por Vicente Undurraga
por Vicente Undurraga I 9 Agosto 2016
“¿Acaso en Chile se escriben hoy poemas como los que 60 años atrás escribían Neruda, Díaz Casanueva, Anguita, Arenas, Rojas, Parra, o muy pronto escribirían Arteche, Barquero, Lihn, Uribe, Teillier?”. Esta pregunta, lanzada en noviembre de 2012 por el cura y crítico literario José Miguel Ibáñez Langlois, a.k.a. Ignacio Valente, en El Mercurio, en su columna “Eclipse de la poesía”, fue la primera de una serie de arremetidas en que ha perseverado hasta hoy. En 2015, por ejemplo, en un texto titulado “Poesía in-significante”, afirmaba, sin dar ningún nombre: “Tengo en mis manos algunos libros de poesía joven y no tan joven, que verso a verso… no dicen nada, o mejor, casi nada”. Y este año, en “Declinación del gusto poético”, atribuía a la supuesta decadencia de la poesía el restringido número de lectores que posee.
Atender seriamente estos juicios implica hacer un plano general de la poesía chilena de los últimos 20 o 25 años: la poesía en el Chile post Pinochet o, más bien, la poesía chilena post Lihn.
Lo de Valente es menos una provocación fallida que el plañir desactualizado de un otrora agudo crítico de poesía que repite, con la producción actual de poesía, el gesto desdeñoso que en su momento tuviera con Lihn o Violeta Parra, en vez de reiterar mejor la agudeza con que supo advertir la aparición de Zurita o Juan Luis Martínez, o subrayar la belleza sublevada d-e poemas como “La cruz” de Nicanor Parra, abocándose a la ardua tarea de separar la paja del trigo en vez de abandonar la siega por un presunto eclipse. Quizás no haya tenido ocasión, o vocación, o vacación, para meterse, sin desdenes previos, a ver lo que se produce últimamente. Valente incluso se ha referido al “primer Zurita”, de lo cual se deduce que no aprecia al último, que publicó las nada menos que 800 páginas de Zurita, libro donde la historia y las visiones, la masa y el hombre, la arquitectura y el delirio, se funden en poemas que no por narrativos pierden su vuelo mayor, su genialidad fuera de serie.
Como sea, la pregunta de Valente reclama una respuesta fundamentada o, al menos, bien ejemplificada. Podríamos partir con Finis Térrea: apuntes de carretera, de Alexis Figueroa, un libro de imaginación y de tránsitos veloces que proyecta una síntesis poética de la carretera como “escenario clásico de la ficción pos-apocalíptica”, haciendo que en sus páginas se oiga hasta el soplido de los vientos y perfilando dicho espacio como paisaje metafórico clave de estos tiempos en que, pese a la sobrepoblación, se impone “la sensación de ser alguien ausente de personas”. Otro es Actas urbe, de Elvira Hernández, un libro prodigioso en el que las distintas sintaxis, tonos y modos de torcer y enlazar la escritura hacen pensar en conceptos como ronquera, irritación, extrañeza y humor seco. Y otro, para seguir con nacidos en los años 50, es Asunto de ojos, de Carlos Decap, poeta maestro en confundir la ciudad y las páginas, el viaje y la escritura, confusión donde “la nave de la poesía sigue navegando”.
Si se avanza una generación se llega a aquellos poetas que debutaron en los 90, sin Lihn, sin Pinochet, en el presunto eclipse. Hay en estos años poetas bien distintos entre sí; varios cuentan con un puñado de poemas de gracia o fuerza suficiente para rebatir cualquier pesimismo y para refrendar, incluso, aquella proposición o provocación que Nicanor Parra dejó caer en el prólogo de Lear Rey & Mendigo: “En un mundo desprovisto de racionalidad/ La poesía no puede ser otra cosa/ que la mala conciencia de la época”.
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“Todo es filmable, a veces/ todo pareciera exigir su registro/ como en el metro de Santiago/ lleno de empleados, secretarias, escolares/ con sus bellos rostros abatidos”, escribe Germán Carrasco en un poema que luego dice “aunque hay fotografías que no se toman”. Y es que el poeta debe ganarse el derecho a recrear, “llenar con cuidado el silencio”: en poesía lo que vale no es la consideración por sí misma- de la vida o de lo real sino su percepción y proyección en imágenes, ideas, sonidos y ecos: los versos en que se la expresa: la vida de la obra, no la vida en la obra.
El trabajo de Carrasco, que “refresca la gramática” combinando con agilidad de ninja pesadez y levedad, soltura y control, ironía y lirismo, es un hito central de la poesía de hoy, un trabajo amplio que ha cuajado y revitalizado lenguajes y realidades y humores (en sentido médico) de maneras sorpresivas, en poemas que no desprecian lo excedente, que resuenan no por su perfección métrica sino por su mezcla de novedad y familiaridad, por su movimiento perpetuo.
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Hay más, claro. Yanko González, por ejemplo, a la vez que logra extrañar verbalmente con lo ya conocido, torciéndolo en esas voces voladoras (“croan las tribus”) de Metales pesados y Alto Volta, puede también sorprender desatando la emoción al conciliar delicadamente serenidad y horror, como en 1999-2011: “No me atrevo a pulsar tu número/ Y quemar el poco aliento que nos queda./ No seré quien arriba, no seré quien parte/ Para quedar en la mitad y vacía./ No te apresures, no te fíes de mi brevedad/ Porque este día pardo terminará en el mismo día pardo/ Que persistirá inmutable en otro día pardo./ Querido mío, hoy a las cuatro y treinta de la madrugada/ Nuestro hijo nos dejó./ Sus ojos ya no muestran ni/ Sienten dolor./ Perdóname. He perdido un cuerpo para llegar/ Y he perdido un cuerpo para regresar”. O Antonia Torres, que hace algo similar, lo cual puede resultar muy asombroso en pleno siglo XXI: escribe poemas conmovedores sin aspavientos, aceptando la voz baja, algo por lo demás característico de esta época donde hay, más que grandes poetas, muchos grandes poemas, que es justo lo que anhela el cura: ahí está “Der Befund”, donde Torres especula con una ocurrencia hasta abrazar, en un verso epifánico, siglos remotos en un puro momento humano: “Mi hijo pequeño me propone un juego/ en el que él y yo descansamos/ juntos y abrazados en una misma muerte// Me sugiere la representación exacta de la escena/ a lo que accedo dudando de la corrección del gesto…”. En otro dial, Matías Rivas, que sí ostenta poemas que revolean la mirada con despiadados peritajes en lo ominoso y en el desorden de las familias (retomando de paso las resonancias latinas de “La injuria”, de Roque Esteban Scarpa), tiene una muy notable veta cálida: “Es hora de que reconozcamos que fuimos consumidos/ por nuestros temores y tormentos y que lo único que nos queda/ es abrazarnos como si estuviéramos solos en una pieza oscura”, se lee en “Un amor contemporáneo”. O Andrés Anwandter, que en Amarillo crepúsculo ofrece una muy buena muestra de quienes indagan sin ambages en lo nacional e incluso en lo contingente, transitando sin resquemores a la intimidad, pero desviando para ambas faenas el lente, trabajando formas no enfáticas sino sucintas, elusivas, convenientemente leves o distantes, en versos que parecen pensamientos donde el corte, los espacios y la cadencia generan un extrañamiento que permite ver las cosas de otro modo, como que “un cogotero se abre paso/ a navajazos por los ojos”. O Héctor Figueroa, que con su único libro, Intemperancia, es de los que mejor han renovado la capacidad de concernir, divertir y embriagar, ironía mediante, con el yo puro o el puro yo: “… no sé describir otra cosa que no sea mi ombligo;/ como si el centro de la galaxia partiera en mi barriga cervecera/ (…) poco dado a la voluptuosidad/ este hablante no describe sublimaciones interiores;/ falto de trino, cojo de espíritu, sin fantasía/ tampoco mitiga la miseria humana”.
Para cada uno de estos contenidos –y esto es lo relevante–, han procurado estos cinco autores, entre otros, claro, operar lenguajes apropiados, los que, desde su abierta diferencia, coinciden, en sus mejores momentos, en producir una cierta apertura, la que tiene que ver, básicamente, con arriesgar tanteos verbales en lo incierto, con intentar nuevos tonos y modos y acentos y también nuevos asuntos, pero al mismo tiempo con atreverse a simplemente “reiterar la poesía”, como decía Lihn (influencia versátilmente central en este tiempo).
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Hace 60 años Neruda, entre las cimas del Canto general y Estravagario, despachaba a menudo odas muy elementales. Y poemas rotundos y preciosos, como tantos de Anguita o Lihn, sí se pueden leer en estos años, también como los de Rojas o Teillier, Díaz Casanueva o Uribe. Y como los de Arenas o Arteche o Barquero: ¡mucho más todavía!
Hay un inadvertido acontecimiento luminoso que por sí solo bastaría para sosegar tanta alharaca: la publicación en 2015 de Canciones para una banda rock, la “poesía temprana / 1999-2003”, de Piero Montebruno, libro donde fuera del desdichado título no hay desperdicio sino sucesivos momentos deslumbrantes, sobre todo “Partir, partir, ebrios al amanecer”, un largo poema que brilla con su construcción sofisticada, su tono que oscila entre lo narrativo, descriptivo y prescriptivo, sus repeticiones, su ritmo melancólico y sus imágenes precisas, preciosas: “Partir, partir, ebrios al amanecer/ Errando por las calles que prolongan la noche/ Caminar con la prisa de la primera luz/ Y con la conciencia aplastada./ Partir, partir, ebrios al amanecer/ Enfilar hacia el río y sentarse a un paso de sus aguas/ Sintiendo cómo fluyen las imágenes de los hombres/ Y cómo fluye la existencia/ Cerrar los ojos y esperar hasta que el cielo entre en nuestros cuerpos”.
Hay que decir una perogrullada: la poesía del último tiempo no solo la han hecho los jóvenes (nacidos en los 70 y 80), sino también algunos no exactamente jóvenes que debutaron en este tiempo; un puro ejemplo: la demoledora obra de Bruno Vidal aparece en los 90, arrollando maniqueísmos con la “pura objetividad del arte no comprometido”.
Valente no extraña proyectos totales ni nuevos esquemas de composición, sino simplemente poemas valiosos. No es difícil sumar ejemplos que lo refuten, como “En el día del yo se anuncia el verano” de Sergio Madrid, “La copa en otoño” o “Eugenio Téllez” de Leonardo Sanhueza o Mudanza de Alejandro Zambra, un poema que luego se ha proyectado, significativamente, en su narrativa y que es síntoma y cima del poema de estos tiempos, de su volcamiento hacia sí mismo sin desatender la realidad sino, más bien, atendiéndola justamente desde ahí, desde el poema aproblemado.
Si la poesía escrita en los años 70 y 80 se caracterizó por sus afanes amplios, por su ambición exploratoria (Lihn, Hernández, Martínez, Muñoz) o totalizante (Zurita) y por ser discursivamente compleja y oblicua (a la vez que muy alusiva a la realidad) a causa del contexto dictatorial, expandiendo con sus métodos a “el plano regulador del lenguaje” (diría Marcelo Mellado), la publicada en los 90 y 2000 es una poesía que, sin estridencias innecesarias o extemporáneas, indaga y habita en esa expansión heredada, la transita, la bifurca, a veces la reitera y, en cualquier momento, la aumenta. Esa es la gracia viva de la poesía chilena: no pasan tres o cuatro años sin que se publique un libro de poesía que amplía lo habido, renovándole de paso la razón a Rubén Darío, que en el prólogo de su Canto errante de 1907 ya nos prevenía: “No. La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores”.
En un ensayo sobre la época en que apareció El Cristo de Elqui de Parra (1977, 1979 y 1983), Roberto Merino dice que si algo ha cambiado desde los años dictatoriales es “el lugar social de la palabra”, pues “la palabra operaba en ese momento en un círculo electrificado. No solo por las consabidas coerciones de los aparatos de censura o represión, sino también porque había menos espacio para ella”. Y así es: la poesía ha experimentado una gran explosión demográfica (seguro hay más de 500 poetas sub 50 atendibles) y hoy opera en condiciones definitivamente mejores, amplias (hay muchos fondos y editoriales de poesía, varias dirigidas por poetas), ocupando un lugar social más favorable o incluso cómodo (Mellado ha hecho de la sátira de esto –la fondartización y el patrimonialismo lírico–, parte del núcleo ácido de su escritura sin igual).
En una entrevista, el poeta y crítico Jaime Pinos, respecto a la pluralidad de poéticas valiosas del presente, dijo que la atribuye a cierto cambio en los modos de recepción, el que “se ha desarrollado en la misma medida que algunas ideas y prácticas literarias se han ido debilitando. La idea de Poeta Único, por ejemplo. La idea de Crítico Único”. En una línea similar, Beatriz Sarlo escribió a propósito del lugar de César Aira en la literatura argentina algo que, mutatis mutandi, refuerza esta idea: “Aira no ocupa el lugar del Gran Escritor, al que se ha resistido de manera estratégica. Sabe que ese lugar vacío es hoy imposible de ocupar, que no existe y sobre todo, que no se puede escribir con la fantasía de volver a producir ese efecto de unificación del campo literario”.
Quizá en la poesía chilena lo que antes que nada ha cambiado muy acentuadamente es eso: el lugar de los autores, por el lado de la recepción –que ya no está para Poetas Únicos– y por el de la circulación –que ya no está electrificado. Así, donde hace medio siglo había dos o tres voces insoslayables, excluyentes, y dos o tres líneas replicantes, hoy se ve un ovillo denso y heterogéneo compuesto de cuerdas brutales, tiernas, rabiosas, resentidas, barrocas, grotescas, leves. Todo lo cual se acrecienta con la producción de los últimos años, incluida la irrupción de poetas mapuches irreductibles, como César Cabello. Caos podrá haber, eclipse no.
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Si vamos a los nacidos en los 80 o bien avanzados los 70, se ve que la mano sigue muy viva: hay poetas escudriñando las geografías sociales, familiares y mentales mediante versos de “filo equilibrado” –como diría Héctor Viel Temperley– en poemas sobresalientes, como los de Víctor López o Milagros Abalo; hay poetas traduciendo apócrifamente o cambiando, en poéticas movedizas, permanentemente de voz como los lanzas de ropa, como Mario Verdugo o Gustavo Barrera; hay otros trabajando inteligentemente la observación y la crítica, como Raúl Hernández o Jorge Polanco. Otros están componiendo con lo descompuesto de la lengua, como Juan Carreño en Compro fierro; hay varios tomando textos de la tradición poética chilena y latinoamericana para darles vueltas (lo que es notorio en los momentos altos del trabajo pantagruélico de Héctor Hernández Montecinos), dando por resultado la panorámica de una poesía en la que la intertextualidad y la híper conciencia sin desmerecimiento de lo lírico –quizá la gran herencia lihneana– ya no son, como en las generaciones anteriores, un arma en debut sino un modo de hacer, un firme punto de partida, aunque no por ello se trate de una producción que renuncie al vuelo, a la posibilidad del poema de internarse, extraviarse o dejarse llevar por derivas de todo tipo, desligándose de la inteligibilidad en pro de otros efectos, sonoros, por ejemplo, o visuales.
La del último tiempo es una poesía que puede ser apreciada por el mero hecho de que, lejos de aportar elementos para una definición del género poético (o siquiera la tradición chilena), la difumina, la expande, volviéndose un corrosivo impedimento para cualquier seguridad posible acerca de su especificidad. Imposible conocerlo o mencionarlo todo, pero de un paseo por la última poesía chilena un lector curioso no debiera salir con las manos vacías ni la cabeza desolada.
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Hay dos cometidos claves que la mejor poesía de las últimas décadas logra muy bien:
1) Proyecta una imagen de época o al menos ofrece cuadros del presente convertidos en trazos imborrables, que revelan cuestiones latentes y qu—e propician la sensación de lectura de que Chile es ante todo un país cambiante: “Nada es/ todo se otrea”, escribió Yanko González. Esa sensación podría ser la del desconcierto ante los derroteros de la historia y de la propia poesía, lo que quizá explique el que estemos ante una literatura obsesivamente abocada a pensarse a sí misma, a mirar y mirarse mirar, y mirar, también, aunque solo en ciertos casos y de modo fractal, a su entorno inmediato, para ver por dónde y cómo seguir a una altura del partido en que se fue la dictadura pero quedó buena parte de lo dictado (si bien ahora haciendo agua) y, de ese tiempo y ya en el ámbito netamente literario, una producción de poesía de primera magnitud de la que tomar posta. Así, vistos en perspectiva, entre todos dibujan una cierta mueca que podría, digamos, coincidir o, mejor dicho, continuar otra mueca que anda buscando cara (tal como ocurre en el poema “Mueca”, de Ted Hughes): la mueca de lata, de mal sabor, de cinismo que puede suponerse habría dejado escapar justamente Lihn (su poesía y su cara) ante la contemplación del espectáculo de la democracia vigilada primero, de la justicia en la medida de lo posible después y, finalmente, de la cultura entretenida.
2) Hay varios poetas afanados en captar qué hay en el pozo de ambigüedad, indeterminación o vaguedad que hidrata y a la vez ahoga el habla chilena, reelaborando en versos esa curiosa mezcla de euforia y melancolía, de cantinfleo y elipsis que desvela a los mejores lingüistas y sobre la cual Raúl Ruiz –un observador de Chile y sus letras de genio incomparable– dejó dicho: “Todo chileno habla exclusivamente entre comillas. Es alguien que pone la retórica antes que la realidad. No es que los chilenos sean floridos, es todo lo contrario: Chile es un país que relativamente no tiene idioma, no tiene lengua, pero fabrica una forma muy curiosa de lenguajes artificiales en que la forma y la entonación tienen casi tanta importancia como las palabras que se emiten”.
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Como reparo general puede indicarse que en la poesía actual la narratividad –que rima con la facilidad– crece como maleza (pocas poéticas rompen esa tendencia marcadamente, como no sean las que solo se dedican a romperla, las tendencias sonoras y visuales). Al saturar puede obstruir la aparición de tonos, de modos, de desplazamientos y quiebres, de la extrañeza y la sorpresa, estancando un poco, en fin, la circulación de la gracia y enfomeciendo todo. Asimismo, el humor que se ve es menos del que la época –con sus personajes, hechos, hablas y basuras– podría gatillar (Cristian Geisse y JM Corrales serían notables excepciones).
Una cuestión final, de pie fúnebre pero de alcance auspicioso: son pocos los muertos del período, como Antonio Silva y Pedro Montealegre (la incomparable y aún no bien ponderada Bárbara Délano, aunque mayor, sería otra). Entonces cabe decir otra perogrullada: los poetas que se estrenaron en los 90 y los 2000 apenas superan los 40 años, que es la edad que tenía Parra cuando debutó con Poemas y antipoemas. Tienen, pues, espacio y tiempo para seguir haciendo brotar poemas como los que se escribieron hace 60 años o quizá 60 segundos en la luminosa selva lírica chilena.