por Evelyn Erlij
por Evelyn Erlij I 27 Agosto 2016
Casi en la mitad de Limónov (2011), Emmanuel Carrère cuenta una anécdota difícil de olvidar. En 1982, después de pasar un año escribiendo un libro sobre el cineasta Werner Herzog, la revista Télérama lo envió al Festival de Cannes para entrevistar al director alemán tras el estreno de su película Fitzcarraldo. Lo que sigue es un relato de humillación que retuerce el estómago de cualquier fan que se haya enfrentado a un ídolo implacable: cuando Carrère, sonriente, hace una referencia al libro en el que analiza su filmografía, Herzog responde: “Prefiero que no hablemos de eso. Sé que es una mierda. Let’s work“. Como un colegial denigrado en un examen oral, el reportero agacha la cabeza, enciende el magnetófono y hace su primera pregunta.
El autor rememora esa historia dos décadas más tarde, cuando ya es un narrador consagrado, en Il est avantageux d’avoir où aller (Es una ventaja tener adonde ir), compilación de una treintena de artículos, cartas, reseñas y reportajes publicados en medios europeos entre 1990 y 2015, aún sin traducción al español.
Entre todos ellos, hay uno particularmente feroz —y cómico— en términos de vergüenza: “Cómo arruiné completamente mi entrevista con Catherine Deneuve”. Allí, en vez de hacer malabarismos narrativos para armar un artículo con las pésimas cuñas que obtuvo de la actriz, Carrère prefiere relatar cómo su ego de escritor famoso —fue Deneuve quien lo eligió para entrevistarla— lo entrampó en un diálogo en el que, para no sonar como “un simple periodista”, no hizo ninguna pregunta y, por lo tanto, no recibió ninguna respuesta. El texto es una muestra del afán de Carrère por asumirse como protagonista de sus relatos y refleja, además, una convicción narrativa: al integrar algo vergonzoso, la credibilidad del narrador crece.
Es una ventaja tener adonde ir es un compendio de historias personales y de obsesiones que ha desarrollado Carrère como escritor y periodista. Hay artículos sobre la Unión Soviética, la Rusia poscomunista, sobre crímenes truculentos, sobre su admiración por Philip K. Dick, Lovecraft y Truman Capote; sobre su vida sexual y reflexiones acerca de la no ficción. Pero el libro también funciona como una especie de making of de sus trabajos más célebres: están, por ejemplo, los reportajes que luego darían origen a El adversario (2000), Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2009) y Limónov (2011), además de una serie de crónicas policiales en las que emerge la crisis religiosa que más tarde lo impulsó a publicar El reino (2015).
Olvidar a Capote
Según cuenta Carrère, el periodismo fue el salvavidas que, a comienzos de los 90, lo mantuvo a flote cuando no lograba escribir novelas. Varios de esos textos (sobre infanticidios, parricidios, sobre Alan Turing o Daniel Defoe) están escritos en una tercera persona extraña para un lector acostumbrado al “yo” de Carrère. Fue al enfrentarse al caso de Jean-Claude Romand, un falso médico que mintió sobre su profesión por 18 años y luego asesinó a toda su familia, que el autor decidió hacer un giro en su escritura. En el artículo Capote, Romand y yo (2006) lo explica: pasó cinco años releyendo A sangre fría y queriendo imitar su estilo impersonal, hasta que un día apuntó lo que serían las primeras líneas de El adversario: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión en la escuela de Gabriel, nuestro hijo mayor”.
“Al aceptar la primera persona, al ocupar mi lugar y ningún otro, es decir, al deshacerme del modelo de Capote, había encontrado la primera frase y el resto vino, no diría fácilmente, pero de un tirón y como si fuera natural”, explica Carrère, y advierte que el trabajo más difícil de la no ficción es establecer una relación honesta no solo con el sujeto/tema del libro, sino también con el lector. “Lo grave es (…) no tener consciencia de que al contar la historia, uno mismo se convierte en un personaje, tan falible como los otros”, escribe en una reseña sobre el libro El periodista y el asesino, de Janet Malcolm. Fue en ese momento que adoptó la primera persona, abandonó la ficción y se convirtió en una suerte de “narrador a lo gonzo”: al leer sus crónicas, parece ser que no hay nada de su vida íntima que no se atreva a contar.
Queda claro en Nueve crónicas para una revista italiana (2004), relatos íntimos que escribió en calidad de “enviado especial al corazón de los hombres”, y en los que revela, entre otros detalles, los juegos sexuales y las “eyaculaciones femeninas” de su esposa. Cuenta, por ejemplo, que desde una antigua novia adolescente “ninguna mujer inundó su boca como Hélène”, y fueron frases de ese estilo que “repugnaron” a la editora de la revista, quien no lo dejó colaborar más. Lo han dicho varios críticos: la escritura para Carrère es algo así como un striptease, como un acto de liberación que roza el exhibicionismo. “Fui y soy todavía guionista (…) y una de las reglas es que no hay que temerle al exceso y al melodrama”, afirma en la crónica “Habitación 304, Hotel du Midi” (2006), en la que narra la muerte de su cuñada.
Limónov y la locura del mundo
Si los libreros no tienen claro cómo clasificar los libros del autor ni los periodistas se atreven a llamarlos “novelas”, es porque Emmanuel Carrère se ha dedicado a desmitificar la idea de que existe una diferencia entre el “periodista (expeditivo, superficial, sin escrúpulos) y el escritor (noble, profundo, torturado por escrúpulos morales)”, apunta en el libro. Realidad y ficción no son para el autor mundos rígidos, y dos historias que lo obsesionan son buenos ejemplos: por un lado, el caso del falso médico, quien vive en “una ficción que todo el mundo toma por realidad y en una realidad que no es real para nadie”; y, por otro, el experimento soviético, que podría resumirse en una frase del revolucionario Gueorgui Piatakov: “Un verdadero bolchevique, si el partido lo exige, está listo a creer que el negro es blanco y el blanco es negro”.
Para explicar su fascinación por la Unión Soviética, presente en libros como Limónov, Carrère cita al historiador Martin Malia: “El socialismo integral no es un ataque contra abusos específicos del capitalismo, sino contra la realidad. Es un intento por anular el mundo real (…) crear un mundo surrealista definido por esta paradoja: la ineficacia, la penuria y la violencia están presentes en él como el bien soberano”. Esa ambigüedad entre mentira y verdad, entre el bien y el mal, es lo que también lo atrae de Limónov: en el artículo “El último de los poseídos” (2008), Carrère confiesa que el hecho de no saber qué pensar sobre este escritor brillante y, a la vez, hooligan fascista, es uno de los motores que lo llevó a escribir un libro sobre él.
“Tenía la impresión vaga de que este destino (el del poeta ruso) contaba algo sobre la locura del mundo, pero no sabía exactamente qué”, cuenta en esa crónica, en la que revela cómo la lectura de Un héroe de nuestro tiempo, un libro de investigación que Limónov escribió sobre un oligarca ruso, lo inspiró para hacer una novela de no ficción sobre él. “Era un Capote no esteta, un Mailer no imbécil, y me dije, primero, que si fuera un editor francés soportaría el malestar que inspira el autor y publicaría el libro sin demora. Luego, me gustaría bastante escribir, yo, un libro sobre Limónov del mismo estilo”, agrega. Páginas más tarde, se pregunta: “¿Le gustará a Limónov el libro que escribiré sobre él, si es que lo escribo?”. La repuesta viene en un artículo posterior titulado “Generación Bolotnaia”, sobre la Rusia de Putin: “Fui a visitar a Eduard Limónov. Teníamos que celebrar el éxito del libro que escribí sobre él”.
La escuela de la sospecha
En la reseña sobre Los que susurran, de Orlando Figes, cuenta cómo de niño “saltó en las rodillas” de los más prestigiosos historiadores sobre Rusia y la Unión Soviética, ya que su madre, Hélène Carrère d’Encausse, es una de las grandes especialistas francesas del tema. “Me costó tiempo asumir esta herencia, durante un período largo me mantuve prudentemente alejado, pero desde que soy adulto, ningún episodio de la historia universal me apasiona tanto, y con una pasión tan constante, que los 72 años de experiencia soviética”, escribe. Quiso alejarse del peso que acarreaba ser “el hijo de” (por eso eliminó el “d’Encausse” de su apellido), pero fue gracias a su madre, y a la enorme biblioteca familiar, que descubrió algunos de los temas y autores que marcaron su vida, entre ellos, Verne, Dumas y los grandes novelistas rusos.
En el libro hay reportajes emocionantes hasta las lágrimas, como “El húngaro perdido” (2001), sobre el caso del “último prisionero de la Segunda Guerra Mundial” que lo inspiró para escribir Una novela rusa; como también crónicas que develan su visión más aguda y mordaz de la realidad. En “Cuatro días en Davos” (2012), sobre su paso por el Foro Económico Mundial, Carrère escribe frases de un humor y una causticidad dignas de David Foster Wallace: “Desde el primer día nos impresionó el perfume new age que baña este jamboree de machos dominantes en trajes grises”, señala, poco después de vaticinar una posible revolución en este “Versalles de la aristocracia”. En todos sus reportajes se hace evidente: Carrère se enfrenta a lo real como un narrador —tal como dijo alguna vez Foster Wallace sobre sí mismo— “que piensa en términos de ficción frente a la no ficción”.
Al igual que el autor de La broma infinita (1996), su “escuela” de escritura es la de “la sospecha, la del backstage y de los making of“, es decir, la de mostrar “todo lo que se supone debe quedar fuera de campo”, apunta en el libro.
A lo largo de Es una ventaja tener adonde ir, la escritura de Carrère emerge como un viaje exploratorio en el que sus propias preguntas y conjeturas van desviando el rumbo de las narraciones, y de ahí que no se trate de “saber” adonde ir, sino de “tener” adonde ir, frase extraída del I Ching, el compendio de sabiduría china que ha sido algo así como su Biblia. Su último libro es una especie de metarrelato que discurre por una buena parte de su obra publicada, pero también puede leerse como un mapa para recorrer su mente y su vida íntima; para adentrarse en su visión del mundo y en ese territorio vasto de temas y lugares que ha recorrido movido por la curiosidad. Si para Carrère la suerte que tiene como narrador es tener adonde ir sin saber necesariamente hacia dónde va, para el lector es una ventaja tener esta guía para seguirlo.
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Hace unos meses, antes de que apareciera Es una ventaja tener adonde ir, tuve la oportunidad de hablar brevemente con Emmanuel Carrère en el lugar donde siempre cita a los periodistas: el living de su casa. Estas fueron sus respuestas a mis preguntas sobre cine y religión, temas sobre los que ha trabajado. Su último libro llegado a Chile, de hecho, es El reino, sobre los orígenes del cristianismo, y antes ha sido guionista y dirigido sus propias películas. También escribió para la serie Les Revenants.
—Se dice que las series son el futuro del cine. ¿Le parecen más cercanas a la literatura que al cine a nivel narrativo?
—Las series están más cerca de una forma de la literatura que es la gran novela folletinesca del siglo XIX. Creo que tienen algo de eso a nivel novelesco y de temporalidad: hay una familiaridad respecto de la duración y del tiempo que tenemos para conocer y descubrir a los personajes. Si uno pasa 50 horas de su vida con un personaje, tiene otra relación que si pasa una hora y media con él. No es necesariamente el único futuro del cine, pero, a nivel de la forma del relato, las series tienen una gran vitalidad y requieren un talento enorme. No veo muchas series porque toma mucho tiempo, pero hay algunas que vi enteras y que me marcaron, como Six Feet Under, Breaking Bad y la primera temporada de True Detective.
—¿Tiene nuevos proyectos de serie?
—Sí, pero el problema es que una serie es muy pesada, hay una enorme cantidad de gente que interviene y que da su opinión. Se necesita mucha paciencia, y más aún en Francia. En Estados Unidos hay más libertad y margen de maniobra. Es lo que describo un poco en chiste al comienzo de El reino sobre la experiencia de Les Revenants, que fue maravillosa en algunos aspectos, pero el problema es que se tiene demasiada gente encima. Es un poco una cosa de edad, es decir, si tuviese 15 o 20 años menos, quizás: tengo 57 y no voy a pasar tres años de mi vida rindiéndole cuentas a los imbéciles de un canal de televisión. Es así de tonto. Escribo libros, soy totalmente libre. Quizás tengo 20 años más de actividad literaria. ¿Pasar tres de ellos rindiéndole cuentas a tipos que salen de una escuela de cine y que creen que se las saben todas? ¡A la mierda!
—Cuando se publicó Sumisión, de Michel Houellebecq, sobre una Francia del futuro dominada por el islam, usted fue uno de sus pocos defensores.
—Houellebecq tiene una verdadera visión de este momento de mutación de la humanidad que quizás no sea exacta, pero en todo caso es muy visionaria. Es alguien que verdaderamente desarrolla una reflexión al respecto. Y es, quizás, la reflexión más fuerte que conozco hoy. Yo no me siento capaz de eso. No creo para nada en su extrapolación a corto plazo —y creo que él tampoco—, pero escribí un libro (El reino) que es una historia novelizada sobre los orígenes del cristianismo, que en ese entonces se veía como algo peligroso y que terminó siendo el futuro de una buena parte de la humanidad. En el fondo —y es en esto que Houellebecq es muy radical—, lo que nos da más miedo es, quizás, algo que, con el paso del tiempo, también puede ser una fuerza civilizatoria. Estamos en un momento de mutación muy, muy fuerte, de la humanidad. Siempre ha habido gente que ha dicho eso, podemos siempre citar textos del siglo I, del Imperio Romano o de Cicerón, que dicen que “nunca se ha vivido un período como este”. No es mi tarea analizar eso, pero me da la impresión de que estamos en un momento histórico particularmente convulsivo.
—Llama la atención que gran parte del poder económico y político, y también del prestigio social, esté en manos de los católicos. Es como si contradijeran los mandatos de su propia religión: “Los últimos serán los primeros”; “bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos”.
—Hay una corriente católica en Francia muy abierta y es lo que trato de mostrar al final de El reino, cuando hablo de un grupo de personas que representa el “rostro bello” del cristianismo, que no tienen nada que ver con esa asociación histórica terrible, pero terrible, del cristianismo con el conservadurismo político, que es un vínculo muy fuerte y que es una contradicción. Esa asociación está totalmente enraizada a nivel histórico, pero si uno lee los evangelios se da cuenta de que no hay mucho espacio para la burguesía, la reacción y el conservadurismo. Es, incluso, lo opuesto.