Rodrigo Hasbún: el fin de la adolescencia

Los años invisibles es la última novela del escritor boliviano, quien indaga en la historia de un puñado de jóvenes que viven una noche terrorífica cuando están a punto de dejar el colegio. Veinte años después, dos de ellos se encontrarán para contarse qué fue lo que ocurrió esa noche que cambió sus vidas para siempre.

por Diego Zúñiga I 15 Diciembre 2020

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“Todo lo que entra en el pasado se vuelve irreal (…). Esos de allá lejos se parecen poco a estos de aquí. Esos de allá lejos jamás hubieran imaginado a estos de aquí”.

El que habla es el protagonista de Los años invisibles, la nueva novela de Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981).

El que habla es un hombre que está llegando a los 40 años, escritor, boliviano, radicado en Houston, y que está escribiendo una novela sobre sus compañeros de secundaria, sobre lo que ocurrió en ese último año de colegio, en Cochabamba, cuando la vida de todos esos muchachos de clase alta cambiaría para siempre.

Quien lo escucha es una excompañera de colegio, la voz que le hará las preguntas incómodas, la que dirá no, por qué, cuándo, cómo, la que cuestionará, una y otra vez, su relato acerca de ese pasado en común, de esos años que ninguno de los dos, en realidad, quiere recordar.

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Rodrigo Hasbún tiene 39 años, pero a ratos se puede pensar que es un veterano de la literatura latinoamericana. Lo que pasa es que comenzó demasiado joven: tenía 25 años cuando publicó Cinco, su primer libro de cuentos, 26 años cuando publicó El lugar del cuerpo, su primera novela, y fue seleccionado para ser parte del primer Bogotá39 (junto a autores como Alejandro Zambra, Pedro Mairal, Guadalupe Nettel y Junot Díaz) y solo 29 años cuando la revista Granta lo seleccionó como uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español (junto a autores como Alejandro Zambra, Samanta Schweblin, Patricio Pron y Antonio Ortuño).

Quizá por eso, porque le han pasado demasiadas cosas con tan pocos años y el tiempo ha avanzado con demasiada intensidad, que en muchas de sus historias vuelve, constantemente, a la última etapa de la adolescencia, poco antes de que la adultez se asome en el horizonte. Lo ha hecho sobre todo en sus cuentos (elogiados por su estilo elegante y contenido), particularmente en los que conforman Los días más felices (2011). En un par de relatos de ese libro se asoman, por primera vez, varios de los personajes que luego aparecerán en Los años invisibles. Pero antes de adelantarnos y llegar a ese último libro, hay que decir que en 2015 publicó Los afectos, su novela más celebrada, traducida a más de 10 idiomas, y que en 2019 se aventuró por primera vez en el terreno del ensayo, publicando Las palabras (textos de ocasión), un libro hermoso en el que reúne varios textos dedicados a algunos de sus referentes más importantes: Jonas Mekas, Natalia Ginzburg, Rodolfo Walsh, Abbas Kiarostami.

Las familias son un artefacto curioso, ¿no? No deja de llamarme la atención que ese lugar que debiera ser el más seguro a menudo termina siendo el más peligroso, o que ahí donde tendríamos que encontrar algunas respuestas encontramos más bien un vacío.

Y entonces, después de todos esos libros, Hasbún retornaría a esos personajes de Los días más felices y les daría una nueva vida en Los años invisibles. Aquí están Joan, Ladislao, Andrea, Julián, Humbertito, Luisa, los compañeros de curso, los últimos días en el colegio, los amores, las peleas, los celos, un embarazo no deseado, un aborto, las mentiras, los secretos, las traiciones, la vida de un puñado de jovencitos privilegiados que se quieren ir de Bolivia y una noche fatídica que los lectores solo conoceremos al final de la novela, cuando explote todo. También nos encontraremos con dos de esos personajes ya muchos años después de aquella noche, lo que le otorgará otra perspectiva a sus vidas, a sus historias, a lo que perdieron.

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La empezó a escribir hace más de 10 años, pero luego la abandonó. Algo no funcionaba, algo no lo terminaba de convencer, por lo que prefirió dejarla a un lado y escribir otras cosas. Pero la historia no se iba. Los personajes nunca se iban. Al contrario. Estaban ahí, en su cabeza, desde el inicio de todo.

—Han estado desde mi primer libro y me gusta la idea de ir envejeciendo a su lado —cuenta Rodrigo Hasbún desde Cochabamba, donde lo encontró la pandemia.

 

¿Qué hay en la adolescencia o en ese paso entre adolescencia-juventud-adultez que te parece literariamente interesante?
Me parece una época de cuestionamientos hondos y de una hipersensibilidad atroz, pero al mismo tiempo inmensamente valiosa, una época de búsquedas que inciden de forma decisiva en lo que terminas siendo o no en la adultez. Empiezas a poner en duda todo eso que han metido en tu cabeza en la casa y el colegio y los medios, mientras vas tomando posición y te adentras de a poco en lo político. Pero además están ahí también el descubrimiento de la ciudad y del sexo, un nuevo entendimiento de tu cuerpo, la aparición repentina de lo que llamamos el futuro, y todo eso dota a la adolescencia de intriga y misterio. Por otra parte, no creo que antes o después se experimente la amistad con la misma gratitud y entrega. Sé que para muchos fueron años difíciles o el infierno mismo, pero yo nunca me sentí tan vivo como en esa época (con toda su luminosidad y todo su ardor, con su crueldad y su transparencia). Quizá por eso sigo volviendo a ella cada tanto.

 

Creo que en esta novela y en varios de tus cuentos hay un retrato generacional muy preciso sobre los que nacimos en los 80. ¿En qué otras novelas o películas o discos has encontrado quizá un diálogo generacional?
Para mí el lugar donde lo generacional se manifiesta de manera más verdadera es en la música. Creo que es la música la que mejor capta el espíritu de una época y la que capta también las inquietudes y las infamias y la energía de los más jóvenes. En esa escala de cercanía, tengo la impresión de que el cine indie también logra ofrecer resonancias muy dignas. Pienso, digamos, en los diarios visuales de Mekas o en las primeras pelis de Jarmusch o Perrone, o incluso en las de la Nouvelle Vague. De todos modos, mientras digo esto me doy cuenta de que las recreaciones de una época me seducen bastante menos que aquello que se hizo entonces, y de que para volver, digamos, a principios de los 90 prefiero poner algún disco de Pearl Jam que leer una novela reciente ambientada ahí. En ese sentido, para mí Los años invisibles trata sobre todo del presente. Lo que me interesó más de la novela en esta versión fue ver a los personajes acercándose a los 40 y rememorando desde esa edad sobre lo que les tocó vivir en las tierras inciertas del pasado, donde son extranjeros ahora.

 

A propósito de las referencias culturales que citas, creo que los escritores latinoamericanos nacidos en los 80 han estado muy influenciados por la cultura norteamericana, por su literatura, su cine, su música… Pero también en el último tiempo se puede ver que esos intereses han cambiado. ¿Cómo lo ves tú? ¿Sientes que tus referencias, tus lecturas, son muy distintas a las que seguías hace 10 años?
Es interesante lo que planteas. Nos creemos únicos en nuestros descubrimientos y gustos, pero en verdad detrás de eso hay olas y tendencias, y también la ideología y el mercado haciendo de las suyas. Y, claro, ahora mismo parecería que la literatura gringa irradia y asombra menos que cuando nosotros estábamos en nuestros veintipocos y la leíamos de rodillas. Lo que ha pasado también últimamente es que las posibilidades se han abierto y que la literatura de género se ha vuelto cada vez más visible y que las editoriales independientes han cobrado relevancia en la discusión de qué se lee y discute. Y nuestros intereses han ido mutando también. Todo eso desemboca en una diversidad interminable y un desorden muy grato. A diferencia de lo que sucede quizá en el mundo de las series. En ese ámbito, si Netflix nos dice ahora mismo que debemos ver algo, muy obedientemente todos vamos a verlo. Y sobre mis referencias… tuve la suerte de descubrir pronto a gente que luego me ha seguido acompañando. Aunque lo que haga sea distinto a lo de ellos, hay algo en su compromiso y su rigor que me sirve como una especie de faro y de recordatorio de por qué he decidido dedicar mi vida a esto. Pienso por ejemplo en Kiarostami y sus pelis, o en Coetzee y Ginzburg y sus libros. Son algunas de las sombras que suelen aparecer cuando me pongo a escribir, sea lo que sea lo que esté escribiendo.

 

La miopía de clase es una constante, al igual que la sensación de los personajes de que son inmunes a la realidad política y social de su país. Quería que esos rasgos fueran parte del retrato, y que resonaran de fondo los asuntos del privilegio y la impunidad y también los del género y la violencia y el poder. Pero para mí en primer plano siempre están los personajes y eso a lo que se enfrentan, afuera de sí mismos y dentro de sí.

 

Algo que caracteriza tus libros es que siempre hay algún trabajo particular con la estructura, con la forma que buscas para poder contar la historia que tienes entre las manos. En este caso la estructura permite ver a los personajes siendo adolescentes y luego ya bordeando los 40, encontrándose en Estados Unidos, en un ir y venir que le da más complejidad a la novela. ¿Qué buscabas tú con esa estructura?
El descubrimiento de que debía añadir algunos capítulos ambientados en Houston fue más bien tardío, y sin él seguramente hubiera terminado desechando la novela de nuevo. Porque hasta entonces llevaba varias versiones que sucedían de principio a fin en la Cochabamba de mediados de los 90, y eso no me terminaba de funcionar. Dar el salto en el tiempo, ver a dónde habían ido a parar esos personajes 21 años después, atestiguar el reencuentro de Andrea y Julián, le dio sentido a la novela para mí. Ya no era el pasado en sí lo que más importaba, sino sobre todo sus resonancias y huellas, las formas en las que seguimos moldeándolo día a día, la negociación permanente entre los que hemos sido y los que creemos que somos ahora.

 

A propósito de la estructura y de ese encuentro de los personajes en Houston, 21 años después, ocurre que ahí la novela no solo complejiza la mirada sobre el pasado sino que introduce otra lectura y abre la posibilidad de que se la lea desde lo autobiográfico… ¿Cómo te relacionas tú con ese género?
Mi relación con lo autobiográfico es vieja y de mucha cercanía. Como lector siempre me han interesado los diarios (que para mí son pequeños museos de las emociones, archivos movedizos que van bastante más allá de la vida de quienes los escriben), y terminé escribiendo mi tesis doctoral sobre algunos de ellos. Se trata, claro, de un ámbito de límites desdibujados, un ámbito lleno de ambigüedades y zonas cuestionables. No sé si te pase a ti, pero cuando yo leo cualquier cosa me pregunto a menudo si tal escena o suceso se habrán desprendido en alguna medida de la experiencia de quien los escribió, que es en verdad una pregunta sobre cómo se interpelan y contagian la memoria y la imaginación, y sobre el origen mismo de la ficción. ¿Qué nos mueve a intentar rescatar ciertos momentos? ¿Y cómo funcionan los pasadizos secretos que unen y separan el reino de lo que no está escrito con el reino de lo que se escribe? En otras palabras, ¿dónde comienza y dónde termina un texto? Creo que en esta novela me interesaba jugar de manera más evidente que en mis libros anteriores con esas preguntas tan vinculadas a lo autobiográfico.

 

Otra cosa que se vuelve más evidente en esta novela es un interés por las relaciones filiales y el tema de las paternidades y sus cuestionamientos. “Debería ser más difícil hacer hijos”, anotas en un momento. ¿Es algo en lo que te interesa indagar de manera más explícita ahora?
No lo sé. Hay preocupaciones recurrentes que van emergiendo cada tanto, pero es algo que sucede en el proceso mismo de la escritura, no antes. En ese sentido mi acercamiento a cada nuevo libro es más bien ingenuo y torpe, y no responde a una agenda ni tampoco a lo que esté en discusión allá afuera ahora mismo. En cuanto a esas preocupaciones recurrentes, la familia sin duda ha sido una de ellas desde muy pronto, sobre todo vista desde la mirada de los hijos. Las familias son un artefacto curioso, ¿no? No deja de llamarme la atención que ese lugar que debiera ser el más seguro a menudo termina siendo el más peligroso, o que ahí donde tendríamos que encontrar algunas respuestas encontramos más bien un vacío. Y, sin embargo, más allá de todo, al final nunca dejamos de intentar volver a casa.

 

Es muy interesante eso que dices sobre el vacío y la familia, porque se hace muy latente en Los años invisibles, una mirada algo desoladora sobre un tipo de familia en particular, que son las familias privilegiadas. Y ahí surge el tema de la clase, que es algo que también aquí se vuelve más explícito que en tus libros anteriores. El tema de la clase y de la impunidad y de la violencia. De hecho, Andrea sueña con una manifestación donde se encuentra con la empleada de su casa, quien lleva un cartel escrito en quechua que ella no entiende. Hay en esa imagen algo muy bien condensado con respecto a estas discusiones…
Sí, es el inconsciente ajetreado de Andrea el que saca a flote algo que ni ella ni los que están a su alrededor pueden o quieren ver, pero que quienes lean la novela sí deberían notar con más claridad. La miopía de clase es una constante, al igual que la sensación de los personajes de que son inmunes a la realidad política y social de su país. Quería que esos rasgos fueran parte del retrato, y que resonaran de fondo los asuntos del privilegio y la impunidad y también los del género y la violencia y el poder. Pero para mí en primer plano siempre están los personajes y eso a lo que se enfrentan, afuera de sí mismos y dentro de sí. Si no me aferro a ellos, y si no los defiendo un poco, se acrecientan la tentación y el peligro de terminar haciendo una literatura bienintencionada, aleccionadora y correcta, una literatura que deja muy claro de qué lado estás. Por lo demás, esa tentación y ese peligro resuenan muy fuerte ahora mismo, en un tiempo tan ideologizado como el que vivimos.

 

Los años invisibles, Rodrigo Hasbún, Literatura Random House, 2020, 160 páginas, $12.000.

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