Sin la caída del Muro, sin la repentina extinción de su patria, Jenny Erpenbeck duda de que se hubiera vuelto escritora. El exilio involuntario que empezó entonces la enfrentó a las derivas caprichosas de la Historia, a sus consecuencias imprevistas y su caos, preocupaciones que más adelante impulsarían sus libros. Si hay algo que llama la atención en Una casa en Brandenburgo o en Kairós, es justamente la inusual mirada de largo alcance de la autora, su capacidad de poner en perspectiva el destino individual de los personajes, el lugar endeble que ocupan en el torbellino de los años y las décadas y los siglos.
por Rodrigo Hasbún I 13 Enero 2025
Jenny Erpenbeck creció a unos pasos del Muro de Berlín, del lado socialista de la ciudad. Lo que para el resto del mundo era el símbolo más visible de la Guerra Fría, para ella significaba sobre todo el final abrupto de una calle en la que podía patinar a gusto con sus amigos, un callejón donde sucedieron los primeros hallazgos y secretos, las primeras alegrías. Luego, a sus 22 años, pasó lo impensable: se resquebrajó la Unión Soviética, el Muro fue demolido para dar inicio al proceso de reunificación alemana y, sin mayores anuncios, de un día para otro, todo lo que había constituido su vida hasta entonces se convirtió en material de museo.
Sin la caída del Muro, sin la repentina extinción de su patria, Erpenbeck duda de que se hubiera vuelto escritora. El exilio involuntario que empezó entonces la enfrentó a las derivas caprichosas de la Historia, a sus consecuencias imprevistas y su caos, preocupaciones que más adelante impulsarían sus libros. Si hay algo que llama la atención en ellos es justamente la inusual mirada de largo alcance de la autora, su capacidad de poner en perspectiva el destino individual de los personajes, el lugar endeble que ocupan en el torbellino de los años y las décadas y los siglos.
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Una casa en Brandenburgo, su primera novela, quizá sea la mejor puerta de entrada a su obra, la que delinea con más contundencia y claridad los contornos de su proyecto narrativo. Sin alejarse de una casa a orillas de un lago, Erpenbeck despliega en ese pequeño libro buena parte del siglo XX alemán. Al hacerlo escarba en sus heridas más hondas: dos guerras que duran más de lo que duran, el nazismo y la complicidad civil, la ocupación soviética y el agrietamiento del país.
El libro está construido alrededor de las vidas de los sucesivos ocupantes del lugar. Así, desfilan por las páginas un viejo regidor y sus cuatro hijas solteras, una familia judía que debe deshacerse de sus bienes a precio de gallina (mientras intenta huir de la maquinaria nazi de la muerte) y el arquitecto que los adquiere y que más adelante cae en desgracia. También pasan por ahí una tropa de soldados rusos y una pareja de escritores que regresan a Alemania tras varios años fuera.
Los capítulos de toda esa gente se intercalan con la historia del jardinero de la casa, un hombre sigiloso que va envejeciendo a lo largo del libro y que, entregado a sus labores de cuidado, interactúa poco o nada con los demás personajes, a los que no juzga ni justifica. Guardando una distancia similar, la autora tampoco lo hace. Esa distancia le permite atender sus dilemas y sufrimientos sin desentenderse del contexto que los propicia. En última instancia, todos parecerían retratados bajo un mismo desamparo, ocupando posiciones encontradas en un tablero en el que más tarde podrían tocarles posiciones opuestas.
Para Erpenbeck, los límites entre víctimas y victimarios a veces son ambiguos y difíciles de cifrar. La escena de un abuso entre un soldado ruso inexperto y la esposa del arquitecto evidencia esa difuminación: “Él, que todavía no ha besado a nadie en la boca, besa esa boca que con toda probabilidad es una boca alemana, llena y quizá un poco marchita. (…) Ella dice una palabra o dos, pero tampoco sus palabras se pueden ver en el oscuro escondite. Quizá la guerra solo consista en la confusión de los frentes, porque ahora que ella le empuja la cabeza entre sus piernas, quizá tan solo lo haga porque ella sabe que el soldado tiene un arma y que es mejor no resistirse. Ella toma la iniciativa. Quizá la guerra consista en eso, en que uno, por miedo al otro, tome la iniciativa, y luego al revés, y siempre así. Y cuando ahora el joven soldado, quizá tan solo por miedo a la mujer, empuja su lengua a través de su vello rizado y le sabe a metal, se derrama, primero suavemente, luego más fuerte, un caliente chorro sobre su cara, la mujer le orina en la cara. Como sus hombres han orinado sobre la puerta pintada de la entrada de la casa, le orina ella a él”.
Haciendo referencia a la escena, Erpenbeck diría años después: “Se me ocurrió que sería interesante narrarla de manera diferente a la habitual, para que no fuera claro quién detenta el poder y quién es la víctima. Eso cambia varias veces durante esa escena erótica. No puedes decir que se trata de un soldado del Ejército Rojo violando a una mujer alemana. También podría ser una mujer alemana violando a un soldado muy joven”. Y añadiría luego esto que se ve tan bien en Una casa en Brandenburgo, esto que se ve tan bien en la mejor literatura: “La verdad nunca es una sola cosa. Es un ente complejo, viviente, que se mueve y crece y no deja de oscilar”.
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Antes de empezar a publicar a sus 32, Erpenbeck tuvo una exitosa carrera como directora de ópera. Esa formación musical resuena en sus libros, que se construyen bajo los principios de la variación y el contrapunto, de la armonía y la disonancia, por sobre todo de la repetición. No sería desmedido señalar que este último recurso no solo define su estilo, sino también su sensibilidad y su mirada.
Una repetición ofrece la posibilidad de volver a ver, de evaluar hacia atrás lo que ya se vio. En sus libros atestiguamos una y otra vez algunos hechos, oímos una y otra vez algunas reflexiones o frases sueltas. Se constituyen como leitmotivs, alrededor de los cuales se despliega un tejido coral en el que a menudo conviven puntos de vista divergentes. Mientras tanto, nada permanece inmune a la repetición. Cada eco o reflejo produce una diferencia, una mayor hondura, un matiz.
En El fin de los días, su segunda novela, las que se suceden son las ocupantes de una sola vida que termina siendo varias. La que podría pensarse como protagonista muere cinco veces, a distintas edades, en distintas épocas. Dependiendo de las circunstancias y el azar, en cada capítulo la encontramos bajo una nueva forma: una infanta en su Galitzia natal, una joven avergonzada y hambrienta en la Viena de la Gran Guerra, una mujer exiliada en Moscú que debe enfrentarse a las purgas estalinistas tras la detención de su marido, una autora celebrada en la República Democrática Alemana y una anciana nonagenaria que aguarda en un asilo las visitas de su hijo.
Un hecho cualquiera incide en muchos otros en medio de esa maraña de vidas posibles. Cuando ella muere siendo una infanta, su padre se embarca de inmediato hacia Estados Unidos, sin despedirse de nadie y sin entender él mismo adónde lo lleva su dolor, mientras su madre termina prostituyéndose para sobrevivir. El destino de la bebé informa y deforma el de sus progenitores: lo que pudo haber sido una familia se vuelve su disgregación a partir de la muerte de la hija. Esa muerte revierte además algunos roles que parecían inamovibles: la madre deja de ser madre, la abuela deja de ser abuela y sigue siendo madre nada más.
Por su originalidad y su riesgo, sus resonancias tan perturbadoras y su ambición, no es difícil poner a El fin de los días en el estante de las novelas más fascinantes que se hayan publicado este primer cuarto de siglo. Por razones similares, Una casa en Brandenburgo también podría ser parte de ese mismo estante.
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Con Yo voy, tú vas, él va, su novela siguiente, Erpenbeck traslada el cuestionamiento histórico a la llamada crisis de refugiados africanos en Europa. En un significativo ejercicio de reinvención, no solo escarba por primera vez en una problemática actual, sino que además sus estrategias son muy distintas a las de sus libros anteriores. Aquí no hay grandes extensiones temporales, ni numerosos personajes innombrados que las atraviesan, ni tampoco un uso radical de la elipsis y la condensación.
En el centro del libro aparece Richard, profesor retirado y viudo reciente, al que una huelga de hambre de refugiados africanos llama la atención. Al haber desarrollado su carrera y buena parte de su vida en la desaparecida República Democrática Alemana, él mismo se siente abandonado y un poco extranjero en su tierra. Al haber perdido a su esposa y su trabajo, una vida desconocida también empieza para él.
Muy pronto entabla vínculo con los refugiados. La novela despliega en detalle esa relación crecientemente cercana. Las injusticias del pasado son más fáciles de denunciar, sugiere Erpenbeck, las del presente preferimos ignorarlas. Yo voy, tú vas, él va es una novela comprometida en su indignación y su denuncia. La transformación que atestiguamos esta vez es interior: lo que para Richard pasaba desapercibido se vuelve intolerable, lo que era un problema ajeno se vuelve propio, la distancia entre ellos y él se termina deshaciendo. Ali, Rashid, Awad y Osaboro, entre otros, le comparten sus historias y, por medio de ellas, se vuelven más reales para el anciano bienintencionado que intenta ayudarlos.
Erpenbeck investiga a fondo antes de empezar cada libro. Para este, en lugar de recorrer archivos y bibliotecas, convivió y conversó largamente con el grupo de los refugiados a los que retrata. Al igual que su personaje Richard, tras la caída del Muro a ella le tocó reeducarse en sus prácticas cotidianas y sus habilidades financieras y afectivas. Lo que era evidente dejó de serlo, sensación que también comparten el profesor y los refugiados. Todos ellos despliegan una mirada dividida, anclada entre lo que ahora tienen alrededor y lo que tenían antes.
Lo único que ese grupo de hombres solos demanda es que los dejen trabajar. Están hartos de esa espera abrumadora que la novela vuelve tan palpable. Haciendo eco del campesino kafkiano que se aposenta a las puertas de la ley, deben lidiar con una burocracia igualmente infranqueable. Hay algo exasperante y desolador en los vericuetos legales de un Estado anónimo y olvidadizo que se desentiende de ellos.
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A sus 57 años, Erpenbeck solo tiene cuatro novelas en su haber, además de un par de nouvelles y un puñado de cuentos y ensayos. Bastan para que críticos tan influyentes como James Wood anticipen que más pronto que tarde recibirá el Nobel. Quienes la leen aún son pocos, pero eso quizá cambie ahora que el último de sus siete libros, Kairós, es finalista del prestigioso Booker Internacional.
Podría decirse que se trata de su entrega más íntima, en cuanto explora los años previos y posteriores a la caída del Muro, que fue tan decisiva en su vida. En estas páginas, la disolución de su patria sucede en paralelo al desmoronamiento de un amorío malsano entre Katharina y Hans, que además de ser tres décadas mayor que ella, está casado. Al igual que los lugares, los objetos también llevan inscrita una historia. La novela reconstruye esos años confusos a partir de un par de cajas llenas de cartas y listas y facturas, de fotos y postales. La primera parte narra la época más luminosa de la pareja. La segunda, tras un desliz de ella que descubre él, narra su descenso al infierno. Los interrogatorios y las recriminaciones, la manipulación y la vigilancia, corroen entonces una relación cada vez más asfixiante, que en sus dinámicas termina fusionándose con el trasfondo político y social.
En ambos niveles aparecen desdibujados los límites entre la esperanza y la desilusión, entre lo nuevo (que un día será viejo) y lo viejo (que fue nuevo alguna vez). No son dimensiones tajantes en Kairós ni en ningún otro libro de la autora: conviven en un presente sedimentado, al que la multitud de presentes anteriores dota de profundidad. Erpenbeck se mueve cómodamente en esa confluencia. Al hacerlo, su escritura nos enfrenta al misterio de lo que muta, al misterio de las posibilidades que se multiplican segundo a segundo, quizá, sobre todo, al misterio de nuestra enorme pequeñez.
Kairós, Jenny Erpenbeck, Anagrama, 2023, 336 páginas, $24.000.
Yo voy, tú vas, él va, Jenny Erpenbeck, Anagrama, 2018, 336 páginas, $23.000.
El fin de los días, Jenny Erpenbeck, Edhasa, 2015, 312 páginas, $21.000.
Una casa en Brandenburgo, Jenny Erpenbeck, Destino, 2011, 208 páginas.