En Pedro Páramo, la observación es indisociable de la escucha. Ambos sentidos se resisten a la separación, se acompañan, a veces torturándose mutuamente, porque se necesitan. Es como si ninguna alcanzara por sí misma, por lo que deben sostenerse juntas: en Comala el tránsito nunca es seguro, se escuchan voces y ruidos y rumores, al tiempo que jamás se logra ver con nitidez qué es lo que ocurre. ¿No es ese el carácter de la violencia que arrasó Comala, y que se replica en la historia de América Latina, en el norte y en el sur, antes y ahora?
por Raimundo Frei I 7 Abril 2025
Roland Barthes decía que la mirada tiene tres funciones. La primera de ellas es la más concreta y se experimenta al cruzar la calle o volcar nuestra cabeza ante un fuerte ruido. Buscamos información cuando miramos, tratamos de captar el entorno que nos circunda, para detenernos o protegernos. Es una mirada instintiva, que ayuda a movernos ante la amenaza.
Por otro lado, en la mirada se establece también un intercambio: miradas de complicidad, ternura, goce, deseo, placer. Georg Simmel, en su ensayo sobre los sentidos de 1913, fue el primero en destacar este hecho desde la sociología, remarcando un aspecto primario y que antecede a la diversidad de formas de mirarnos: la mirada no se puede dar sin recibir la otra a cambio. En este sentido, es la forma más pura de intercambio: dar y recibir al instante.
Pero Barthes complementa con una tercera función, la táctil. La mirada nos toca, somos tocados por ella, tocamos y capturamos con ella. A través de la mirada logramos someter, mostrar sospecha y odio. Y por eso ante ella nos protegemos. O al menos así lo demuestran todas las tácticas y amuletos contra el mal de ojo, una de las supersticiones más arcaicas registradas por la cultura oral. En la actualidad, cuando no queremos que una expareja nos mire, la bloqueamos o eliminamos su cuenta en las redes sociales, o cerramos la cuenta para no ser tocado por ella. Sartre sospechaba profundamente sobre la mirada en ese sentido, ya que nos convierte en una forma primaria de alienación (nos vuelve extraños y nos sujeta) al captarnos desprevenidamente (el rol esencial de esa mirada sería pillarnos desprevenidos, para convertirnos en objeto de su poder). Lacan proyectó esa potencia de hacernos extraños a nosotros mismos en el inicial encuentro infantil con el espejo, donde un yo simbólico (el reflejo que miramos) nos usurpa de nuestro cuerpo real que no logramos captar desde ese minuto, o más bien, perdemos desde ese encuentro. Las sospechas sobre la mirada, según la monumental obra de Martin Jay, comienzan en Francia con Bergson, y forman un hilo común en ese territorio hasta finales del siglo XX, como una crítica acérrima a la cultura ocular moderna, que tanto celebra mirar y sentirse mirado.
Pero no fueron los franceses quienes partieron con esto. Tanto para los griegos como para los judíos, la mirada puede petrificar, ya sea cuando se ven los tentáculos de la mujer de cabellera serpenteada o al mirar la ciudad prohibida, en el caso de la innominada mujer de Lot. El efecto mortífero va a la par del miedo que desataba el hecho de mirar lo impuro o indeseado. Por donde se la mire, la función táctil de la mirada se conecta con los miedos (o deseos) más atávicos de diversas culturas.
Si uno pudiera reconstruir esos miedos a partir de una historia cultural de la mirada en América Latina, uno de los puntos obligados de detención sería el escritor Juan Rulfo. No solo porque en su narrativa se incrusta su pasión por la fotografía, o su amor por subir cerros y montañas (otro arte de la mirada), sino porque no hay pasaje en Pedro Páramo en que la mirada no juegue un rol esencial e interconecte espacios que posibilitan una forma de habitar el espacio social. La intención de este breve texto es mostrar alguno de esos elementos.
Una relectura de Pedro Páramo, intuyo, debiera dirigir la atención al hecho de que la mirada se despliega a través de la escucha. La narrativa de la novela es una secuencia de escuchas y miradas. Son dos sentidos que no se separan, o se separan muy brevemente, en pequeños intersticios de distancia, camuflados a veces, pero que no resisten la separación. No estoy refiriéndome solo a que uno percibe con todos los sentidos. No, en Rulfo hay una clara intención de que estos dos sentidos vayan acompañándose, a veces torturándose mutuamente, y que no se separen del todo. Aparecen distanciados a ratos, pero se necesitan, tienen una fuerza de atracción.
“Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato; luego se ha dormido, porque cuando despertó solo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado, las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas”, leemos en la novela. Otro ejemplo claro y central es la muerte de Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo. En ese mundo nebuloso de Comala, inmerso en la confusión entre sombras y ruidos, en algún momento el narrador describe su propia muerte: “Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi”.
Esa primera rememoración de la muerte del hijo de Pedro Páramo es incompleta; el propio Preciado (ya muerto) declara 11 líneas después: “Me mataron los murmullos”. Comala es un pueblo “sin ruido”. Las palabras no tienen sonido, “como las que se oyen durante los sueños”. Pero es un pueblo lleno de ecos. “Ruidos. Voces. Rumores”, escribe Rulfo. La muerte inaugural de Preciado se da en un contexto en que no se ve bien, y se escuchan solo murmullos. Pero ese enlazamiento, en la propia muerte, entre recordar haber visto, cerrar los ojos y sentirse muerto por escuchar los murmullos, es un complemento recurrente en Rulfo.
Una primera parada sociológica: la mirada no siempre alcanza, pero tampoco la escucha. Ambas se sostienen en ese sentido juntas, para transitar por espacios en que no se está seguro donde se pisa, porque no se escuchan palabras (más bien ruidos, voces, rumores, murmullos que matan), porque no se puede ver bien (nebulosas que atragantan). ¿No es ese el carácter de la violencia que arrasó Comala, y que se replica en la historia de América Latina, en el norte y en el sur, antes y ahora?
No se puede mirar ni escuchar bien en un entorno violento. Solo se escuchan murmullos producto de la violencia. Uno queda atragantado.
Ambos sentidos se conectan además cuando la madre de Preciado lo envía a buscar a su padre, Pedro Páramo, y a su vez, cuando este muere.
Al principio de la obra, la madre le da a Preciado sus ojos para ver: “Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”, le dice el protagonista a un muerto, ya en la primera página. Es un Preciado enviado por su madre a buscar a su padre. El envío va con los recuerdos de la madre, con su mirada. Él porta, trae la mirada, resonando el sustantivo alemán Auftrag: el mandato, el porte.
Nuevamente, cuatro páginas más adelante, Preciado recuerda lo que le dijo la madre: “Allá me oirás mejor”. No se puede si no percibir el intento de unir ojos y escucha concedida, un deseo de enganchar en la narrativa ambos sentidos. Es como si Rulfo los separara intencionalmente, pero para que se atraigan, o al menos parte de su estructura narrativa permita una y otra vez unirlos, como si el momento, el instante de la mirada, debiese reconstituirse a partir de la escucha.
Por cierto, la trama de los sentidos es siempre más compleja en Rulfo, y esta es una sola variante (mirada-escucha). Al final de la obra, Páramo siente unas manos que le tocan sus hombros, ante lo que su cuerpo se endurece. En Rulfo, tocar los hombros es una señal de la muerte, es algo que adviene y no se puede mirar (se da por las espaldas). Cabe recalcar el endurecimiento. No solo la innominada esposa de Lot muere petrificada al ver Sodoma; también la mirada de Medusa mata petrificando (Freud pensaba que es el endurecimiento de la erección, mientras que el rostro de Medusa es el horror de la pelvis femenina; Rulfo en cambio pareciera presentir la petrificación del cadáver). Cabe la asociación con las figuras míticas, porque el propio Páramo se levanta y se desmorona, al punto de que finaliza la novela como “un montón de piedras”.
Pero ojo, que incluso antes de este momento el propio Páramo, ante la llegada inminente de Abundio (el que lo acuchillará), termina su vida con un lamento sobre la necesidad de intercalar la mirada con la escucha, para complementar ambas: “Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera la voz”.
Cabe destacar nuevamente que la mirada enviada es para buscar al padre. Es, en este sentido, una atracción por escucharlo, aunque ya está muerto. Quizás es una búsqueda ante la incapacidad de reconocerlo muerto. Habría que preguntarse si esto implica, sociológicamente, una masculinidad que no puede encontrar referente alguno, salvo los ojos de la madre que envía a su hijo a buscar al padre. Tanto en América del Norte como del Sur, portamos los ojos de la madre, y también los perdemos por ella. Pero a diferencia de Edipo, en esta novela no hubo necesidad de matar al padre. Ya estaba muerto.
Otra de las muertes narradas en Pedro Páramo es la de Susana, objeto de deseo del gran señor de Comala. Quizás, al final, el derrumbe en piedras de Pedro Páramo no sea si no un efecto medusiano de esa muerte. Porque la muerte de Susana implica todo el derrumbe del pueblo, luego de que Pedro Páramo jurara vengarse ese día por lo sucedido, por cómo el pueblo vivió esa muerte. En efecto, el gran señor fue capaz de articular y hundir un poblado, debido a que Comala fue capaz de carnavalizar la muerte de Susana.
Vale la pena citar la narración extensamente:
Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría, pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Pero el repique duró más de lo debido… Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos… A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar hueco como de cántaro. Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique… Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo… No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala.
—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo.
La muerte de Susana es anunciada por las campanas y con la llegada de la luz. Se conjuga, nuevamente, la descripción visual (“una mañana gris”) con otra auditiva (el incesante repique de campanas que provoca “un lamento rumoroso”, que volvió a todos sordos). El signo ritual (el redoble de las campanas) se vuelve parodia, ruido ensordecedor que atrae hasta un circo. Comala se llena de mirones y serenatas. Todo termina en una fiesta colectiva, carnaval que invierte el sentido del duelo del hacendado. La parodia del poder ritual, burlarse del dolor del poder, termina con el poder encerrado (no salía de su cuarto, para no escuchar, para no ver). El efecto de aquello no es inocuo: el poder inmovilizado brevemente, actúa luego produciendo hambre y, finalmente, la muerte del pueblo. No es una venganza directa del poder frente a la burla de la fiesta colectiva; es un lento dejar morir de hambre.
Un pueblo ensordecido por campanas termina lleno de mirones. Un pueblo se deja morir tras la fiesta y el carnaval. Así, Rulfo entreteje en su uso de la mirada y la escucha, varios hilos de la historia cultural de América Latina: una violencia ininteligible, el padre ausente, el carnaval del pueblo y la venganza de una élite, que luego se derrumba, convertida en un montón de piedras.
Imagen: Sin título (2004), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.