Nada se pierde, nada se crea

por Rosabetty Muñoz I 15 Marzo 2021

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Se nos fue olvidando mirar atrás

“Los tiempos cambian, pero yo no cambio”, decía Jor­ge Teillier, con la emoción puesta en un mundo de apegos afectivos que se iba deshaciendo poco a poco. Parafraseando a Teillier, podríamos decir que los ritos cambian pero las personas que los necesitan, no. Al parecer, vivir en comunidad empuja a elaborar com­plejos lazos que nos unen a otros. Vitales unidades aglutinadas en mórulas.

Atendiendo a su propia naturaleza, en constante mudanza, los ritos se habían estado desplazando des­de las comunidades originarias, y sus vínculos con el mundo natural que las rodeaba, a otros que se fueron instalando a medida que avanzaban los aparatos tec­nológicos y el capitalismo esparcía su ideario a través de los medios de comunicación masiva. Mientras íba­mos alejándonos de las iglesias, las creencias religio­sas, de los nudos comunitarios, empezaron a aparecer nuevos dioses, otros objetos sagrados, otras formas de pertenencia social. Sabíamos que los ritos van con no­sotros construyendo y reconstruyendo nuestra forma de ser, de mirar, de actuar en la trama del tiempo. Tal vez nos dejamos seducir –demasiado entusiastas– por las múltiples ofertas de placer y nos sumamos con otros a eventos que no aluden al profundo deseo de trascender los límites de nuestra precaria condición humana. Trascender en estos actos que nos reafirman en el ser con otros. Demasiados reflectores derraman­do luz cruda sobre las sombras en que nos converti­mos, largas filas de zombies tratando de llegar a los centros del consumo.

Se fueron cortando los hilos finísimos de perte­nencia a lo real, a los otros. Fuimos entregando nues­tra confianza a la verdad de la representación que nos mostraban en los aparatos. Hace un par de décadas cantábamos: “La televisión nos fue diciendo haga esto, lo otro o aquello / la radio nos fue mintiendo mientras escondían muertos”. El teatro del mundo visto desde el salón de la casa, el intenso deseo por pertenecer a ese mundo a cualquier precio y prestarse para el ridí­culo con tal de salir en la televisión. Así, la adoración pagana por el dinero pasó a reemplazar a otras, más ligadas a las raíces de la sangre y de la naturaleza. Los objetos se convierten en conjuros para lograr la felicidad que prometen; en ellos se concentran las fuerzas que harán posible llenar el vacío que ha dejado Dios en los contemporáneos. Se ha aceptado la presión de tener / poseer a toda costa, nos volvimos sumisos tratando de obtener eso que parece ser lo bello, lo verdadero, lo perfecto.

Y he aquí que llegó la peste, la pandemia que cambió buena parte de nuestros días. Ahora está en suspenso esa representación, el escenario brillante de lo fatuo y se vuelve a escarbar en lo que éramos, a buscar sentido en los actos que nos preceden. Aquí estamos, replegados, enfrentados a miedos originales, como el espanto frente a la muerte o la sobrevivencia de la especie.

Vivir este estado singular, de suspensión temporal y distanciamiento social, ha transformado nuestras formas de convivencia en dimensiones que solo podremos apreciar más adelante, en el incierto porvenir. Ese vago tiempo que nunca estuvo más brumoso. Resquebrajada la densidad de los vínculos, ahora nos damos cuenta de que queremos tener más en común. Alterados los ritmos, hemos tenido, también, la posibilidad de repensar algunas ideas instaladas cómodamente en el paisaje mental; una de ellas es la percepción de que somos mucho menos individualistas y que hay muchos espacios personales que existen en relación con otros y que necesitamos compartir con otros. Descubrimos que no es tan impenetrable la coraza de la individualidad y estamos abandonando el discurso de lo personal como plataforma deseable, para vivir en el mundo contemporáneo y globalizado.

Tal vez nos dejamos seducir –demasiado entusiastas– por las múltiples ofertas de placer y nos sumamos con otros a eventos que no aluden al profundo deseo de trascender los límites de nuestra precaria condición humana. Trascender en estos actos que nos reafirman en el ser con otros. Demasiados reflectores derraman­do luz cruda sobre las sombras en que nos converti­mos, largas filas de zombies tratando de llegar a los centros del consumo.

Algunos pensamos en los ritos como maneras de hacer sentir, junto a otros, que podemos espantar la tremenda soledad. Ritos que nos hacen palpitar al unísono y que arrastran corrientes subterráneas, como la purificación, el sacrificio, la sangre, el perdón, el agradecimiento. El escenario se remueve. No nos importa tanto el goce instantáneo como el picoteo en los restos para buscar un mundo posible en el que ya no sea necesario la competencia feroz, el saqueo de los recursos natu­rales, la global uniformidad de los humanos. Tal vez el universo necesita que volvamos a considerar los pequeños mundos, sus particularidades, sus códigos y sus ritos para sentirnos uno palpitante con otros.

Tal vez buscando ese tejido comunitario es que nos reunimos en la Plaza Pública: la multitud buscan­do esa unión primaria, ese corazón latiendo como uno solo, pero coral. Acudimos a la reserva de la comuni­dad sacra, que nos transforma y refuerza para creer que somos más de uno.

Sueldo

Es día de pago. El obrero de la IANSA (Industria Azu­carera Nacional) ha recibido su sueldo y se dirige a una carnicería del mercado, como cada mes. Saluda a casi todos los dependientes, se detiene a conversar con algunos; se nota que está contento y alarga cada momento. Bromea mientras le envuelven su encargo y sale como queriendo quedarse un poco más. Toda­vía no hay recorridos de micros urbanas a cada punto de la ciudad, así es que camina de vuelta a su casa sin ningún apuro. Se asombra de ciertos jardines, piensa en el suyo que riega cada tarde.

Llega a su casa. Va directamente a la mesa mien­tras se compone la escena ritual: los seis niños arma­dos de tenedor y cuchillo, el padre en la cabecera, la madre en el otro extremo, rodean la fuente donde se asienta la cabeza aliñada de un chancho. A la señal del padre, todos usarán los cubiertos para cortar, picar, se­parar. Todos están alegres, hablan, se ríen, mastican. Con el paso del tiempo han aprendido cuáles son las partes mejores: mejillas, ojos, lengua, labios. Orejas, deliciosas orejas. Han aprendido, también, que hay te­mas de los que es mejor no hablar.

Terminada la comida, sobre la mesa solo queda el hueserío, la arquitectura de una calavera. Están todos un poco tristes, sobre todo el enorme padre que volve­rá a su turno en unas horas.

 

Fotografías: Juan Galleguillos.

Carneo

Elegir es lo primero, pulsearlo para estimar el peso. Luego, amarrar las patas traseras, cargar y llevarlo al lugar del sacrificio. Generalmente, hay allí un table­ro que ha servido para este menester durante mucho tiempo; tiene sangre pegada, huele, no se reconoce el color de la madera original. Está muy liso y el agua corre por la superficie jabonosa.

El cuerpo late fuerte y aceleradamente, los ojos aterrados lucen acuosos y enormes.

El cuchillo es siempre el mismo, ha sido selec­cionado por su eficacia o se ha convertido en eficaz porque se adaptó a la mano que mata. También tiene huellas antiguas en el filo y hasta en la empuñadura. Hay una palangana de agua fresca para ir lavando la carne. Hay un tiesto bajo el cuello, listo para recibir la sangre.

El abuelo sonríe con el cuchillo en la mano, aún ensangrentado. Está contento porque el cerdo está pe­sado, porque tiene una buena capa de grasa, porque están todos sus nietos participando del carneo.

En la cocina, tiras del cuero recién quemado se en­roscan sobre la plancha de la estufa. Cada quien pasa, saca una lonja y come mientras sigue con sus queha­ceres. Alguien hace llegar las vísceras para preparar la chanfaina, que será el almuerzo de los faenadores.

Dos lavan las tripas y las seleccionan para hacer prietas con la sangre llevada a la cocina. Allí está pica­do el repollo, el ajo y un poco de papas para rellenarlas.

Un niño registra desde la altura de sus cinco años. Va grabando a los familiares que trajinan en torno al cadáver colgado de un travesaño a la entrada del fo­gón. La escena muestra piernas, llaves colgando de los bolsillos, botas de goma sucias, charcos de sangre, las patas del mesón. El niño va comentando, menciona los nombres de los parientes y vecinos dueños de esos bajos. Ahora lo están despostando y la mirada se eleva un poco, mostrando la cabeza que sigue con el lazo alrededor del cuello, mientras se separan los dos la­dos desde la columna con una sierra manual. Alguien recibe uno de los costados y lo pone sobre el tablón para separar las piernas, las costillas, las paletas. “Qué horrible lo que hacemos”, se oye comentar al niño.

En el caldero se derriten los trozos de grasa y cuando está líquida e hirviente, se tiran pedazos de carne, más tarde sopaipillas, milcaos, roscas. Termina­do el proceso, se deja enfriar el caldero y esa manteca se guarda en enormes tarros de aluminio. Con los cor­tes de pedazos de carne más finos se hacen chicharro­nes, los que no se usen de inmediato van a dar al tarro también. Será otra fiesta cuando se vaya terminando la manteca y quede en el fondo una película de grasa y chicharrones llamada yides, un lujo que solo algunas familias pueden usar para rellenar milcaos y guaemes en invierno.

Algunos pensamos en los ritos como maneras de hacer sentir, junto a otros, que podemos espantar la tremenda soledad. Ritos que nos hacen palpitar al unísono y que arrastran corrientes subterráneas, como la purificación, el sacrificio, la sangre, el perdón, el agradecimiento. El escenario se remueve. No nos importa tanto el goce instantáneo como el picoteo en los restos para buscar un mundo posible en el que ya no sea necesario la competencia feroz, el saqueo de los recursos natu­rales, la global uniformidad de los humanos.

Todos los reunidos comen y beben (generalmen­te chicha de sus propios manzanales); grandes risas y vistosos comentarios acerca de este y otros ritos. Pla­nean el próximo carneo, a quién le toca y cuánto será el beneficio, principalmente en carne y manteca. Compi­ten porque los animales representan prosperidad.

Terminada la comida, se entrega el yoco: cada uno carga carne, sopaipillas, prietas, milcaos, cue­ro de chancho. La abundancia se comparte con los vecinos y familiares que ayudaron a criar el animal. Los dueños de casa saben que todo se debe repartir. Así debe ser el trabajo y el disfrute, como un ir y venir, que lleva largos siglos de gozo y sangre.

Sermón de quenac

La lancha que traía a los meulinos llegó como a las diez y media; bajaron haciendo vivas por el padre Sergio, que había muerto hace un año y era el mo­tivo por el que se reunían. Traían cajas de roscas y pan dulce para compartir; todos sabemos que la ha­rina es un bien valioso y que hornearon las masas en distintas casas el día anterior. Los quenacanos los fueron a encontrar tocando pasacalles. De Caguach venían menos, no traían comida, pero sus imágenes eran las de mejores ropas, como ellos con sus trajes de boda, y agitaban las banderas de su tradicional procesión. El santo patrono de los pescadores iba dentro de un bote tallado y adornado con guirnaldas de flores. En la iglesia de los pobres había tantísima gente, muchos no pudieron entrar. Una mujer con varios niños sentados al borde de una banca, da de mamar a una guagua y lleva un polerón con letras brillantes en la espalda que dice Divas. Han dejado a los ancianos sentarse en las primeras filas y ellos siguen con solemnidad todos los momentos de un rito que los llena de gozo. Sobre la mayoría de las prendas que reconocen como “americanas”, porque han sido compradas en Achao en tiendas de segunda mano, las mujeres llevan mantos tejidos casi siempre negros. Desde los cuerpos se desprende el vapor de la humedad marítima. No podemos ver, pero sabe­mos que al lado del altar se están bautizando varios niños, algunos vestidos con ternos que les quedan muy grandes. Todos son bajos, gruesos y bajan la ca­beza con humildad.

Gracias, le cantan a Dios por amarme a mí también.

Se hace un profundo silencio y el sacerdote empieza a hablar acerca de quiénes son y cuál es el sentido de esta comunión. No se trata de vivir la so­lidaridad en grandes eventos, sino en los pequeños actos, los que están a la mano, ahí a su alcance. Picar leña a la viejita que está sola; acoger al vecino que viene de lejos caminando; compartir la marisca que ha sido abundante.

Las palabras se elevan por sobre las cabezas y se van deshaciendo, formando una espesa materia que casi se puede tocar. Todos asienten y sonríen. Eso sí pueden hacerlo, eso sí es para ellos.

Después de compartir la carne y la sangre del hijo de Dios, salen satisfechos de la capilla. Un poco más livianos, los padrinos de los bautizados lanzan al aire las monedas y caramelos que han ido guar­dando por meses para este momento. Todos se lan­zan a recoger algo del quinto, hasta los más antiguos, hasta las ancianas.

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