Tuvimos una vida y la tratamos como un perro: la poesía de Malú Urriola

Hace un mes murió a los 56 años la poeta y guionista Malú Urriola, autora desde fines de los 80 de varios libros clave en la escena poética chilena. En este ensayo, Vicente Undurraga propone una lectura de su obra como una que “da lo mejor de sí en sus fugas, en sus sostenidas mudanzas de estilo, tono y materia… Entre que parte y llega, Urriola se eleva”.

por Vicente Undurraga I 21 Agosto 2023

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No es breve pero tampoco tan prolífica la obra de Malú Urriola: siete libros en 35 años. Sí es, en cambio muy diversa y versátil: es cosa de mirar por encima la cambiante textura de sus libros. Mutan desde la caja o los contornos de los textos y las elecciones tipográficas y espaciales hasta lo observado —desde la vida callejera y nocturna hasta la música y la muerte— y, sobre todo, aunque manteniendo un halo, cambia la mirada. Cómo mira quien mira en esta poesía.

Podría aventurarse la idea de que su escritura da lo mejor de sí en sus fugas, en sus sostenidas mudanzas de estilo, tono y materia, en sus pasadizos y huellas: en el ir de una estación a otra, de una forma a otra distinta siempre. Entre que parte y llega, Urriola se eleva. No tiene, en ese sentido (ni en otros), nada de asentamiento ni menos de acomodo, sino al contrario, podría pensarse como una poética del desarreglo, del arranque de sí: “Nunca estoy, vengo llegando siempre”, escribió en uno de sus últimos poemas. Busca, encuentra, divaga y a veces se extravía, cae, pero como siempre se está yendo no perpetúa esos extravíos. Explora y halla, pero no explota lo hallado. Deja ser y también deja pasar, capta sin capturar el rastro de lo fugaz, de las estrellas que se extinguen y las noches que pasan. Nada se llama uno de sus libros más poderosos, donde el carácter huidizo de su escritura se ve en el afán de “trazar el arado de unos cuantos brotes de creatividad / que dan tumbos contra la pared”.

Debutó en 1988 con Piedras rodantes, una colección de poemas habitados por gatos y por una voz que le habla a la poeta procurando hacerlo en el slang de un momento, con los acentos y las ondas de una época, los 80, en que convivían miedos e ilusiones, el rock y la muerte, el spanglish y la bohemia, la choreza y la fragilidad. A ese libro le siguió Dame tu sucio amor (1994), donde se abre camino en el poema en prosa, con parrafadas largas y anotaciones sueltas, manuscritas y otras indagaciones formales para darle espacio a una voz enfática, de mayúsculas y negritas, de collages y frases como cuchilladas. Es un escrito con “la furia del desencanto” y da, especialmente hacia sus últimas páginas, con unos poemas que mantienen hasta hoy la entera fuerza de su trizadura: “Maniobro mi más cruenta lucha, sola y abatida por el delirio, el anhelo desbordante, la lujuria”.

Esa entonación luego fue a redundar y cerrarse en Hija de perra (1998), donde, ya metiéndose de lleno en la prosa poética, Urriola da con un extenso y colérico monólogo que termina con unas palabras que podemos considerar un vislumbre del giro que tomaría su poética: “Te juro que esta boca de perra no volverá a ladrar, ni a dar aullidos”. Esos tres libros constituyen una primera etapa marcada por el ímpetu, ese que tal vez llevó a que Diamela Eltit la definiera como “una de las más sorprendentes y deliberadas superstars de la poesía chilena”; es una poesía rodante y chocante, en el sentido literal de ir al choque —consigo misma, con la tradición poética, con el país. Es una etapa que se cierra en sí misma, por eso probablemente la autora en 2015 reunió esos tres títulos en un volumen llamado Las estrellas de Chile para ti.

No tiene (…) nada de asentamiento ni menos de acomodo, sino al contrario, podría pensarse como una poética del desarreglo, del arranque de sí: ‘Nunca estoy, vengo llegando siempre’, escribió en uno de sus últimos poemas. Busca, encuentra, divaga y a veces se extravía, cae, pero como siempre se está yendo no perpetúa esos extravíos. Explora y halla, pero no explota lo hallado. Deja ser y también deja pasar, capta sin capturar el rastro de lo fugaz, de las estrellas que se extinguen y las noches que pasan.

Después Urriola renovó el aliento al publicar dos libros más templados, aunque siempre audaces y, en cierto modo, más hondos, más resonantes: Nada, de 2003, y Bracea, de 2007 (los que al parecer iban a cerrarse en otra trilogía con Vuela, que quedó inédito). Nada alude al acto de nadar y también al vacío, que es la condición de quien escribe: “Yo que adentro estoy tan despoblada como un desierto / entretanto me pierdo”. Es un libro central en la obra de Urriola, donde con más fuerza se da su “estrecha e incalculable relación / entre ferocidad y dulzura”. Bracea es elocuente respecto a su estética huidiza; es un libro que parece muy otra cosa, aunque abre con “El cardo”, una delicadeza que bien podría ser el epílogo de Nada:

Pasa volando una mariposa frente a estos ojos negros que estaban mirando el cardo. 

La mariposa bracea, y braceando se retira tan lejos del cardo blanco,
que se ha quedado vibrando, como queda el alma cuando el dolor con ella hace lo suyo. 

Tan imperceptible, que pareciera que no lo notara el cardo blanco ni el viento. 

Soy una intrusa de la relación que mantiene el cardo con el viento y la envidio.
Pues yo quisiese ser ese cardo abrazado por el viento y no ser lo que soy. 

Un cardo contra el viento, no es lo mismo que la condena de ser dos. 

Si no hubiese visto a la mariposa aflorizar sobre el cardo blanco,
habría pensado que lo cimbraba el viento. 

Pero lo que pienso, extrañamente tiene relación alguna con la realidad.

Tras ese poema-enlace, Bracea abre otro mundo: es como un enrarecido libro de cuentos mega expresivos, por no decir expresionistas, no exentos de crueldad ni malicia y humor negro; a ratos puede pensarse en una cruza de Agota Kristof y Mario Bellatin. Es un libro de textos escritos en una prosa incrustada de versos y de ilustraciones y fotos más bien precarias que conforman la historia de las siamesas que narran y el amigo de tres piernas, otro sin piernas, la madre cambiante, los animales acechantes, el padre borracho… Un perro cortado en dos por un tren se deja ver, indeleble, en las primeras páginas, dando la nota de lo que vendrá. Tras contar largamente la vida en ese mundo quebrado (con dos o tres claras señas que sitúan el asunto en Elqui), las siamesas bajan de la cordillera a la ciudad, a la costa, donde sufren el desprecio y la burla y terminan entregándose al mar, “imaginando que somos la cabeza bicéfala del mar, cuyo cuerpo de agua infinita rebosa lejos de nuestros ojos”.

A Nada y Bracea siguió un largo silencio de la autora, interrumpido en 2010 por una colaboración con la fotógrafa Paz Errázuriz, La luz que me ciega. Recién en 2017 Urriola vuelve al ruedo con Cadáver exquisito. Tan consciente está de que se trata de un retorno, que el primer verso dice así: “Poesía regresaste / ha sido un infortunio esperarte”. Está escrito al modo de un cuaderno, con apuntes, poemas abiertos, dibujos, prosas, merodeos en torno a la pérdida de la madre. Es un libro extenso y de un saber duro, de una escritura filosa en la medida en que está movida por la conciencia del despojo: “Para vivir hay que tener huesos / que no teman hacerse polvo”. Cadáver exquisito anuncia una nueva, remarcada y final entereza, que cristalizaría en su último libro, El cuaderno de las cosas inútiles, que apareció en 2022 y fue escrito en plena pandemia en Madrid. “Tuvimos una vida y la tratamos como un perro”, se lee en sus aguzadas páginas.

Se da ya en este texto final una potencia y a la vez una sencillez que conmueven, la música que siempre rondaba sus páginas ahora permea cada letra y la intuición de la muerte convive con la dicha de la escritura y una serena fascinación por la existencia, sus enigmas y su materialidad; es la hermosa y final aceptación de quien, con fiereza, vivió resistiendo:

Tal vez sea hora de construir una noria,
juntar las piedras, humedecer la tierra,
moldear lo posible,
hasta que finalmente el viento me cuente
cómo se configura la lluvia.

El 21 de julio de 2023, en el Santiago donde había nacido hacía 56 años, murió Malú Urriola producto de un cáncer fulminante. Ese día llovió sostenido y soplaron recios vientos en la capital y en toda la costa central. “Empedrado abajo, la muerte toca el violín”, dice su último verso.

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