María Gainza, la extranjera

Empezó como crítica de arte y en 2014 publicó un libro que la llenó de elogios: El nervio óptico. Luego se aventuró con una novela, La luz negra, también premiada y traducida con entusiasmo. A pesar de todo ese éxito, ella se pregunta desde Buenos Aires: “¿No se dan cuenta de que ser escritor está completamente sobrevalorado?”.

por Diego Zúñiga I 7 Noviembre 2020

Compartir:

Cuando el miércoles 4 de diciembre de 2019 María Gainza ingresara al salón princi­pal de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a recibir el Premio Sor Juana Inés de la Cruz —otorgado a su novela La luz negra—, llevaría en su mano un par de hojas, y en ese par de hojas iría escrito un discurso que empezaba así: “La otra noche mi hija estaba estudiando Lengua, más precisamente el uso de la coma. Cuando le dije que yo no distinguía bien la diferencia entre la ‘aposición’ y ‘aclaración’, me dijo: ‘Sinceramente no entiendo cómo te van a dar un premio cuando no sabés el ABC de la gramática’. Le dije que probablemente yo había creado mi estilo a partir de mis limitaciones…”.

Escribir en una misma frase las palabras María–Gainza–limitaciones es entrar en un callejón sin salida. Intentar explicar cuáles son las limitaciones que puede tener una de las escritoras argentinas más sorprendentes de los últimos años resulta una empresa bastante difícil: María Gainza ha publicado tres libros y esos tres libros lo que han hecho, sobre todo, es traspasar los límites, tensionar la escritura hasta crear algo nuevo, inesperado. Por eso la mejor forma de salir de este callejón oscuro es volver a ese miércoles 4 de diciembre, cuando debía recibir en Guadalajara el Premio Sor Juana Inés de la Cruz —que consistía en 10 mil dólares—, volver a ese día, a ese salón lleno de lectores, a ese discurso que llevaba escrito en aquellas hojas y que nunca leyó, porque no pudo asistir a la premiación pero sí escribió un discurso y en ese discurso cuenta una historia que refleja perfectamente su mundo, su imaginación, lo que la ha convertido en una de las escritoras más originales de estos años.

Ahí, en ese texto que nunca pudo leer, recuerda un juego que le inventó a su hija cuando aún era una niña: como no podía viajar —por problemas de salud—, le propuso a su hija simular un viaje: “Dos veces al año, generalmente para festejar un buen boletín escolar, hacía una reserva por una noche en un hotel de la ciudad”. Entonces, partían al hotel con dos maletas pequeñas y se hacían las extranjeras. Fingían un marcado acento español y por unas horas se conver­tían en otras personas. “Y ese juego nos eximía de una realidad más áspera. Creo que siempre juego un poco a las extranjeras cuando me siento a escribir. No conozco nada que me saque más de la realidad que este oficio”, anotaba Gainza y luego cuenta que fue en uno de esos viajes imaginarios, en la habitación de un hotel con vista al cementerio de La Recoleta, sentada frente a un escritorio Luis XVI, donde escribió el comienzo de La luz negra.

Pero antes de su premiada novela hubo otros li­bros, otras vidas también, y una voz, la voz que narra El nervio óptico, el libro por el que miles de lectores la conocieron hace unos años: apareció en 2014 por Mansalva, y luego fue publicada en Chile por Libros del Laurel, después en Colombia por Laguna y, entonces, vino Anagrama y la publicó en los demás países de habla hispana, otorgándole una mayor visibilidad: el libro se tradujo a más de 10 idiomas y apareció en innumerables listas como uno de los mejores libros de los últimos años. La argentina Mariana Enríquez lo definía así: “El nervio óptico, entre la autoficción y las microhistorias de artistas, entre citas literarias y la crónica íntima de una familia, es un libro insólito, hermoso, en ocasiones delicado y a veces brutal”.

¿Pero de dónde salió María Gainza?

***

Las solapas de sus libros no ayudan lo suficiente —no hay fecha de nacimiento, por ejemplo—, pero entregan algunas coordenadas: María Gainza nació en Buenos Aires —aparentemente el 25 de diciembre de 1975— y ha trabajado como periodista y crítica de arte en distintos medios argentinos y extranjeros: fue corresponsal del New York Times y de ArtNews, y colaboró regularmente en la revista Artforum. Además, durante un buen tiempo escribió en el suplemento Radar, de Página/12, notas y ensayos que luego darían forma a su primer libro —publicado en 2011, pero hoy imposible de conseguir—: Textos escogidos 2003–2010 (Capital Intelectual); en él escribe sobre algunos de los más destacados artistas trasandinos de las últi­mas décadas, como León Ferrari, Jorge Macchi, Fabio Kacero y Adrián Villar Rojas. Mientras visitaba esas exposiciones y escribía, también dedicaba tiempo a impartir un taller de escritura en la Universidad Torcuato Di Tella y editaba una colección de libros sobre artistas argentinos en Adriana Hidalgo.

Yo vengo de ese lugar y lo he observado con atención desde chica. Es una clase social a la que critico con dureza, pero de la que formo parte y no pierdo de vista que mis prerrogativas de clase me han traído hasta acá. Hacerse cargo de todo eso me parece que le da honestidad al libro. Honestidad literaria no quiere decir que sea verdad lo que cuento, eso se da por sentado, ¿no?

Hasta ahí los datos biográficos, públicos; luego, las conjeturas.

Cuando Ricardo Piglia escribió en Formas breves que “la crítica es la forma moderna de la autobiogra­fía”, los libros de María Gainza aún no existían, pero no hay ninguna duda de que él se estaba refiriendo, justamente, a este tipo de libros, a esta escritura, al proyecto que Gainza comenzó a dar forma —quizá de manera involuntaria— cuando publicó las primeras notas y ensayos sobre aquellas exposiciones que le tocaba cubrir. Hablaba de otros, de la vida y obra de otros. Desde Buenos Aires, María Gainza cuenta:

Textos escogi­dos es la cantera de donde salió todo lo demás. Pero eso lo veo ahora con los hechos consumados. Yo no tengo proyecto de escritura, no lo tuve y no creo que vaya a tenerlo nunca. Mi proyecto es vivir, ese es mi plan de guerra. Todo lo que me suce­dió hasta ahora me sucedió un poco de casualidad. Empecé a trabajar como crítica sin buscarlo, alguien que apenas me cono­cía me lo ofreció y yo pensé: ¿por qué no? Empecé a escribir El nervio óptico para matar el aburrimiento del primer año de maternidad, porque como decía mi madre: Babies are no food for your mind. Y escribí La luz negra en un período muy triste de mi vida, como una manera de no perder el norte. De ser esta una carrera, es una manejada por fuerzas extrañas que me tienen a su merced.

No hay proyecto, dice Gainza, pero hay un estilo —elegante, aforístico, luminoso— y una voz, sobre todo, que produce una suerte de adicción: puede ir tras la esquiva biografía de una falsificadora de obras de arte —La luz negra— o simplemente indagar en su propia vida —El nervio óptico—, la vida de una mujer que deambula por Buenos Aires, visita museos e indaga en los recuerdos de una familia de clase alta argentina, desde ahí habla y narra María Gainza mientras recurre a una serie de pinturas que, de alguna forma, explican mejor su propia vida que ella misma: las fascinantes batallas a campo abierto de Cándido López, las ruinas de Hubert Robert, los mares de Courbet, un Rothko clásico colgado en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires y una exposición de El Greco en la ciudad donde va a morir su hermano.

La voz. Todo tiene que ver con la voz de Gainza.

—“¿De quién es esta voz? No es mía, no es mía”, es un estribillo recurrente en un libro de Renata Adler que me gusta mucho. Siempre se me viene a la cabeza cuando me sacan el tema. La voz en mi caso es lo que más satisfacción me da. Me gustaría que escribir fuera solo eso: una voz que te habla del mundo. En mi caso tarda bastante en aparecer. Al princi­pio soy como una vieja bomba de campo que tira agua herrumbrosa, pero uno sigue bombeando y de repente el agua surge fría y cristalina. Fría y cristalina, así me gusta que salga mi voz.

 

En El nervio óptico anotas: “Uno escribe algo para contar otra cosa”. Hay una suerte de poética encerrada en esa idea, ¿no?
No sé si llamarla idea, es más bien una intuición. Surge de mis años como crítica de arte: por entonces me pagaban para traducir imágenes a palabras, para hacer hablar a objetos mudos. A mí ese proyecto me parecía una tarea destinada al fracaso. Lo que se siente con facilidad no puede expresarse negro sobre blanco, decía Stendhal. Yo tenía la sensación de estar frente al stand de los patitos en una feria de pueblo. Le apuntaba al pato pero nunca le daba en el blanco, aunque era ese blanco el que finalmente me terminaba pareciendo más interesante que el objetivo en sí.

 

Cuando era chica me repetían: ‘María, sos muy opinionada y a los hombres no les gustan las mujeres opinionadas’. Que años más tarde haya hecho una carrera gracias a mi opinión, que mi punto de vista y mi pluma me hayan traído hasta acá, que ser una mujer opinionada haya resultado finalmente una baza a favor y no una desventaja, me parece una vuelta de tuerca impecable.

 

Tus libros están llenos de citas a obras de arte, pero también exponen tus diversas lecturas. Si uno reconstruyera ese árbol genealógico, ¿qué encontraría?
Empecé de chica leyendo Agatha Christie y Nancy Drew, seguí de adolescente con mucho Sidney Sheldon, quien debo decir me dio mi educación sentimental: ¡la cantidad de cosas que se aprendían en esas novelas! Y después lentamente empezaron a llegar los grandes autores: Faulkner, Joyce, Beckett, O´Neill, Tennessee Williams, Katherine Mansfield, mucha literatura anglo que me daban en el colegio y que yo leía con fruición. Y una vez terminado el colegio me lancé sedienta sobre todo lo que tenía letras de molde. Esos años fueron medulares y también lo fue la decisión de no estudiar Letras.

 

¿Por qué no lo hiciste?
Tenía la sensación de que “lo académico” atentaba contra el placer de leer, placer que siempre ha guiado mis acciones. Quizás ahí me equivoqué, pero el pro­blema es que soy muy infantil, no soporto el tedio ni la solemnidad; parezco el duque de Lauraguais que pidió autorización para perseguir como a un criminal a una per­sona aburrida. Ese he­donismo vacuo antes me preocupaba, ahora ya no. Me preocupan poquísimas cosas hoy en día. Quiero decir, a mí me gusta mucho leer pero estoy llena de lagunas y eso no me desvela ni me disminuye. A veces veo a algunos escritores posar frente a la cámara como si fueran Marlon Brando y pienso: ¿no se dan cuenta de que ser escritor está completa­mente sobrevalorado?

 

A propósito de lo académico y de ciertas convenciones, tus libros transitan por distintos géneros y eso los vuelve algo inclasificables. ¿Cambia en algo la escritura el saber qué es lo que uno está haciendo?
Para mí el estado ideal es la completa ignorancia. Escribir sin cerebro, digamos. Cuando escribí El nervio óptico yo creía que estaba escribiendo una guía de museos. Tardé un tiempo en entender todas las posibilidades que tenía el material, pero de repente, cuando apareció la voz, fue como la argamasa que permitió unir todo. Hoy me sorprendo de su éxito moderado: es más, lo miro con recelo, tengo el esnobismo de creer que si le gusta a todo el mundo, muy bueno no debe ser. Para La luz negra ya era más consciente, y ser consciente siempre me ha jugado en contra, pero la escribí en un período oscuro de mi vida y esa escritura me sacó adelante, me eximió de la realidad. Quizás debería haberla dejado reposar, la emoción se sirve fría, dicen. Pero yo estaba en el campo de batalla y no era momento de limpiar mi fusil, había que disparar.

 

Hay un tema de clase que recorre todos tus libros, asumir el lugar social desde el que se habla y hacerlo críticamente. ¿Eso es algo deliberado o apareció de manera más bien intuitiva?
Ni deliberado ni intuitivo, inevitable. La prota­gonista de El nervio óptico abreva en algunos rasgos de mi personalidad, es un yo desviado, digamos; por momentos la autora y el personaje se funden, por otros, se desligan completamente. Yo vengo de ese lugar y lo he observado con atención desde chica. Es una clase social a la que critico con dureza, pero de la que formo parte y no pierdo de vista que mis prerrogativas de clase me han traído hasta acá. Hacerse cargo de todo eso me parece que le da honestidad al libro. Honestidad literaria no quiere decir que sea verdad lo que cuento, eso se da por sentado, ¿no?

 

***

No le gustan mucho las entrevistas ni las apariciones públicas —lo que parece una excentricidad en es­tos tiempos—, por lo que era muy espera­da su visita a la FIL de Guadalajara. Sin embargo, su hija enfermó y a Gainza le resultó im­posible viajar a recibir el Premio Sor Juana. A partir de ahí, una polémica lamentable en la que se insinuó que no se lo darían. Por suerte, primó la cordura y de todo eso queda simplemente un discurso bellísimo que no pudo leer, en el que Gainza cuenta cómo fue la escritura de La luz negra. Y termina así: “Cuando era chica me repetían: ‘María, sos muy opinionada y a los hombres no les gustan las mujeres opinionadas’. Que años más tarde haya hecho una carrera gracias a mi opinión, que mi punto de vista y mi pluma me hayan traído hasta acá, que ser una mujer opinionada haya resultado finalmente una baza a favor y no una desventaja, me parece una vuelta de tuerca impecable. Una trama inusualmente redonda, después de todo. Muchas gracias”.

Relacionados

Mis 24 horas en el MIR

por Cynthia Rimsky

Vida de perro

por Lorena Amaro