Coloane como nuestro último naturalista; Neruda soñando con traducir a Conrad, y Manuel Rojas como una refutación de la vida de los marinos presentada por Salvador Reyes: a la manera de un detective literario, el autor de este ensayo pesquisa el territorio (acantilados, puertos, bahías, el mar adentro) y las vivencias de una vida recia y no pocas veces opresiva, cuentos y novelas en las que en vez de hogares hay buques y donde sus protagonistas son expuestos a experiencias límites, aventuras que por lo mismo logran revelarles la forma del mundo.
por Álvaro Bisama I 1 Abril 2025
1.
La mejor traducción que hizo Pablo Neruda fue la que nunca escribió. El poeta tradujo a Blake, Shakespeare y Joyce, en versiones casi todas breves e intensas, con el peso de su respiración casi asfixiando el original; pero nunca concluyó la de The Nigger of the Narcissus (1897), la novela de Joseph Conrad. Fue entre los años 1926 y 1927, cuando compartía una pieza arriba de una verdulería en el Barrio Yungay con sus socios Tomás Lago y Orlando Oyarzún, y donde, a pesar de la pobreza, ya se comportaba como una especie de celebridad mientras publicaba textos como Tentativa del hombre infinito o la nouvelle El habitante y su esperanza. Artista del hambre, para él cualquier posibilidad de fuga estaba detenida, mientras esperaba que le funcionara algo en el Ministerio de Relaciones Exteriores e intentaba negocios como vender faciógrafos con su amigo Álvaro Hinojosa y vivía a salto de mata, en una eterna despedida de la juventud. “Como ciudadano, soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués, y me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean estos artistas o criminales”, anotó en un prólogo a modo de testimonio sobre sí mismo en ese momento.
Respecto de Conrad, según Oyarzún —citado por Hernán Loyola—, Espinosa y el poeta “trabajaron un tiempo en la traducción (…), pero el asunto no prosperó”. Según David Schidlowsky, fue con Tomás Lago con quien tradujo el libro. No era la primera versión local del escritor polaco cuya obra circulaba con cierta visibilidad. En 1925, Mariano Latorre se había encargado de The Secret Agent (1907), que tituló El huésped secreto y que apareció en un número de la revista Atenea, en la que venían textos de González Vera, Huidobro y Alberto Rojas Jiménez. Latorre también publicó ahí un ensayo sobre la vida y obra del polaco, y era interesante leer cómo el maestro y custodio de las formas del criollismo trataba de comprender una literatura cuyo mejor atributo era hacer estallar toda frontera, patria o lengua. “No fabrica, según el arte caro a los franceses, ni siquiera recurre a la forma autobiográfica, pues esto significaría invención de sensaciones”, anotó Latorre acerca de Conrad, en un ejercicio afectuoso acerca de un autor del que dice que “desaparece por completo bajo esta saturación de colores de sonidos, de voces humanas, de contactos, de visiones, de ambientes, de efluvios y números, de un mundo que nos invade antes de dejarse comprender”.
2.
Volviendo a Neruda, su traducción esfumada era quizás una prefiguración, sobre todo si pensamos que fue Hinojosa quien lo acompañaría más tarde al Oriente cuando lo designaron cónsul ad honorem en Rangoon, Birmania. Para ellos, Conrad bien podría ser una brújula, aunque hay algo del Kipling más despreocupado y alucinante en las aventuras que ambos perpetraron en ese viaje fantástico. Así, llegan a Europa, se cruzan con Vallejo en París y luego salen con destino a Asia desde Marsella y van y vienen de Japón o Shangai, mientras el poeta envía crónicas a La Nación que son puras postales fabulosas, exóticas. Más tarde, en Confieso que he vivido, recordará esos días como una picaresca: hacen de extras en estudios de cine en Calcuta o son asaltados por unos conductores de rickshaws en Shangai.
Todo se vuelve triste cuando se separan. El poeta se queda en Rangoon, su amigo parte a su propia versión del futuro, donde quiere “vender té de Assam, telas de Cachemira, relojes, tesoros antiguos”. Ahí vendrán, casi como viñetas de un álbum, su cambio de nombre por Álvaro de Silva, sus viajes y la escritura de una obra literaria secreta. “Su movilidad, su criticismo, sus naranjas, sus cíclicas transmisiones, su cueva de Nueva York, sus violetas, su embrollo que parece tan claro, su claridad tan embrollada”, dirá Neruda de él en Confieso…, y su desaparición posterior solo acrecentará el mito. “Hablaba a veces de Neruda, pero lo hacía desde una curiosa distancia, dejando en claro que él era un autor de una especie enteramente diferente, que no tenía nada que ver con las longanizas, los asados, las expansiones folclóricas, los cantos épicos, generales, del bardo de Isla Negra”, recordó Jorge Edwards.
Sin Hinojosa, llegan la soledad y el mudarse de un lugar a otro. Singapur, Ceylán, Batavia. Los días del opio. La contemplación de los ritos. La soledad y el embrutecimiento. La violencia. Las estatuas del Buda, las ceremonias, los estertores de la vida colonial. Esos días, la soledad de la extranjería quizás lo devuelve a la conciencia del idioma; que resulta algo dramático para cualquiera, pero que en el caso de un poeta solo puede constituir una hazaña y una tragedia. Lee en inglés, hace poesía en castellano. Trabaja los poemas que vendrán más tarde en Residencia en la tierra. Mientras, encuentra en Conrad un espejo, un retrato de sí mismo, según le cuenta al argentino Héctor Eandi, desde Ceylán. Dice: “Eandi, nadie hay más solo que yo. Recojo perros de la calle para acompañarme, pero luego se van, los malignos. Buenos Aires, no es este el nombre del paraíso?”, le dice desde Colombo. Luego agrega: “Se acuerda de esas novelas de José Conrads [Joseph Conrad] en que salen extraños seres de destierro, exterminados, sin compensación posible? A veces me siento como ellos, solamente que, este solamente que es tan largo, yo siento algunas virtudes en esta vida”.
3.
En 1951 el escritor, diplomático y viajero Salvador Reyes (1899-1970) publicó Mónica Sanders, una novela de tema marino ambientada en Valparaíso, donde el personaje central era un capitán que salía y volvía del puerto en su barco ballenero, mientras se dividía entre la tensión del deseo que le provocaba una mujer casada y la llamada del mar como vocación insoslayable. Si bien las escenas más frenéticas de la novela eran las que correspondían a su primer tercio (que tenían que ver con las rutinas de un barco ballenero), el grueso del relato transcurría en tierra firme y daba cuenta de los paseos de los personajes por un puerto que se aferraba al exotismo como el último destello de un lugar antes fabuloso. Reyes contaba una bohemia de bares abiertos en una madrugada interminable, llena con las conversaciones y las nostalgias de marinos y capitanes entregados a la celebración de las aventuras del pasado, mientras entonaban viejas canciones marineras, recordaban amores, naufragios y tempestades. Con ellos, el autor desplegaba una postal que acumulaba los tópicos predilectos de una clase de vida en extinción y, al mismo tiempo, de una tradición literaria que volvía sobre Melville o Pierre Loti.
Era una ilusión literaria: su efectividad poética dependía de su condición de anacronismo. Reyes escribía la aventura de Julio Moreno, el capitán, usando los viejos modos criollistas a los que cubría con cierto barniz exótico. De hecho, en el libro podía leerse cómo los cuerpos (humanos y animales), el deseo y el ambiente porteño operaban como ingredientes de una novela de tesis que aspiraba a demostrar las virtudes de la experiencia física frente a la una inteligencia intelectual que se ha deformado hasta volverse una suerte de decadentismo existencialista.
De hecho, sus mejores momentos eran casi independientes de la trama central y flotaban un poco a la deriva antes de que el libro se hundiese en una espiral de melodrama. Estos correspondían a los instantes más encarnizados de la casa de las ballenas, o el paseo de los personajes por la casa de Mónica, que es una especie de zoológico privado, un santuario secreto lleno de animales. Pero había algo tardío en el tono, que sonaba desencajado y algo cursi gracias a las visitas impenitentes a un local llamado “Bote Salvavidas” o a los recuerdos conjurados de varios capitanes casi jubilados, presentados como reliquias divertidas que no podían sonar sino añejas. Quizás tenía que ver con el modo en que Reyes celebraba un mundo desaparecido como si fuese un tiempo presente, o tratase de atrapar la imagen de Valparaíso en el momento mismo en que comenzaba a congelarse como la postal de un turismo cuyas peripecias solo podían existir entre la pobreza y el abandono, en un cosmopolitismo involuntariamente melancólico que abrazaba la añoranza de un mundo perdido.
4.
Dos elementos determinaban ese desajuste. O dos autores, más bien: Manuel Rojas (1896-1973) y Francisco Coloane (1910-2002). En el caso de Rojas, estaban ahí “El vaso de leche” (1927) y las novelas Lanchas en la bahía (1932) e Hijo de ladrón (esta última también de 1951), narraciones que huían de todo exotismo, porque dibujaban puertos hechos de hambre, barrios populares y héroes improbables que eran el reverso de los marinos de Reyes. Valparaíso, ahí, era una ciudad de disturbios y fiestas, de vagabundeos y picarescas, de cárceles y trabajos esporádicos. Era la ciudad que Reyes era incapaz de percibir, porque sugería otro tipo de aventura, más acorde con el siglo XX. Al fondo no había melancolía, sino esperanza: las luces de los barrios rojos o las cocinerías de la calle Quillota, a los pies del cerro Barón, que abrían el mundo para Aniceto Hevia, su protagonista, haciendo de la ficción otra clase de peripecia, la del relato de la conquista de la propia conciencia y de la libertad y, con esto, de la solidaridad para encontrarse con los otros.
5.
Con Coloane, el asunto resultaba más complejo. En la década anterior, el escritor chilote había comenzado a vivir en Santiago luego de haber sido marino, pastor ovejero, funcionario de la Armada y corresponsal periodístico, entre varios oficios. También era militante del Partido Comunista y fue testigo de la represión que había matado a Ramona Parra. Además, participó en el apoyo a la campaña de Gabriel González Videla antes de que este se volviera enemigo de los comunistas y persiguiese de modo encarnizado a Neruda. En esos años Coloane había publicado su obra más conocida, donde se ubicaban las novelas El último grumete de la Baquedano (1941) y Los Conquistadores de la Antártica (1945) y los libros de relatos Cabo de Hornos (1941) y Golfo de Penas (1945).
Esos libros desplazaban la escritura posterior de Reyes al exhibirla como una puesta en escena más bien simpática o candorosa, pues exhibían la cercanía feroz de la experiencia biográfica por medio un estilo despojado de todo lo que no fuese esencial. La única retórica para Coloane consistía en volverse un espejo del paisaje que narraba mientras convertía a la propia vida en la única biblioteca posible: “No conocí en aquella época a Jack London, menos a Joseph Conrad, con quienes me han llegado a comparar, honrándome por supuesto. Podría decir sin arrogancia que creo que no tengo influencias literarias que yo pudiera reconocer en mi pequeña obra”, anotó Coloane en Los pasos del hombre, sus memorias publicadas el año 2000. Después, sin embargo, escribió: “Entre los escritores del mar admiro a Conrad, cuya vastísima obra conozco en parte. Gozo y sufro al releer en especial dos de sus obras: Tifón y El negro del Narcissus”.
6.
La simplicidad era aparente. El último grumete… era una aventura juvenil donde un muchacho buscaba a su hermano perdido a través de fiordos y canales australes. Su prosa es clarísima y sencilla: originalmente el libro había sido presentado a un concurso de novela infantil, que ganó. En el relato, el héroe comenzaba como polizonte y luego se convertía en tripulante. El lector seguía cómo abandonaba la niñez y confrontaba el peligro y varias formas de la muerte, pero ahí donde se suponía que debía estar un clímax quizás frenético, el lector se topaba con un cierre inquietante. El hermano sí llegaba a aparecer, pero cambiado, convertido en otro: había renunciado a todo para vivir con los indígenas yaganes, volverse un nómada del mar en su chalupa y vender cueros de lobos marinos, tras haber descubierto un territorio secreto, alejado de toda civilización. La aventura marina era también la incursión en los límites posibles del paisaje, la posibilidad de una última frontera real (“¡Esto ya es el fin del mundo!”, dice un personaje) y la excusa para que Coloane rescate mitos ancestrales y ritos perdidos como material novelesco.
Publicada un lustro más tarde, Los conquistadores de la Antártica ofrece un relato más sombrío y terrible: narra una expedición hacia el continente blanco donde sale todo mal. Lejos de cualquier aire juvenil y hecha con las señales de su presente y tomando como inspiración el libro Viaje al Polo Sur, del sueco Otto Nordenskjold, la novela está animada por el fantasma del fallecido presidente Pedro Aguirre Cerda y por el espíritu del Frente Popular. De hecho, como ficción, existe entre dos hechos políticos e históricos: la declaración de delimitación del Territorio Chileno Antártico que había hecho el gobierno de Aguirre Cerda en 1940 y la primera expedición oficial a la Antártica chilena, en 1947, donde participó Coloane como escritor invitado e hizo las veces de secretario en algunas labores, pero también ayudó a construir un faro y sufrió el ataque casi mortal de una bandada de skúas.
Antes de que el gobierno chileno envíe la expedición, Coloane ya se ha adelantado y la ha escrito, como si la ficción inventase lo real antes de que sucediese. Así, de modo terrible, Los conquistadores… ofrecía una épica ad hoc a su época. Secuela triste, acá los héroes son los hermanos de El último grumete… que aparecen más viejos y frágiles, metidos en un viaje donde quedan atrapados en territorios hostiles, mientras el paisaje —los hielos, las nieves, el hambre, todas las formas de la lejanía— van exterminando a los miembros de la tripulación, los que sobreviven como símbolos, como siluetas marcadas entre los hielos y la nada. Una cartografía que solo puede ser entrevista, jamás conquistada.
Los cuentos de Cabo de Hornos y Golfo de Penas completan lo anterior. Ofrecen, en su conjunto, un relato colectivo de marineros, cazadores de lobos, ovejeros, bandidos y náufragos. Todos construyen una especie de coro recortado sobre ventisqueros, fiordos, canales, témpanos, faros, acantilados. Muchos son trágicos y terribles (“Cabo de Hornos”, “Cururo”, “La gallina de los huevos de luz”, “Paso del abismo”); otros se ofrecen como relatos rescatados en medio de la noche para que no desaparezcan. Coloane escucha voces e historias, registra ambientes, explora la aventura como si fuese dibujando las líneas que van de Chiloé a la Patagonia, de la violencia natural a la belleza inesperada de lo indómito. Ese mapa es enorme y ofrece la suma concentrada de un mundo en perpetuo descubrimiento, que se desarrolla ante los ojos del lector como un paisaje nuevo, indómito e inesperado, como si los tránsitos vitales de los personajes pudiesen corresponderse con la enormidad de los decorados que recorren. El estilo de Coloane brilla acá con efectividad inmediata. En todos esos aspectos se presenta despojado de toda tradición que no fuese su propia experiencia. “De lo que no me cabe duda es que el ambiente, el mundo que me ha rodeado, los libros, la prensa, la vida cotidiana, el amor, el odio, todo eso ha hecho de mí lo que he sido: un trabajador del lápiz o de la máquina de escribir que ha volcado en el papel experiencias vividas, muy próximas a la verdad. Nunca ha estado en mí crear atmósferas especiales o de artificio”, anotó en sus memorias.
7.
Una idea: Coloane fue nuestro último naturalista. Su literatura ofrece las coordenadas de la frontera final del país, al modo de una línea terminal desde la cual se puede desplegar la aventura y que puede ser leída como una forma de abordar y registrar el territorio, ya sea físico o simbólico. De este modo, su escritura completa las anotaciones de Darwin en su viaje a Tierra del Fuego, con el capitán Fitz-Roy y Jemmy Button a bordo; los dibujos de Claudio Gay y los apuntes al natural de Rugendas; interviene las descripciones acerca de la flora y fauna local de Ignacio Domeyko y Rodulfo Philippi, y dialoga con la interminable lista de documentos y archivos compilados y publicados por José Toribio Medina. Que esto suceda en los años de los gobiernos del Frente Popular no deja de ser relevante, como la ficción de aquellos años (la de Coloane, Volodia Teitelboim, Carlos Droguett o Reinaldo Lomboy: lo que se llamó la Generación del 38), que entendía la literatura más allá de sí misma. No se trata de naturalismo, sino de poesía, como si esas novelas (Los asesinados del Seguro Obrero, Hijo del salitre, Ranquil) pudiesen también ser juzgadas como formas del espíritu. Ahí, la frontera ahora se ha vuelto algo literario, sobrevive como aventura sin evadir el relato del exterminio de los aborígenes y pueblos originarios, y tampoco sin vadear la violencia como la lengua franca que cruza el territorio. Así, su literatura funciona como una colección de relatos de hombres sometidos a espacios y situaciones extremas, que resuelven con valentía o violencia, con un estoicismo silente, tragándose el miedo y encontrándose con la realidad como si fuera un espejo íntimo.
Sí, estaban las sombras de London y de Conrad y, por lo tanto, no hay postales de paisajes de lo que se presume como perdido. Leído desde la década del 40, Coloane carece de toda nostalgia, escribe en algo que no puede sino ser descifrado como puro presente. Son formas extremas de recorrer y organizar el territorio, de catalogar y registrar rostros y fisonomías, pedazos del habla. Escritos entre el auge y la caída de los gobiernos radicales, que proponen una noción de pueblo y de comunidad que funciona hasta hoy con una forma posible de la patria. Ahí está la frontera, ahí reside el peligro y es la aventura. “El sargento Ulloa fue cayendo en una especie de locura. Entre sus enseres conservó siempre una bandera que pensaba clavar en el Polo mismo en nombre de la patria. Hasta que un día, creyendo haber dado cima a su sueño, la clavó en lo más alto de un promontorio, del cual no se supo si resbaló o se arrojó a un escarpado precipicio. Murió al pie de la bandera de su Chile austral”, dice el narrador en Los conquistadores… La literatura es el lugar donde sobreviven los naturalistas, su puerto escondido, su bahía de hambre. Coloane ofrece un mapa que solo existe como ficción, es decir, donde el acto del descubrimiento del mundo solo puede existir en la medida de sus posibilidades literarias y su condición de metáfora condensada, de colección de historias y signos frágiles desplegados desde el lenguaje.
8.
Neruda muere el 23 de septiembre de 1973. El tiempo no va hacia atrás, como en el poema de Millán. Hay una foto suya en la Clínica Santa María. Es de Evandro Texeira. Está en una camilla. Tiene los ojos cerrados y la cabeza vendada. Hay algo solemne en la tristeza de la imagen, en el velatorio, en la espera del funeral. Aparecen Matilde Urrutia, su hermana Laura y Francisco Coloane. Coloane hablará en el funeral, tal y como lo hizo en el de Edwards Bello, o como cuando ambos iban a la Radio Chilena a hablar en apoyo de la candidatura de González Videla en 1946. Lo hacían a las 21.15, en días pareados, a hablar en “crónicas radiales sobre el profundo contenido humano del Candidato de la Victoria”.
Antes, quizás se habían cruzado en el discurso que Neruda dio en Suecia cuando recibió el Premio Nobel en 1971. Coloane existe como un modo, un mundo, una forma de la mirada. Sabemos que Neruda estaba muy enfermo cuando escribió su discurso, en un momento de exámenes y operaciones, como si la algarabía del premio fuera inversamente proporcional a la fragilidad de su cuerpo, al dolor de la enfermedad. Por supuesto, no habla de nada de eso. Ese “Discurso de Estocolmo” resume su poética, explica sus circunstancias y es un autorretrato que no deja de tener algo de confesional. En dos partes diferenciadas, primero narra cuando atravesó la cordillera a caballo, cuando era perseguido por el gobierno de González Videla; luego describe las coordenadas de su poesía. Aquello es un manifiesto tardío, un arreglo de su propio lugar en el siglo y en la historia del mundo. Es Neruda haciendo de sí mismo: expansivo, megalómano y sentimental. Ahí se pelea con Huidobro (“El poeta no es un ‘pequeño dios’. No, no es un ‘pequeño dios’”, repite) para luego señalar que “mis deberes de poeta no solo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía”. Al final, termina citando a Rimbaud (“Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades”) y es difícil no reconocer ahí la nostalgia de lo que alguna vez fue: un poeta perdido en la noche, vestido con una capa vieja, en conflicto con su padre; acaso un artista pobre que se aferraba a la palabra como única posesión. Mientras lee en la Academia Sueca no es nada de eso. Es un poeta de estadios, su forma de leer es una marca registrada, tiene ediciones de millones de ejemplares, su vida no puede ser otra cosa que una peripecia.
9.
La primera parte del discurso es la más interesante. Funciona como un cuento, como un wéstern donde el poeta fugitivo cuenta cómo atravesó la cordillera acompañado de arrieros y baquianos. “Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles, y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan solo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata —eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien— el derrotero de mi propia libertad”, leyó ante la Academia Sueca.
Lo que viene después es pura aventura. El poeta cabalga para huir de la policía, atraviesa lugares abandonados y senderos escarpados; está a punto de ser arrastrado por la corriente de un río; encuentra junto a quienes lo acompañan un arrojo secreto y baila a los pies de una calavera de buey; al final, el grupo llega a un refugio donde unos montañeses cantan canciones en un refugio donde nadie sabe quién es él ni de qué escapa. Cada uno de esos movimientos están sometido a la inclemencia de la naturaleza. Dice: “A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura”.
A la distancia, todo parece una aventura narrada por Coloane. Este fragmento del discurso luce como un viejo cuento suyo, uno de esos relatos sin moraleja que funcionan como la narración de una experiencia que ha sido rescatada para volverla literatura. Neruda, que alguna vez trató de traducir a Conrad y fracasó, pero llegó a sentirse en Oriente como un personaje de sus novelas, ahora parece más bien uno de esos hombres enfrentados a la naturaleza en un momento límite que solo puede revelarles la forma del mundo.
10.
Francisco Coloane menciona a Conrad en el cuento “Paso del abismo”, que apareció en la versión de 1995 de Golfo de Penas. La edición de 1945 solo contaba con cuatro relatos (“Golfo de Penas”, “Tierra de olvido”, “Témpano sumergido” y “La botella de Caña”), pero la nueva incluyó 15 más. “Capitán José Conrad”, escribe, y en esa mención hay una poética completa, una forma de entender el arte y la vida, como si existiese la posibilidad de que el rol del capitán fuese un avatar o un sinónimo del de escritor: la novela como un barco, como un objeto sometido o atrapado en la tempestad, que lucha una y otra vez con las formas del naufragio, que es también otra forma del silencio. “Las palabras se deben cuidar del mismo modo que una tripulación lava su cubierta. Y no escupir sobre ella, sino por la borda”, dice Coloane que escribió Conrad.
11.
Neruda pasa casi cinco años en Oriente. Vuelve en 1932 a Chile, casado, con los poemas de Residencia… bajo el brazo. Su leyenda crece en la ausencia. Tiene casi 30 años. De ese viaje de vuelta de dos meses queda un poema que Atenea publica en mayo de ese mismo año en un número donde también comienza a publicarse por capítulos Lanchas en la bahía, la novela de Manuel Rojas. El texto se llama “El fantasma del buque de carga” y es quizás lo más cercano a esa traducción de Conrad perdida o inconclusa. Poema sobre su viaje —en barco— de vuelta a Chile desde Oriente es la crónica del fin de esa primera forma de la aventura que ha practicado, al modo de la resaca de cualquier exotismo, pues contiene la certeza de que toda juventud se ha acabado. Conrad está ahí y quizás es ese el espectro que da vueltas por la nave mientras cruza las bodegas o escruta los momentos perdidos del viaje. O tal vez el espectro es el mismo Neruda, que escribe: “Mira el mar el fantasma con su rostro sin ojos: / el círculo del día, la tos del buque, un pájaro / en la ecuación redonda y sola del espacio, / y desciende de nuevo a la vida del buque / cayendo sobre el tiempo muerto y la madera, / resbalando en las negras cocinas y cabinas, / lento de aire y atmósfera y desolado espacio”.
Imagen de portada: Soplando viento (un viento favorable) (1873-1876), de Winslow Homer.