América invertebrada (a propósito de un centenario —2022— orteguiano)

Cada lectura es única, y un libro es también la historia de sus distintas experiencias lectoras. ¿Cuál fue, entonces, la particular lectura o lecturas que se hicieron en Chile y en América Latina de España invertebrada? ¿A qué obedeció el hecho de que se hicieran dos ediciones tan seguidas una de otra, por lo demás en unos años tan críticos para España? En efecto, eran los primeros años de la Guerra Civil, y no es exagerado decir que Chile fue un “frente de combate” de aquel conflicto, una suerte de “trinchera” cultural en la que se jugaba, por cierto, el futuro de la política chilena. No en vano, el ensayo de Ortega es un trabajo contra la desintegración, la dispersión, la descomposición, la muerte. O mejor: contra el peligro que lo desmembrado representa para un país, un conjunto de repúblicas o un continente.

por Francisco Martín Cabrero I 17 Febrero 2023

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A principios de mayo de 1922 la prensa madrileña daba anuncio de la publicación de España invertebrada, de Ortega y Gasset, a la sazón astro emergente de una nueva filosofía que iba a brillar con luz propia en la Europa de entreguerras. El libro fue un éxito y en julio estaba ya agotado. La segunda edición se publicó en noviembre, “revisada y aumentada”, y aún hubo que hacer una tercera antes de acabar el año, porque el interés por el libro no dejaba de crecer. Con la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) el libro se quedó sin espacio político para ponerse en juego y medir su eficacia, pero volvió a ganarlo durante los años de la República, al menos al comienzo, y es por eso que contó con una nueva edición en 1934, también “revisada y aumentada” (señal inequívoca de la atención que ponía Ortega en ajustar su pensamiento al paso del tiempo). De esa cuarta se hicieron en Chile dos ediciones más, una en 1936 (Ediciones Extra, 138 págs.) y otra de más modesta factura (Editorial Ercilla, 79 págs.) dentro de la entrega del 11 de marzo de 1937 del semanario La novela popular.

Hay que decir que ambas ediciones fueron piratas, y que de ello y otros casos semejantes se quejó Ortega en las páginas de la revista argentina Sur, mediante un artículo titulado “Ictiosauros y editores clandestinos”, publicado en el número de noviembre de 1937. El problema lo había levantado Victoria Ocampo, directora de la revista y amiga personal de Ortega, con su artículo “Plagas. La langosta y los gangsters de las ediciones clandestinas”, publicado en el diario La Nación el 11 de noviembre de 1937 y recogido en parte en la sección de Notas de ese mismo número de noviembre de su revista. Allí dice, por ejemplo, aquello de que “los editores chilenos […] son los reyes del pirataje editorial”. Es obvio que aquella piratería tenía su razón de ser en un problema de aranceles y aduanas muy propio de la época, y que denunciar su ilegalidad, como dice Ocampo, era “clamar en el desierto”.

Pero la denuncia es parte de la historia y queda trabada a la recepción y difusión en Chile y en América Latina de este y otros libros de Ortega y otros autores (Ocampo señala también los casos de Marañón, Keyserling, Spengler, Malraux, Gide, Huxley, Lawrence, etc.). Es decir, que la denuncia es parte de una historia que hizo su curso a partir de ese detalle, pero sin que la ilegalidad del caso (o tal vez sería más apropiado hablar de vacío legal) entorpeciera la difusión y limitara su alcance en el juego de relaciones propio del campo de la cultura. A efectos de recepción, tanto en Chile como en América Latina, importa poco si las citadas ediciones de España invertebrada pagaban o no derechos de autor; lo que importa —ahora como entonces— es la lectura del libro: la que se hizo y sigue haciéndose con independencia de la factura editorial.

‘Los editores chilenos […] son los reyes del pirataje editorial’. Es obvio que aquella piratería tenía su razón de ser en un problema de aranceles y aduanas muy propio de la época, y que denunciar su ilegalidad, como dice Ocampo, era ‘clamar en el desierto’.

Porque un libro es, sobre todo, la lectura que de él se hace. Hay sobre ello páginas memorables en Misión del bibliotecario, del mismo Ortega. Un libro no es un contenedor que ofrece siempre la misma experiencia lectora: cada lectura es única, y un libro es (también, aunque no solo) la historia de sus distintas experiencias lectoras. ¿Cuál fue, si la hubo, la particular lectura o lecturas que se hicieron en Chile y en América latina de España invertebrada? ¿A qué obedeció el hecho de que se hicieran dos ediciones tan seguidas una de otra, por lo demás en unos años tan críticos para España?

En efecto, eran los años primeros de la Guerra civil, cuya conmoción tanto peso tuvo fuera de España, también en América Latina. No es exagerado decir que Chile fue un “frente de combate” de aquella guerra, una suerte de “trinchera” cultural en la que se jugaba (también) el futuro de la política chilena. Nótese, por ejemplo, que entre las señas de identidad más visibles de la llamada Generación del 38 está el posicionamiento cultural y político en apoyo a la causa republicana en la Guerra de España.

De inmediato se sintió en el campo cultural chileno una íntima necesidad de entender lo que tan lejos estaba pasando. Era una guerra lejana, pero en cierto modo se la sentía próxima, a veces incluso como algo en parte propio. La proclamación de la República en 1931 había abierto una nueva fase en las relaciones hispanoamericanas: España ya no era, o no era principalmente, o empezaba a dejar de serlo, la nación opresora del pasado colonial americano. A los nuevos ojos de la nueva época, España había dado o estaba dando el paso que la liberaba de su pasado imperial. La España republicana había ido con retraso frente a las repúblicas americanas, pero ahora, con la guerra, parecía como que se ponía a la vanguardia de una lucha internacional que trascendía los límites de su mera geografía: en la Guerra de España se combatía el futuro del mundo.

Las ediciones chilenas de España invertebrada respondían a esa necesidad de entender, no tanto lo que estaba pasando en España, sino lo que había llevado a ello, las causas del proceso histórico que acababa en la guerra de 1936. Porque lo cierto es que, si bien por un lado el pasado colonial de las repúblicas americanas se hacía en cierto modo común con el pasado español, por otro era fácil advertir que desde las Independencias habían sido realidades que caminaban hacia adelante dándose la espalda, sobre todo en lo que hace a su relación con España.

La proclamación de la República en 1931 había abierto una nueva fase en las relaciones hispanoamericanas: España ya no era, o no era principalmente, o empezaba a dejar de serlo, la nación opresora del pasado colonial americano. A los nuevos ojos de la nueva época, España había dado o estaba dando el paso que la liberaba de su pasado imperial. La España republicana había ido con retraso frente a las repúblicas americanas, pero ahora, con la guerra, parecía como que se ponía a la vanguardia de una lucha internacional que trascendía los límites de su mera geografía: en la Guerra de España se combatía el futuro del mundo.

Es obvio que el libro de Ortega nada tenía que ver con eso, que había sido escrito y publicado en otra circunstancia y que su horizonte interpretativo de la historia de España no contemplaba la guerra que iba a venir después. Sin embargo, más allá de eso, más allá de lo que cifran la intentio auctoris y la intentio operis, más allá también de la primera recepción del texto, en España y Europa, lo cierto es que en América Latina, y más concretamente en Chile, España invertebrada se leyó en un contexto cultural que tenía como íntima necesidad el hacer luz sobre el proceso que lleva a los hechos de la Guerra de España. Importa poco que a esto se lo califique de “lectura equivocada”, pues de lo que se trata es de dar cuenta de la efectiva experiencia de lectura que acompañó al libro en su aventura sudamericana. Y ello porque es esa y no otra la lectura que en Chile tuvo efectos y consecuencias —y habiéndolos tenido no pueden hoy no recogerse como parte de la historia del libro.

De él bien puede decirse que es una suerte de “libro de España”, un libro de escritura ágil y estilo elegante, un ensayo de ideas que busca hacerse ensayo político de España. El proyecto orteguiano consistía precisamente en vertebrar una nación invertebrada, a la que describe como “partes de un todo” que viven como “todos aparte”. Ortega reflexiona sobre el doble proceso de incorporación y desintegración de la nación y del imperio, y en ello sigue muy de cerca los estudios de Mommsen sobre el Imperio romano. Doble movimiento, pues, de ascenso y caída, pero visto en su unidad, lo cual era como decir que la forma del nacimiento conlleva la forma de la muerte —aunque tal vez solo en cierto modo.

El ensayo de Ortega es contra la muerte, claro está, y su proyecto político mira no solo a poner un dique de contención al proceso desintegrador, sino sobre todo a la construcción de una nación que tras la pérdida de las colonias había quedado en suspenso. Para Ortega es claro que la invertebración lleva a la desintegración, y para ilustrar ese paso se sirve de la erosión y desmembramiento del Imperio español a lo largo del siglo XIX. Pero no se detiene ahí, pues llega a decir que lo mismo que causó la desintegración americana será la causa de la desintegración peninsular: “En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular”. Los nombres son muy variados y recorren de cabo a fin el texto: dispersión, disgregación, descomposición, desintegración; conceptos todos ellos alimentados por la invertebración que da título a la obra y que el libro propone resolver con un ensayo de vertebración nacional traducido en proyecto integrador de las diversidades hispánicas.

La Guerra de España da a la obra un contexto de lectura diferente: parece claro que en ese momento el proyecto político del libro ha quedado superado (la guerra es la evidencia del fracaso de cualesquiera ensayos de convivencia), pero a la vez ha quedado intacta la descripción del proceso desintegrador, su vértigo y su peligro, su implícita verdad, acaso confirmándola con las noticias que llegaban a Chile de una guerra que había conmocionado al mundo entero.

Pero eso era antes, porque lo cierto es que la Guerra de España da a la obra un contexto de lectura diferente: parece claro que en ese momento el proyecto político del libro ha quedado superado (la guerra es la evidencia del fracaso de cualesquiera ensayos de convivencia), pero a la vez ha quedado intacta la descripción del proceso desintegrador, su vértigo y su peligro, su implícita verdad, acaso confirmándola con las noticias que llegaban a Chile de una guerra que había conmocionado al mundo entero.

La historia que siguió después es conocida, y el libro, tras la dictadura franquista, supo jugar su eficacia en algunas partes de la nueva Constitución española de 1978 (no que se escribiera desde el libro, sino que el libro estuvo presente en el horizonte de problemas que la escritura constitucional estaba llamada a resolver). Y hasta ahora; pero esto, claro, solo por lo que respecta a España. Porque el libro tiene también, sin duda, una lectura americana. Y las ediciones chilenas, aunque centradas en las urgencias de la guerra, parecían entonces poder reclamarla. O tal vez la reclamaban envuelta entre aquellas otras urgencias.

Esa otra lectura no tiene que ver (o no únicamente) con la invertebración de España, sino con la invertebración de América Latina. Porque llama la atención que las antiguas colonias inglesas encontraran tras la independencia una forma vertebrada y que no lo lograran las antiguas colonias españolas. Américo Castro lo dijo mucho mejor: “El hecho que más llama la atención, cuando se contempla desde el norte del continente americano, es la falta de unidad de la América de lengua española”. Castro habla de una falta de unidad sustancial y no política, que ya no hacía al caso, y veía en las diferencias de las formas de vida española e inglesa la causa de ello. Tal vez con razón, pero el resultado no cambia y deja intacto algo que pudo ser y no fue: la fragmentación del imperio español dio lugar a un proceso de independencia que se explica pluralmente, sobre todo porque explicarlo en su unidad acaso desvela el fracaso —por invertebrado— de aquellas independencias.

Lo concreto hoy son los Estados nacionales que de aquel proceso salieron, pero no nos engañemos buscando un plural que esconda el común proceso de desintegración del Imperio (algo que, como notaba Ortega, no es exclusivo de América sino también de España). Incluso hoy se advierte —basta querer ver y saber mirar— cada vez con más fuerza en la región un tránsito hacia formas de integración. Otra cosa es que los nacionalismos construidos por los nuevos Estados jueguen en contra de un futuro que la mejor política reclama. Es obvio que la fragmentación de América Latina juega a favor de intereses ajenos, a la postre dominantes en la estructura geopolítica de nuestro tiempo, y es obvio también que no se trata de desandar ningún camino y buscar una unidad política imposible y ya sin demasiado sentido, pero no es menos obvio que la vida en América Latina podría ser muy distinta si a su fragmentación política se diera un horizonte de integración más eficaz y con verdadera voluntad de vertebración.

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