Poesía sitiada: la práctica poética frente al presente

Crear pone en juego una noción singular de libertad: en vez de la mera posibilidad de elegir entre diversos servicios y bienes que pregona la democracia liberal, en vez de reproducir el capital, crear implica regalarle al mundo un poco de tiempo en la forma de un evento. Una obra de arte es el resultado de ese proceso, el registro de la experiencia misma, pero también una síntesis de los múltiples presentes que demandan la atención en el aquí y el ahora de la creación. Por ello, quien sepa leerla, verá que hoy resulta imposible leer poesía sin notar que existe un trasfondo de urgencia, inestabilidad y catástrofe.

por Andrés Anwandter I 5 Febrero 2021

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Siempre empeñado en hallarle un lugar en el mundo a la poesía, o más bien pensar en qué clase de mundo esta podría todavía tener lugar, mi intención inicial para este ensayo –allá por septiembre de 2019– era escribir sobre poesía y catástrofe, o poesía y cambio climático en realidad. Porque, ¿habrá otro asunto más apremiante?

En eso estaba cuando ocurrió el estallido social, en octubre pasado, y al profundo estupor que este evento me produjo a la distancia, lo sucedió la duda sobre qué sería ahora más pertinente escribir. ¿Poesía y cambio social? O si lo urgente era justo ponerse a escribir. Y encima de poesía.

Aunque me inclino a entender la poesía como una práctica con una relación complicada con la tem­poralidad –la creación poética parece estar siempre un poco a destiempo–, a los poetas suele imponér­seles el tiempo presente. Los quehaceres diarios, las preocupaciones cotidianas, las ocasionales alegrías o tragedias, tanto personales como colectivas: todo ello le roba espacio mental a la producción de poemas, aunque le proporciona a la vez material abundante para fabricarlos. La actualidad es una fuente renova­ble y gratuita de palabras, escenas e imágenes de la vida misma.

Pero creo que también, de algún modo, se espera que la poesía –dado que no se le conocen hoy en día otras funciones sociales más allá del esparcimiento– sea al menos capaz de responder en formas ingeniosas a los asuntos más acuciantes, decir algo sobre ellos, adelantándose a otras disciplinas, que llegarán pacien­temente a soluciones similares luego de haber investi­gado en serio. Los poetas, a fin de cuentas, se supone que son gente hipersensible y visionaria. Aunque no les alcance el puro lenguaje para generar conocimien­to de verdad, pueden aun ofrecer intuiciones de la rea­lidad inmediata que la ciencia se encargue después de corroborar. Esta es tanto una justificación como una acusación muy antigua contra la práctica poética: que es un modo irracional de conocer la realidad, basado en la intimidad de la palabra con el mundo sensible; que reacciona al acontecer transformando impresio­nes fugaces en imágenes verbales, a veces de alto valor estético, pero en general incapaces de elevarse por so­bre sus prosaicas circunstancias, de tomar la distancia necesaria como para analizarlas y comprenderlas; que es a fin de cuentas –aunque aspire a la eternidad– un arte subyugado al presente, una mera entretención.

Es cierto que muchos vates prefieren todavía ha­bitar un pasado más o menos reciente de formas y contenidos sancionados por una supuesta tradición literaria. Nadie va a negarles de este modo el carác­ter poético a sus obras, evitándose además tediosos debates disciplinarios o crisis ontológicas personales. Aunque no suponga hacer nada de verdad contem­poráneo. La poesía entendida como el cultivo de un distinguido género literario, efectivamente ofrece refugio a quienes se sienten inseguros frente a las formas de la modernidad, como comenta el crítico norteamericano Gerald Bruns. Pero esto no deja de ser una réplica, a mi juicio fallida, al constante acoso del presente.

En todo caso, habría que distinguir varios modos de presente. A riesgo de simplificar bastante el asunto, en un extremo debe estar sin duda el presente de la enfermedad, que es capaz de cancelar toda otra con­sideración existencial y radicarnos en la experiencia del malestar físico, el dolor, para la cual no hay medida ni palabras. En otro extremo, el presente muy distin­to del trabajo –para quienes tienen todavía la buena suerte de tenerlo– delimitado por horarios y abocado a la consecución de una tarea, o más frecuentemente de varias a la vez. Y un presente del consumo, que es como el reverso de la jornada laboral, aunque también “nos da trabajo”, es decir, nos ocupa el tiempo y enfoca hacia un futuro más o menos inmediato.

De algún modo, se espera que la poesía –dado que no se le conocen hoy en día otras funciones sociales más allá del esparcimiento– sea al menos capaz de responder en formas ingeniosas a los asuntos más acuciantes, decir algo sobre ellos, adelantándose a otras disciplinas, que llegarán pacien­temente a soluciones similares luego de haber investi­gado en serio. Los poetas, a fin de cuentas, se supone que son gente hipersensible y visionaria. Aunque no les alcance el puro lenguaje para generar conocimien­to de verdad, pueden aun ofrecer intuiciones de la rea­lidad inmediata que la ciencia se encargue después de corroborar.

Imagino que también hay un presente suspen­dido de la marcha de protesta (yo no lo viví, estaba fuera de Chile, aunque me la pasé semanas enteras pegado leyendo opiniones y mirando boquiabierto videos de fervor revolucionario, heroísmo rebelde y brutalidad policial en tiempo real), que se experi­menta como una eufórica suspensión del transcurso temporal, según casi todos los relatos literarios de las revoluciones. Acaso sea similar al presente de un re­cital, donde la música en vivo retrasa alegremente el paso inexorable del tiempo, y a veces el baile nos ab­sorbe en sus vaivenes y ya no importa que el tiempo avance, mientras lo haga a un cierto ritmo que conge­nie con los movimientos de los cuerpos. Pero quizás esto último sea más bien un atisbo de eternidad que un presente.

Aunque estas temporalidades estén probable­mente mezcladas todo el rato, distrayéndose unas a otras, creo que hoy tendemos a vivir, la mayor parte del tiempo, el presente como contingencia, principal­mente en forma de noticias: información que domi­na, a cada momento, toda la atención. Al contrario de la sensación corporal, esta actualidad sí supone respuestas. Para participar realmente en ella hay que conectarse, tener algo que aportar, ya sea una nueva noticia, ya sea una opinión sobre la misma, al pun­to que muchas veces es difícil distinguir entre una y otra. Paradójicamente, no hay momento para hacerlo, porque la información va más rápido que la reflexión o el pensamiento, y cada ínfimo acontecimiento pue­de volverse noticia. Las redes sociales son quizás la apoteosis de este tipo de presente: el horizonte tem­poral queda delimitado por la pantalla del compu­tador y el cuerpo físico es obliterado en la realidad digital, postergando sus necesidades hasta después de desconectarse.

Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿tiene algún lugar la poesía en este presente vertiginoso de la comunicación? ¿Esa poesía que, como propongo, no tiene necesariamente nada que decir, pero sí intenta res­ponder a su manera las solicitaciones del momento actual? Ezra Pound, previendo la hegemonía en la comprensión del presente que los medios informa­tivos le arrebatarían a la poesía, proponía entender el poema modernista como news that stay news, es decir, noticias que siguen siendo noticias: eventos que, por estar cargados de sentido, no pierden con el paso del tiempo su urgencia y actualidad.

Personalmente, no creo que la poesía se caracte­rice por infundir cualidades especiales a las palabras, que lo poético sea una especie de preservante que logre mantener inalterada la fuerza de las palabras: poetizar es más bien hacer –no necesariamente de­cir– algo, un poema por ejemplo, con el lenguaje que se tiene a mano. Pero acepto la intuición de Pound, de que la poesía deba partir reconociendo la dominación de la cobertura noticiosa sobre el discurso público, si pretende hacer algo con ella: una especie de superno­ticia que le dispute el presente a los medios.

Es lo que de alguna forma buscaban, a mediados del siglo pasado, Nicanor Parra, Enrique Lihn y Ale­jandro Jodorowsky al recortar frases e imágenes de la prensa y recombinarlas, transformándolas en las estrafalarias portadas de El Quebrantahuesos. “Este singular ‘rotativo’ no glosa la actualidad a la mane­ra común, sino que, con toda premeditación, hilvana las noticias más encontradas y opuestas, suscitando con ello un panorama totalmente ‘en chunga’ de la realidad nacional”, comenta una nota en Las Últimas Noticias del 23 de abril de 1952. Pero el absurdo de esta broma poética no siempre estaba tan alejado (ni lo estaría hoy en día) de los titulares ordinarios de diarios supuestamente serios.

De manera semejante, el poeta chileno Jaime Pi­nos ha venido hace más de una década arrancándole noticias al continuo informativo, historias nacionales que merecen nuestra especial atención, para compo­ner sus poemas. En Criminal (2003) presenta monó­logos atribuidos al (en ese entonces, muy famoso y temido) criminal apodado El Tila. Pero no es en la calidad de su contenido –en parte ficticio, en parte documental– donde reside el valor de esta obra, sino en el hecho de que al leerla nos fuerce a asumir la voz conjetural de Roberto Martínez Vásquez, confron­tándonos en primera persona con la conciencia de un psicópata y antisocial. El efecto no es que las noticias asociadas a El Tila adquieran una actualidad perma­nente (como quería Pound), sino que su discurso, por así decirlo, “se actualiza” en el presente de cada lectu­ra, es el sujeto y el objeto de una performance capaz de erizarnos los pelos.

Ezra Pound, previendo la hegemonía en la comprensión del presente que los medios informa­tivos le arrebatarían a la poesía, proponía entender el poema modernista como news that stay news, es decir, noticias que siguen siendo noticias: eventos que, por estar cargados de sentido, no pierden con el paso del tiempo su urgencia y actualidad.

Otro ejemplo más reciente de este enfoque es el libro Antuco (2019), de Carlos Cardani y Carlos Soto Román. Una obra que, de manera similar al trabajo de Pinos, aporta materiales para reconstruir la tragedia de Antuco de 2005, siguiendo el itinerario de su mar­cha a través de fuentes documentales y ficcionales. La materialidad del volumen hace pensar en un informe castrense, mientras que en su interior el espacio de la página se complejiza y amenaza, cada cierto rato, con volverse un viento blanco que se traga las palabras.

¿Nos dice esto algo también sobre el cambio cli­mático o social? Mal que mal, la fatal tozudez de los mandos directos de los conscriptos del Regimiento Nº17 Los Ángeles se traduce en negar, menospre­ciar o desafiar un evidente frente de mal tiempo. Y el abandono de esos jóvenes es una muestra más del descuido de las necesidades del pueblo chileno por parte de las élites, una motivación fundamental del estallido de octubre de 2019.

Pero ya no tengo espacio para explicar por qué una lectura alegórica no me parece la manera más interesante de abordar la relación entre poesía y catás­trofes o revoluciones. Se me ha ido el tiempo justo por centrarme en el presente. Y como habrán adivinado a estas alturas, intento terminar este artículo en un mun­do ahora sumido en la pandemia de covid-19 –entre­medio además volví a Chile, murió mi madre, tuve que cambiarme apurado de casa, y he pasado más tiempo que nunca en mi vida frente a una pantalla–, sin visua­lizar bien un lugar en él para la práctica poética.

Me encuentro en la calle por casualidad con un amigo músico: dudamos si saludarnos de mano, de abrazo o solamente levantando la cabeza y sonriendo. Cuenta que está hace meses intentando componer una pieza en torno a los ojos mutilados de Gustavo Gatica, que le parecen un símbolo trágico y poderoso del Chile actual, que habría que hacer algo (“aunque no se pue­da hacerles justicia”, me dice), que no ha tenido tiempo para reaccionar de alguna forma original al coronavirus, que prefiere concentrarse bien en una sola cosa im­portante y dejar pasar de largo el resto de las noticias. Y entonces caigo en la cuenta de que he olvidado decir algo sobre el presente de la creación.

Aunque implique ponerse “manos a la obra”, hacer un poema o cualquier otro tipo de pieza artística no es igual a trabajar, al menos no a hacerlo por un salario u honorarios. Crear pone en juego una noción singular de libertad: en vez de la mera posibilidad de elegir en­tre diversos servicios y bienes que pregona la democra­cia liberal, en vez de reproducir el capital, crear implica producir algo, regalarle al mundo un poco de tiempo en la forma de un evento. Una obra de arte es el resulta­do de ese proceso, el registro de la experiencia misma, pero también una síntesis de los múltiples presentes que demandan la atención en el aquí y el ahora de la creación.

Es por ello imposible que un poema en el presente no suponga de fondo un mundo donde carabineros si­gue reprimiendo con crueldad a manifestantes en Chi­le, mientras naufragan balsas de emigrantes en el Me­diterráneo, arde California a la distancia y el Amazonas se vuelve lentamente una sabana. Y quizás ese sea, a fin de cuentas, el lugar de la poesía: en medio del fragor de los acontecimientos –un sitio inestable–, desde donde ofrece posibles respuestas para quien sepa leerlas.

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