Vida y poesía: los bosques de Eunice Odio

Una selección de poemas de la autora de Costa Rica viene a saldar una deuda antigua. El bosque y el agua son los elementos en los que a veces se interna o por los que circula la angustia, el silencio y el misterio. La idea de la vida que se trasluce en sus poemas se parece, más bien, a una suerte de mácula sin puertas ni ventanas que está a punto de estallar, y donde el estallido no ocurre en la página, sino en el lector. No en vano, Augusto Monterroso dijo que “Eunice Odio quemaba; no daba cuartel; no lo pedía”.

por Macarena García I 6 Diciembre 2021

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El imaginario del bosque está plagado de extravíos. En el bosque los niños se pierden de sus padres y se abren camino a lo desconocido. El psicoanálisis de los cuentos de hadas lo ha convertido en el lugar donde afrontar y vencer la oscuridad, donde surgen las dudas acerca de lo que uno es. En la filosofía, en tanto, el claro del bosque ha ocupado el lugar de la verdad, allí donde el ser se muestra precisamente porque se oculta. Y está por otro lado la figura del emboscado, de aquel que según Ernst Junger resiste, como nadie, los tiempos de catástrofes, porque aprende a valérselas por sí mismo prescindiendo de doctrinas, a no ser que exista una que nos conmine a adentrarnos en la materia desnuda de la vida. Djuna Barnes hizo del bosque una metáfora nocturna del deseo que recorre un cuerpo a oscuras. Y Alejandra Pizarnik imaginó su poesía como un “bosque musical”, como una voz que atestigua la presencia de otra que no cesa de morar allí, en un bosque de palabras y versos redondeados por la muerte.

Varias de esas figuras tan propias del siglo XX resuenan en la antología de 25 poemas de la poeta costarricense Eunice Odio, que Vicente Undurraga ha reunido, recientemente, bajo el título Este es el bosque. Es el nombre que lleva uno de los poemas de la selección, un poema que habla, según creo, de la relación entre la poesía y la vida, haciendo del bosque el lugar donde el “corazón espía”, donde el corazón, “desnudándose, / solo es un ruido, / una alegría que se desvió por dentro, / y se perdió incesantemente”. “Aquí mi corazón”, dice el poema, “reposa celebrando su partida”, “haciendo compañía / a todo aquello que contiene el aire / de fronteras difusas”, avanzando por el bosque hacia “la sagrada forma / que no duerme jamás”, “a cumplir con nuestra obligación de latir, / de sollozar, / de morir”. Todos los bosques resuenan en este libro y se abren paso a través del sonido, en sordina, de las aguas, pequeños riachuelos espontáneos que serpentean por los poemas, orillando experiencias como la muerte, el nacimiento, la ciudad que se gana y la que se pierde, el amor, la amistad, el erotismo, el cuerpo y sus transformaciones, sus pérdidas, sus duelos silenciosos. La levedad de esas aguas se apega a una respiración que organiza la angustia y desorganiza el organismo, como la respiración dispareja de la vida, con su naturaleza fluida y amorfa, como dice Joseph Brodsky; con sus pausas y aceleraciones, con sus lapsus y cambios de marcha repentinos. Sus mudeces. Sus estancamientos.

A propósito, decir vida y poesía ha dado pie tantas veces a una lectura rápida de la fórmula testimonial. Como si una forma predominante —la experiencia obedeciendo a un estilo, a una voz—, pudiese al cabo dar cuenta, testimoniar, acercarse a los modos en que las palabras se ajustan a la vida, de repente. Pero ese modo, lo sabemos, es esquivo, y si no esquivo sí al menos inaprehensible, porque se mueve, y en cierto modo corremos detrás. El abrazo entre la vida y las palabras llega después, siempre después, aunque no tan tarde como llega el pensamiento, que por eso es triste, como dijo George Steiner.

En todo caso, la sola palabra vida podría incluso ruborizar a más de alguno de estos poemas, hechos de una materia mucho más sutil, más ambigua quizás, renuente a primera vista a la lógica del cabo lineal de los instantes memorables, donde el único corte que cabe figurarse es el de la muerte.

Justo antes, la poesía llega en un momento más bien festivo. O al menos aquí, en la obra de Eunice Odio. Festivo por el poder que tienen estos poemas de convocar de nuevo la experiencia vivida, para hacerla brotar ahora desprovista de los aparatos de sentido que deseamos proyectar sobre ella en lo inmediato, formas de comprensión o explicación que nos permiten pasar pronto a lo siguiente. Una fiesta es siempre aquello en lo que queremos permanecer. Ese lapsus de tiempo y espacio que deseamos que nunca acabe. Por eso despierta la sensación de un afuera: suspende el advenimiento del instante siguiente, del acontecimiento por venir. Porque después de una fiesta ya no hay nada, no puede haber nada salvo esperar, en la inconciencia del sueño, el advenimiento de otro día, con sus ritos de recomienzo. Hasta que llega el día en que nada vuelve a empezar.

En todo caso, la sola palabra vida podría incluso ruborizar a más de alguno de estos poemas, hechos de una materia mucho más sutil, más ambigua quizás, renuente a primera vista a la lógica del cabo lineal de los instantes memorables, donde el único corte que cabe figurarse es el de la muerte, “colosal conversadora con los muertos como fue”, según describe Vicente Undurraga a la poeta. La idea de la vida que se trasluce en sus poemas se parece, más bien, a una suerte de mácula sin puertas ni ventanas que está a punto de estallar, y donde el estallido no ocurre en la página, sino en el lector. Es en uno donde van a derramarse las aguas perfectamente contenidas en el marco de la página, que es de pronto una ventana: “En mi oído se reclina el agua. // No se desploma, no, / que tiene mi corazón / anchas ventanas, // y en mi oído // reclinada // el agua // corre / por dentro / y canta”.

El sonido del agua, lo mencionaba más atrás, nos persigue a lo largo del libro. Arranca en los “líquidos pasos” de una mujer nocturna y continúa con la mirada “huyendo en una lágrima” en el poema sobre la muerte del amigo Fernando Brenes; y entonces toma la forma de un río —“Voy a tu cuerpo igual que ir a los ríos, / igual que van los ríos a los pájaros / y ellos al espacio desatado y florido” —, y luego la voz de William Carlos Williams se vuelve, en la de Odio, “una entrada / en los claros designios / de las aguas”.

Como una suerte de Lucinda, ese río que John Cheever imaginó a través de las piscinas del condado, Eunice Odio traza sobre el territorio boscoso de sus poemas un verdadero mapa hidrográfico que confunde los caminos, desbaratando las metáforas viales que solemos ocupar para imaginarnos la vida. Y de repente un claro, un remanso, una frágil sombra hace espacio, y abre el tiempo.

En los poemas escogidos de Los elementos terrenales, persiste la imagen de un “Secreto cauce / quieto, / agua sin ruido”, de una “mano que estalla la angustia / como el mar”. En los del libro Territorio de alba, oímos el deseo de una flor abierta al sol “y alta, recién nacida hija del agua”, luego la risa de una niña que pasa “como ríos de cisne sin contorno”, y luego “el agua reclinándose / en el musgo”, “la semilla alegre / del agua / que descansa”; hasta que en el monumental poema final, dedicado a la vida y muerte de Rosamel del Valle, las aguas son “vertidas al gran río, / cuyos caudales daban y recibían / animales y cielos y manantiales”.

Como una suerte de Lucinda, ese río que John Cheever imaginó a través de las piscinas del condado, Eunice Odio traza sobre el territorio boscoso de sus poemas un verdadero mapa hidrográfico que confunde los caminos, desbaratando las metáforas viales que solemos ocupar para imaginarnos la vida. Y de repente un claro, un remanso, una frágil sombra hace espacio, y abre el tiempo. Porque solo si hay espacio entre los árboles puede circular el agua, y ponerse en movimiento. Y entonces nos movemos, por este bosque, desprevenidos, casi abismándonos a veces en la impertinencia silenciosa de unos versos que alteran los tiempos y los espacios, y de un estado líquido pasan a uno sólido y luego a uno vaporoso sin mayores preámbulos. Aprendemos que en un bosque de 25 árboles es posible perdernos, incluso abandonar allí algo de nosotros mismos.

Los datos biográficos que el prólogo del libro aporta son justos, y despiertan el deseo de saber mucho más. Nos enteramos, por ejemplo, que Eunice Odio nació en Costa Rica en 1919, que descubrió la lectura a muy temprana edad y se casó siendo joven con un hombre del que solo admiraba su biblioteca. Vivió en Guatemala, escribió, publicó su primer libro, se hizo amiga de Carlos Martínez Rivas, se radicó en México, se casó de nuevo, trabó amistad con Elena Garro y Octavio Paz, publicó más. Comulgó con el entusiasmo revolucionario y a poco andar abdicó, sus palabras se volvieron impertinentes para la época, poco a poco se encerró en el alcohol y el esoterismo. A la edad de 53 años la encontraron en una tina, muerta hacía ya 10 días. Ahí fueron a estancarse sus aguas. El resto, imagino, es el misterio que nos reservan todavía sus bosques por explorar, su poesía, de la que este libro ofrece, por lo demás, una muestra excepcional.

 

Este es el bosque, Eunice Odio, La Pollera, 2021, 134 páginas, $9.730.

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