por Milagros Abalo I 14 Abril 2025
“Nuestra poesía popular es un suspiro colectivo de impotencia”.
Emil Cioran
Para que el espíritu revolucionario se vuelva materia de poesía tendría que devenir en tristeza, decepción, derrota empozada como el aceite donde se fríen las sopaipillas en la Alameda; evocando el universo poético de José Ángel Cuevas, o por lo menos en una pregunta que él mismo se hizo en otro de sus versos: “De qué sirve la revolución”. De lo contrario, todo se vuelve discurso, panfleto, y la literatura no está para eso, menos la poesía; como escribió Bataille en su ensayo “¿Es útil la literatura?”: “No puede ser útil porque es la expresión del hombre —de la parte esencial del hombre— y lo esencial en el hombre no es reductible a la utilidad”.
“A los 27 días de mayo del año 70 / un hombre se sube sobre sus derrotas”, escribió Silvio Rodríguez en la canción “Oda a mi generación”; escucharla, según mi papá, limpiaba el alma en los años de dictadura. Para subirse arriba de las derrotas no solo hay que haber sobrevivido, sino también tener la fortaleza, la reciedumbre para levantarse luego, y más aún si esas derrotas son también las de una generación. Alguien provisto de “decencia y buena fe”, calificativos que por estos tiempos andan perdidos, podría persistir. José Ángel Cuevas en sus poemas se refirió a los años 70 como “la época de los buenos sentimientos”, y es probable que así fuera, algo necesario cada cierto tiempo para limpiar el alma del mundo, aunque más tarde todo devenga inevitablemente en desengaño.
Una vez naufragada la esperanza, la lucha en este caso continúa en las palabras, única hermandad que sobrevive: “El poema en algún momento puede preservar / hacer // cariño // echar viento al cadáver de un país”, escribe el poeta José Ángel Cuevas, quien insufló de ese viento sus palabras y fue con ellas el malabarista de una generación, como canta Silvio. Se mantuvo con un pie en el aire, sosteniendo apenas, aunque con determinación, la precaria sobrevivencia, vivir al dos y al tres liquida al yo y sin embargo el poeta hace malabares y “aprendió a existir con lo mínimo”. No solo por él, sino por un pueblo y su gente menospreciada, por los que quedaron “sentados a orillas del camino de la vida” como los sujetos del poema “Los alcohólicos de Chile”, donde “el alcohol lo va cubriendo todo”: antidepresivo cuando no hay plata ni para consulta ni para remedios, aunque a la larga sea también un depresor en su círculo vicioso. Hay que ser fuerte para no morir en sus garras, amigo en la noche de los cantos ebrios, enemigo del sol de la mañana.
Cuevas muestra en sus poemas un país vencido, cansado, un país que degradó los sueños de su gente por exceso de realidad, y que no le tuvo cariño. Un Chile de gente ahogada en la pena y la falta de esperanza, y por lo tanto la alegría, el canto y el baile se perdieron en la inmensidad de la noche, aunque el poeta mantuvo como brasa encendida la memoria de una colectividad de ojos vidriosos que logró sobrevivir a un tiempo y a un lugar donde el yo se alzó con prepotencia de uniformado. “El arte no tiene futuro inmediato porque todo arte es colectivo y hoy ya no hay vida colectiva (no hay más que colectividades muertas)”, escribió Simone Weil. Cuevas tuvo la capacidad de seguir cuando de golpe todo fue vencido, cuando la comunidad se estrelló contra la nada de una utopía social, fue “el emisario de un país vencido / impago / tartamudo”. La imagen de “Un paraíso que se quebró” es la que persiste en los ojos del poeta, como si toda lucha colectiva fuera finalmente una derrota individual. Lugares donde dios no se apareció, o lo hizo en el fuego que ardía en la población. Y quizás no fue tanto un país el que desapareció, sino más bien la forma que se tenía de estar en él: el ocaso de un estilo de vida. Y aunque, como escribe, “la poesía no le importa a nadie”, sus versos fueron un acto de resistencia ante la desaparición de dicho mundo, y a la vez un recorrido por Chile, un recorrido vital: Ferrocarriles del Estado, “era Chile el que pasaba por sus ventanas abiertas”, el barros luco, el completo con té, canchas de fútbol en las que no se vieran hombres con las manos en alto sino pichangas de domingo; leer su poesía tiene un efecto de reconstrucción o restitución de un tiempo, aunque “piden que no se les hable más del pasado / que un artista debe producir novedad”. Su sintaxis es la de una emoción puesta al servicio de una colectividad. Y su palabra nos recuerda que muchas veces el poema está afuera, vivo entre la gente. Mantener y sostener el habla de un país herido no es poco, sobre todo cuando el olvido se hace cada más presente; es el poeta quien nos viene a recordar cuando “ya nadie se acuerda”. Hay algo conmovedor en sus poemas, y es que pese a todo mantienen un temple, una fe, un espíritu de barrio: “La Fiesta debe seguir / Porque el sol vigila nuestros pasos”, escribió. Sus poemas son y siguen siendo en este sentido una mesa puesta y desplegada con su vaso de vino, su pebre, su pan, y en ella se puede estar sin hablar, y eso parece recomponer los huesos.
El estallido social, pienso, le debe haber pegado como un fulgor, un espejismo en sus ojos vidriosos, una esperanza hundida tiempo después en la más profunda soledad: doble, triple derrota la de ser chileno. Leyendo a Pepe Cuevas recordé una imagen que me llegó de Pato Manns un par de años antes de su muerte, cuando dio un concierto en el Jagger’s de Viña del Mar: esos pubs que terminan con un incendio en la cocina para cobrar el seguro ante su quiebra inminente. Desconozco si ambos se conocieron, pero si Cuevas hubiese estado ahí habría escrito un poema hermano y digno en honor al músico excepcional que canta “Arriba en la cordillera” en un pub casi vacío la noche de navidad.