Valente o la doctrina oficial del verso en Chile

Es obvio que Ignacio Valente ya no es el referente que fue entre los hombres de letras en el último tercio del siglo pasado. No es que sus ideas críticas hayan envejecido o estén obsoletas, ya que nunca buscaron realmente tomarle el pulso al presente, sino enmarcarlo dentro de su rígida visión conservadora, preñada de añoranza por un pasado imaginario de “nuestra” cultura occidental. Más que un intento de comprensión de distintas prácticas poéticas, sus columnas insisten en ofrecer cierta certeza ante la incertidumbre contemporánea: algo sólido entre tanta liquidez (pos)moderna. Irónicamente, es esta insistencia la que nos permite hoy en día interrogarlas, discutirlas o cuestionarlas. Por eso no hay pérdida en visitar dos antologías recientes de sus textos.

por Andrés Anwandter I 3 Marzo 2022

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La primera vez que escuché hablar de “el cura Valente” fue en una conversación con el poeta Luis Ernesto Cárcamo, en el Café Paula de Valdivia, a comienzos de los años 90. Según él, una mención al pasar de su primer poemario, Restos de fiesta (1991), en la columna dominical del crítico, había significado que dos personas preguntaran al día siguiente por su libro en la librería donde estaba a consignación. Esa era la medida de su influencia: solo pasabas a ser alguien en la poesía chilena cuando este sujeto te nombraba. Yo no era en ese entonces ni siquiera un “poeta joven”, como Cárcamo-Huechante (así se apellida ahora), aunque me tomaba cada vez más en serio la costumbre de escribir versos, si bien nunca se me había ocurrido que la crítica pudiera tener una incidencia tan concreta en la práctica poética.

Aprendí en esa misma ocasión que al decir “la crítica” —al menos en cuanto a poesía—, uno se refería en Chile a una sola persona, tradicionalmente un varón, en este caso además sacerdote, que escribía en “el diario”. Existía por cierto la excelente revista Literatura & Libros de La Época, pero no creo que fuera tan influyente en la conversación nacional. Mi padre compraba este último diario los domingos, casi nunca El Mercurio, así es que yo no tenía muchas oportunidades de leer a Valente, pero sus opiniones te llegaban igual de oídas. Y eso me ha llamado la atención ahora, revisando el volumen Crítica escogida, que publicó Ediciones Tácitas en 2018: sin haber leído antes la mayoría de estos textos, ya sé qué va a decir sobre tal o cual autor. También me impresiona la consistencia en el tiempo de sus juicios. Durante casi medio siglo no ha dejado de destacar obras y autores que hayan “optado por huir del lirismo fácil, del exceso metafórico, de la oscuridad, de los trasmundos, de la artesanía lírica, de la música, de lo convencionalmente poético”. Este último tipo de poesía corresponde vagamente a las vanguardias, aunque podría designar también el romanticismo o el simbolismo, la verdad cualquier “ismo”: para el crítico son meras modas que —aunque las hayan dado tantas veces por pasadas— vuelven majaderamente a aparecer. Poesía entre comillas nomás, que él contrapone a la poesía con mayúsculas, caracterizada por su claridad y conexión con la realidad. Es curioso que Valente defienda siempre en sus columnas una especie de realismo, una poesía “no poética”, cuando en narrativa celebra casi lo opuesto, lo maravilloso. De hecho, esta última cualidad caracterizaría su género literario preferido, que se encarga de deslindar en No confundir fantástico con maravilloso, publicado el 2020, también por Tácitas.

Echo de menos entre estos textos uno que sí leí en su momento: aquel donde califica Vox tatuada (1991), de Humberto Díaz-Casanueva —un libro que me había deslumbrado— como un montón de palabras gratuitas, o algo así. Creo que esa columna dejaba claro que Valente, por más respetado que fuera, podía ser un lector superficial y negligente. Porque Vox tatuada será una obra estrafalaria, de imágenes difíciles, algunas de ellas muy violentas, en los límites de lo representable, pero justo por ello no va en el mismo cajón que la poesía surrealista o dadaísta donde el crítico quería guardarla. Esa gaveta ya no cerraba de tantas cosas disparatadas que había metido en ella. Me asombra todavía que alguien atraviese dicho libro, con un mínimo de empeño o cariño (se trata, mal que mal, de un poeta mayor chileno), sin ser siquiera rozado por la potencia de sus visiones. Pero ahí Valente, al parecer, más que emitir un juicio crítico, ventilaba sus prejuicios poéticos. ¿Cuán común era esta actitud en él?

A Ignacio Valente se le celebraba su agudeza —su capacidad de penetrar íntimamente una obra para intuir su valor— y se le reprochaba su impresionismo, es decir, que en última instancia su lectura no tuviese un rigor académico o científico (esto último me da lo mismo, tampoco me interesa el positivismo para abordar la literatura). Creo que ambas apreciaciones vienen del hecho de que, al comentar poesía, solía desdoblarse y tomar la posición del poeta —más que del crítico—, hablando desde su conocimiento algo arcano de la artesanía del verso.

A Ignacio Valente se le celebraba su agudeza —su capacidad de penetrar íntimamente una obra para intuir su valor— y se le reprochaba su impresionismo, es decir, que en última instancia su lectura no tuviese un rigor académico o científico (esto último me da lo mismo, tampoco me interesa el positivismo para abordar la literatura). Creo que ambas apreciaciones vienen del hecho de que, al comentar poesía, solía desdoblarse y tomar la posición del poeta —más que del crítico—, hablando desde su conocimiento algo arcano de la artesanía del verso. Por ejemplo, cuando a propósito de una copla de Jorge Manrique señala: “El que no entiende como la letra r o un ritmo de cuatro sílabas puedan ser órganos reveladores de la muerte, nada sabe de poesía”. No se trata aquí de un mero énfasis formalista o retórico, sino de la convicción práctica de que un buen poema presenta una síntesis o “identificación de sonido y sentido, de experiencia y lenguaje, de emoción y forma”. Así, Valente se esmera en describir poemas como composiciones musicales (en lugar de objetos lingüísticos) con sus crescendos y clímax, tratando de determinar cómo “en los versos cobra el pensamiento la exacta forma verbal que lo revela”. El contenido de dicho pensamiento no es siempre lo que más le interesa.

Aquí es preciso hacer una digresión: una complejidad del personaje es que firmara sus columnas con seudónimo y publicara, al mismo tiempo, versos como José Miguel Ibáñez Langlois. Este nombre también corresponde al autor de una larga diatriba contra Lévi-Strauss y Foucault (Sobre el estructuralismo, publicado en 1983), donde hace gala de su incomprensión de las teorías que se propone descalificar. Pero como poeta —entre cuyos numerosos libros conozco solo Futurologías (1980) e Historia de la filosofía (1983): los únicos que se conseguían en la Librería Universitaria de Valdivia—, Ibáñez Langlois demuestra tener gracia, inteligencia, imaginación, incluso humor, junto a un buen manejo de ciertas formas, como el epigrama, y una amplia cultura literaria. Aunque estas cualidades no lo sitúen entre los tres (o cuatro) grandes de la poesía chilena, se puede adivinar tras ellas a un autor genuino, letraherido y, particularmente en el caso de Futurologías, con grandes ambiciones estéticas, aparte de sus preocupaciones religiosas. Paradójicamente, con sus asumidas influencias de Parra y Cardenal, este tipo de escritura no dejaba de estar “a la moda” en los años 80. ¿Cómo habría criticado Ignacio Valente estas obras? ¿Dónde las habría ubicado en sus esquemas teóricos?

Valente adopta, una y otra vez, un par de posiciones convencionalmente conservadoras, tan esparcidas y enraizadas (desde mucho antes de su apostolado), que se confunden con el sentido común, por lo que es fácil pasarlas por alto. La más fundamental de todas, a la cual se aferra todavía en columnas publicadas en el siglo XXI, es la certeza de que hay una inevitable declinación (o eclipse o decadencia) de La Poesía a lo largo de la historia: “la caída” en su versión poética.

¿Desde dónde habría venido rodando cuesta abajo el arte poético todo este tiempo?

Es fácil demostrar con ejemplos que la poesía chilena ‘goza de buena salud’, que las poéticas nacionales continúan evolucionando y diversificándose, pero difícil convencer a Valente si es que todo ello lo va a entender como un desvío o abandono de ‘la tradición’.

A esta pregunta el crítico da varias respuestas: en algunos casos puede ser desde una mítica poesía “clara y fuerte, directa y desnuda”, que a pesar de todo sigue apareciendo de vez en cuando por aquí y por allá; en otros casos puede ser la poesía de “los clásicos”, es decir, los poetas latinos y/o sus continuadores en Occidente; en último caso es cualquier poesía reciente que, a su juicio, le eche sombra a la producción poética actual en Chile. Sobre esto suelen finalmente pivotar sus comentarios: cuando menciona autores del pasado no es para establecer influencias, sino para mostrar la creciente distancia espacial y/o temporal de una obra determinada con respecto a las fuentes originales. Es fácil demostrar con ejemplos que la poesía chilena “goza de buena salud”, que las poéticas nacionales continúan evolucionando y diversificándose, pero difícil convencer a Valente si es que todo ello lo va a entender como un desvío o abandono de “la tradición”.

Ahora bien, el concepto de tradición que esgrime Valente es bastante restrictivo. Se trata del decurso histórico del género poético en el Viejo Mundo desde la Antigüedad Clásica. Que este no incluya poéticas de otras culturas, épocas o latitudes (ni todos los tipos de poesía europea), no obsta para que el crítico la califique como “ars poetica universal”. Hay varias discusiones interesantes que se podrían derivar de esta noción, acaso todas ellas sean variaciones de la pregunta crucial: ¿por qué la poesía debería aspirar a ser parte de esta tradición específica? Sin embargo, me interesa aquí mostrar cómo ella funda una de las tesis más sorprendentes de Valente, que subyace a buena parte de sus críticas: “No hay ninguna realidad cultural precisa que responda al nombre de ‘poesía chilena’”. Esto no significa que el país no le haya dado al mundo autores y obras excepcionales o memorables, sino que no habría en esta tierra una “cultura poética de rasgos orgánicos”, donde estas se inscriban, es decir, no lograrían formar un canon. La poesía en Chile surgiría espontáneamente, cuando una semilla poética encuentra el clima propicio para arraigarse y desarrollarse, pero sus raíces vienen de afuera, “casi siempre de Europa”. En este sentido, la poesía chilena se parece más a un fenómeno natural que cultural, y su breve historia desde fines del siglo XIX habría que situarla quizás dentro del género de lo maravilloso. Aunque yo no esté de acuerdo con sus premisas, no deja de parecerme atractiva esta aseveración: la poesía chilena no existe.

Es obvio que Valente ya no es el referente que fue entre los hombres de letras en el último tercio del siglo pasado. No es que sus ideas críticas hayan envejecido o estén obsoletas, ya que nunca buscaron realmente tomarle el pulso al presente, sino enmarcarlo dentro de su rígida visión conservadora, preñada de añoranza por un pasado imaginario de “nuestra” cultura occidental. Más que un intento de comprensión de distintas prácticas poéticas, sus columnas insisten en ofrecer cierta certeza ante la incertidumbre contemporánea: algo sólido entre tanta liquidez (pos)moderna. Irónicamente, es esta insistencia la que nos permite hoy en día interrogarlas, discutirlas o cuestionarlas. Por eso no hay pérdida en visitar estas selecciones recientes de sus textos. No hay mejor articulación de la que por mucho tiempo fuera la doctrina oficial del verso en Chile.

 

No confundir fantástico con maravilloso. Crítica escogida, Ignacio Valente, Ediciones Tácitas, 2020, 264 páginas, $15.000.

Crítica escogida, Ignacio Valente, Ediciones Tácitas, 2018, 389 páginas, $16.000.

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