colaborador nazi, como se ha dicho?
Nunca fue un ideólogo nazi ortodoxo, ni un colaborador en el sentido oficial de ser empleado directamente por los nazis con fines propagandísticos. Algunos nazis, como Gerhard Heller, consideraron acercarse a Céline, pero pronto se dieron cuenta de que él era potencialmente un individualista inconformista que tenía tantas probabilidades de dañar la reputación de su partido como de mejorarla. Esto no quiere decir que no tuviera amigos que fueran miembros del partido nazi, sobre todo Karl Epting, director del Instituto Alemán de París. Pero siempre cultivó estas amistades a nivel personal más que ideológico. Si bien es cierto que durante la Ocupación envió cartas antisemitas a periódicos de extrema derecha, como Gringoire y Je Suis Partout, también hay muchas pruebas, tanto en otras cartas como en relatos de testigos de actos oficiales, en las que criticaba con frecuencia a los propios nazis por su “estupidez aria”. Por lo tanto, no es una contradicción decir que Céline era un antisemita virulento —que sin duda lo era—, pero no un nazi. Esto explica por qué se enojó tanto con Sartre, quien lo acusó, en sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1946), de haber sido pagado por los nazis.
Hace algunos años, Michel Houellebecq declaró que prefería los panfletos de Céline a sus novelas. Incluso André Gide celebró en su momento el estilo de los folletos. ¿Es posible encontrar algún valor estético en ellos?
Esto es difícil de responder. Es posible, como ha argumentado el renombrado biógrafo y crítico Henri Godard, separar algunas secciones de mérito artístico, como los ballets que Céline insertó en sus panfletos, de sus terribles peroratas antisemitas. Estas secciones son innegablemente poéticas, de interés estético y están libres del lenguaje altamente incendiario que se encuentra en otras partes de los folletos. Pero, en mi opinión, la impresión primordial que deja la lectura de estos panfletos es de conmoción por su lenguaje antisemita, más que de admiración por la calidad estética de las secciones no antisemitas. Si bien hay pasajes innegablemente hermosos y sugerentes en los folletos, que ocasionalmente tienen la misma calidad estilística que las novelas, la política era el principal objetivo de Céline en los folletos. En las novelas, es al revés. Por lo tanto, el punto de partida para evaluar sus logros estilísticos es, en mi opinión, su ficción y no sus folletos, que deben leerse de manera mucho más selectiva y circunspecta.
¿Deberían reeditarse los panfletos?
Actualmente hay un feroz debate en Francia sobre los pros y los contras de que Gallimard vuelva a publicarlos. Algunos se oponen firmemente mientras que otros están a favor, siempre que exista un aparato crítico históricamente informado que sitúe los panfletos en el contexto del antisemitismo en Francia y deje en claro que fueron parte integral de ese contexto. Yo, personalmente, apoyo el último enfoque. Por el momento, los folletos solo están disponibles en Francia en bibliotecas y en librerías de segunda mano o, peor aún, se pueden encontrar en sitios web de extrema derecha, a menudo de forma descontextualizada y sensacionalista. Es mucho mejor, en mi opinión, tenerlos a la vista, adecuadamente enmarcados y discutidos por académicos especialistas, en lugar de que sean llevados a la clandestinidad y malversados por grupos políticamente siniestros.
¿Leyó Guerre, su novela inédita recientemente publicada?
Sí, la disfruté mucho. Aunque no fue su borrador final, es inmediatamente reconocible como una novela de Céline. Encontramos en ella el estilo típicamente directo, enérgico y visceral, su uso de la lengua vernácula, su humor negro, su simpatía por los desvalidos, etc. De alguna manera, esta novela puede verse como el eslabón perdido entre Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito. Incluso con la versión del texto que tenemos (recordemos que su editor belga, Robert Denoël, suprimió ciertos pasajes de Muerte a crédito, porque consideraba que su contenido era demasiado sexual para los lectores de la época), el don de Céline para capturar emociones fuertes de manera sucinta se muestra ya en la página dos, con la maravillosa frase: J’ai attrapé la guerre dans ma tête (capté la guerra en mi cabeza).
¿Qué nos perdemos si “cancelamos” a Céline?
Es moralmente justificable, en el caso de Céline, separar al hombre de la obra, porque su antisemitismo estaba solo en los panfletos y no en sus novelas. Este punto es crucial, porque nos permite evaluar su ficción por sus propios méritos. Muy diferente sería si las novelas fuesen también antisemitas; entonces, creo, Céline debería ser “cancelado”. Como judío y colega novelista, Philip Roth fue perfectamente capaz de hacer esta distinción entre Céline, el gran escritor, y el simpatizante antisemita del fascismo. En una entrevista de 1984, Roth dijo algo a lo que suscribo plenamente: “¡A decir verdad, en Francia, mi Proust es Céline! Ahí hay un gran escritor. Incluso si su antisemitismo lo convirtió en una persona abyecta e intolerable. Para leerlo, tengo que suspender mi conciencia judía, pero lo hago, porque el antisemitismo no está en el corazón de sus libros, ni siquiera de Castle to Castle. Céline es un gran liberador. Me siento llamado por su voz”.
Louis-Ferdinand Céline: Journeys to the Extreme, Damian Catani, Reaktion Books, 2021, 400 páginas, US$35.