Amazonía: de árboles y aguas

Las redes fluviales amazónicas, de las que en los últimos meses hemos visto imágenes escalofriantes de sequedad, no proveen solo de equilibrio a la temperatura del área. Ellas regulan también la temperatura del sur del continente, y por su poder de absorción de carbono son responsables de los equilibrios térmicos del planeta. No en vano el agua se sitúa en nuestro origen y en nuestra existencia como seres de la naturaleza. No es un azar que en la Amazonía el agua envuelva la vida de quienes se sitúan más próximos al origen, y que sus imaginarios naveguen y se sumerjan en la profundidad del río.

por Ana Pizarro I 11 Abril 2025

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El árbol llamado sumauma es el más alto, se dice, de Amazonas. Es un árbol abuelo que conecta la tierra con el cielo. Puede medir 90 metros. Puede vivir 120 años. Tiene una especie de alas que penetran la tierra y devienen raíces incrustadas en lo profundo de ella. Desde allí absorbe el agua para hidratar no solo su cuerpo vasto, sino su medio, con generosidad. Esas alas rígidas protegen y conducen al interior del tronco. Conducen a universos diferentes, en donde moran los espíritus de la selva. A su lado el hombre es un pigmeo casi invisible entre la flora circundante. En ese medio, consignó Euclides da Cunha en A margen da história, “el hombre es un intruso impertinente”.

Sin embargo, existe un árbol mucho mayor. La ancestralidad conecta a los hombres con su entorno. Está viva. Es potente. En la cultura witoto ese árbol se llama Moniya Amena, y es el árbol de la abundancia. Se trata del árbol mitológico que dio origen a la configuración del territorio amazónico. Se habla de seres míticos que lo derribaron y su cuerpo caído dio lugar con el tronco al gran río Amazonas, y a la maraña de tributarios con sus hojas y ramas. Así surgieron los igarapés, los furos, brazos de río mayores o menores que lo pueblan. A través de ellos salta y se desliza el agua que viene desde lo alto de los Andes, cruzando el Pongo de Manseriche en el Marañón, a través del Madre de Dios, el Napo, el Putumayo, el río Negro, el Solimoes, hasta dar forma al gran Amazonas, que corre hasta desembocar en el Atlántico. Así, el árbol madre se inscribe en la tierra y por su seno pasa el agua que alimentará las riberas, diseñará las várzeas, humedecerá el humus, hasta situarse en el origen de las germinaciones.

En esos espacios todo es movimiento, vida, crecimiento y muerte.

En el río, mujer y hombre trabajan, descansan, enamoran, crían a sus hijos que desde siempre se manejan en el líquido chapoteando, nadando, gritando, hundiéndose, surgiendo de pronto con una carcajada. Las comunidades son variadas: caboclos, mestizos, indígenas, quilombolas. También comunidades de migrantes diversos de distintos lugares y tiempos. El río les permite la vida, les comanda la vida y se manejan entre la subida y la bajada, entre la inundación y el retiro de las aguas.

El hombre de estas zonas es un ribereño, construye sus aldeas allí, a la orilla del río. Su horizonte es el agua; la selva que lo rodea, una muralla en la que los pasos abren brechas y construyen poco a poco los senderos. Del río se alimenta, la pesca le da el sustento. Allí construye trampas para los peces, las delimita con varas que surgen por encima del agua. Allí hace su vida: se traslada con su embarcación a remo, los niños van a la escuela en una hecha a su medida, que manejan con destreza. En el río, mujer y hombre trabajan, descansan, enamoran, crían a sus hijos que desde siempre se manejan en el líquido chapoteando, nadando, gritando, hundiéndose, surgiendo de pronto con una carcajada. Las comunidades son variadas: caboclos, mestizos, indígenas, quilombolas. También comunidades de migrantes diversos de distintos lugares y tiempos. El río les permite la vida, les comanda la vida y se manejan entre la subida y la bajada, entre la inundación y el retiro de las aguas. Entre el sembrar y el cosechar, entre la luna menguante y el pleno sol, el que crece las plantas. El tiempo lleva su ritmo. Su diálogo es con los árboles, las piedras, los animales, el río. Escucha hablar a los peces y conversa con el curupira —el chullachaqui del lado andino—, el guardián de la selva, para que le permita cazar. Las jóvenes sueñan con el Boto, que vendrá en algún momento con su disfraz de joven gallardo, las llamará y las cortejará largamente hasta hacerles un hijo, para volver al fondo del río con su forma normal de delfín y dejarlas con la nostalgia de lo vivido. La vida está regulada por el río y por los interdictos del agua. Agua generosa y amenazadora al mismo tiempo. Agua hermana y agua traidora.

Pero la mayor traición, el mal mayor, viene de afuera.

A partir de mediados del siglo pasado los gobiernos militares de Brasil decidieron, desde las oficinas de Brasilia, “modernizar” la Amazonía. Lo vieron como un territorio vacío, de riquezas sin explotar. Brasil tiene el mayor territorio amazónico. Para los siete países restantes, este representa una superficie menor. Pero fue en el Putumayo, entre Perú y Colombia, donde sucedió el episodio que marcó la historia de la región: allí quedó manchada el agua con la sangre de los seringueros, los trabajadores del caucho, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Allí hubo trabajadores nordestinos traídos con engaño, indígenas arrancados de sus comunidades, hubo esclavitud, tortura, muerte. El período del caucho, una historia del extractivismo en Amazonía no suficientemente conocida, ocurre en el momento de desarrollo de la aviación, el telégrafo y el gran salto de las comunicaciones: todo alrededor del agua. Ella dio lugar a que se construyera el gran Teatro Amazonas, en Manaos; a que los seringueros, en el interior de la floresta, trabajaran al ritmo de la Bolsa de Londres. De hecho, a Manaos, adonde se llegaba únicamente por el río, se lo llamó “el París de los trópicos”. Esta es una de las duras historias del agua. Del seringal no se podía huir, había solo río y selva.

Brasil tiene el mayor territorio amazónico. Para los siete países restantes, este representa una superficie menor. Pero fue en el Putumayo, entre Perú y Colombia, donde sucedió el episodio que marcó la historia de la región: allí quedó manchada el agua con la sangre de los seringueros, los trabajadores del caucho, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Allí hubo trabajadores nordestinos traídos con engaño, indígenas arrancados de sus comunidades, hubo esclavitud, tortura, muerte.

El río comanda la vida, pero la modernización brutal la destruye.

En los años 60, con el gobierno militar, en lo que era considerado la última frontera, comenzó a entrar la gran empresa. La extracción del oro ya existía en pequeña escala. Ahora ingresó la tecnología y se incrementó la extracción artesanal, el garimpo. La ilegalidad tomó el rostro de un hormiguero que destruye la tierra y apenas queda el socavón, como si fuese la boca de un volcán donde suben y bajan hombres-hormiga llevando sacos de tierra y barro —como en la fotografía de Sebastián Salgado—, en donde pueden encontrar algunos gramos de oro para vender en el pueblo más cercano. Una vez que se descubre el yacimiento, la “bulla”, la localidad se llena de bares y prostíbulos con precios exorbitantes: todo se paga en gramos de oro. El gran problema es que los ríos quedan envenenados con el mercurio necesario para separar el oro de lo desechable. Entonces el agua se vuelve traicionera. Sucede algo parecido ahora en las cumbres, en donde los glaciares dan lugar al nacimiento de los ríos. La nieve deja el espacio para que el agua que se desprende de ella incorpore los metales de las piedras milenarias que se abren recién a la luz. Son residuos que envenenan los cauces. Ya no es la gran empresa, aunque está en el origen del proceso, es algo peor: el cambio climático. Es lo que está sucediendo hoy.

En el río Xingú, actualmente se da otro gran problema: la disminución del agua de los afluentes que alimentan el Amazonas. El proceso de modernización toma en este caso el rostro de la construcción de grandes carreteras que se diseñan con criterios que no tienen que ver con las poblaciones ni con el medioambiente. La Asociación Tierra Indígena del río Xingú tomó siete años y seis meses para convencer al Estado de alterar el trazado de la BR242. Probaron que se podía hacer un diseño alternativo, sin la deforestación prevista de 40 kilómetros cercana a la naciente del río Xingú, recurriendo a la Convención 169 de la OIT. La organización de ellos y su determinación hicieron llegar la negociación a buen término. La tala indiscriminada significa desecamiento de los ríos, muerte de las nacientes, disminución de los peces, desequilibrios ecológicos y climáticos. Ella beneficia a los grandes productores, al monocultivo de la soya, la palma aceitera, al desarrollo ilimitado de la ganadería, con todos los perjuicios conocidos contra el medioambiente.

Hidroeléctricas, tala indiscriminada, contaminación de las aguas, la maraña fluvial que diseña el perfil de la Amazonía pone en evidencia el peligro que significa el desconocimiento y el desinterés por su existencia en términos de naturaleza prístina, de bioma tanto acuático como terrestre, sano. Actualmente, investigadores e indígenas relatan modificaciones en el comportamiento de los animales, así como reducción en las poblaciones de pájaros.

El éxito no fue, sin embargo, lo que sucedió con Belo Monte, al que se lo considera, como ha subrayado Liana Melo, “emblemático en alterar, drásticamente, trazos culturales, modos de vida y uso de las tierras de los pueblos indígenas”. No es en la naciente del río en este caso, sino en la llamada Volta Grande do Xingú, en Pará. Allí el problema está dado por la construcción de la gran hidroeléctrica de Belo Monte, la segunda mayor de Brasil y la tercera del mundo. La que lleva la electricidad al sur del país. Se trata ahora de un caso de oposición y lucha indígena, nacional e internacional. En su construcción se involucran tierras de diferentes etnias, que viven de la pesca y de los productos que se benefician de las aguas del río Xingú. Significa inundación de tierras y bosques, incluso de grupos no contactados, todos sin inmunidad frente a la llegada de personas ajenas a ellos, así como la destrucción de ecosistemas y biodiversidad. Esta lucha, en gran parte liderada por mujeres afectadas por embalses, comenzó en los años 80. Ha tenido un impacto enorme en la ciudad de Altamira, donde distintos tipos de violencia, entre ellas la sexual, surgieron debido al alza desmesurada de la población que se produjo con la construcción de la hidroeléctrica. La percepción de los habitantes del lugar está perfilada con dolor en la entrevista de Raimundo da Cruz e Silva, publicada el año pasado en la revista Sumaúma: “En el momento en que cortaron en el medio el Xingú y lo desangraron, también nosotros fuimos desangrados”.

Hidroeléctricas, tala indiscriminada, contaminación de las aguas, la maraña fluvial que diseña el perfil de la Amazonía pone en evidencia el peligro que significa el desconocimiento y el desinterés por su existencia en términos de naturaleza prístina, de bioma tanto acuático como terrestre, sano. Actualmente, investigadores e indígenas relatan modificaciones en el comportamiento de los animales, así como reducción en las poblaciones de pájaros.

El tema no atinge solo al territorio amazónico. Tiene que ver con todos nosotros. Las redes fluviales amazónicas, de las que en los últimos meses hemos visto imágenes escalofriantes de sequedad, no proveen solo de equilibrio a la temperatura del área. En razón de los cursos climatológicos, ellas regulan también la temperatura del sur del continente, así como por su poder de absorción de carbono son responsables de los equilibrios térmicos del planeta. No en vano el agua se sitúa en nuestro origen y en nuestra existencia como seres de la naturaleza. Uno de los cuatro elementos del fundamento para los filósofos presocráticos. No es un azar que en la Amazonía el agua envuelva la vida de quienes se sitúan más próximos al origen, y que sus imaginarios naveguen y se sumerjan en la profundidad del río. Desde allí extraen su comida. Lejos de ver al río como un “recurso”, la convivencia, la historia, el cotidiano les permite verlo como parte de ellos mismos, como un “abuelo”, como diría el filósofo brasileño Ailton Krenak. Uno puede preguntarse entonces si es esa comunicación trascendente con el mundo natural lo que hemos perdido y de la que necesitamos recuperar elementos y aprender. Si no es el afán modernizador a ultranza lo que nos ha conducido a la compleja crisis subjetiva y como sociedad que estamos experimentando.

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