Comienzos y avances

Siguiendo a Kant, la autora de este ensayo indaga en las conquistas de la razón y en los motivos de por qué la vida humana es siempre penosa y esforzada. Por un lado, pareciera que todas las fuerzas del Estado, que podrían emplearse para procurar una cultura mayor, se concentran en la guerra: la del presente, pero también la del futuro. Por otro lado, a las continuas reclamaciones contra la condición humana hay que sumarles tanto el descontento con la brevedad de la vida como la nostalgia de eso que los poetas llaman la edad de oro, la utopía de una vida fácil que no exige sacrificios, que transcurre en paz y que ofrece a todos las oportunidades para crecer y hacerse mejores continuamente.

por Carla Cordua I 16 Septiembre 2021

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Descontentos con lo que enseña la historia sobre el pasado de la humanidad, algunos pensadores quisieran retroceder aún mucho más en el tiempo ya transcurrido para averiguar cómo eran las cosas cuando todos los seres vivos –plantas, peces, árboles, animales– eran parejamente naturales. Lo que estimula este afán de retroceder en el tiempo es el deseo de saber qué ocurrió en el mundo al instalarse la división natural entre animales y humanos. Convencidos por el pensamiento científico moderno de que los seres humanos proceden, en sus primeras etapas, de una modificación parcial de la animalidad, los curiosos quisieran ser testigos directos del paso de la animalidad a la humanidad. ¿Cómo ocurrió este cambio? ¿Qué indujo a ciertos animales a modificar sus hábitos y reemplazarlos por otros que luego resultaron ser los primeros pasos que llevarían hacia la lenta humanización de ciertas especies animales? No sabemos nada preciso y, en este caso, la imaginación, aunque sirva de consuelo, no remedia nuestra ignorancia.

Nuestra familiaridad con la especie humana en su condición actual, venga tal condición de donde viniere, no es capaz de llenar las lagunas de nuestro saber. La falta de noticias acerca del pasado lejano puede estimular nuestra imaginación e inventiva, pero no cura la ignorancia. Las invenciones imaginativas de lo que tal vez ocurrió al comienzo de los tiempos históricos exhiben sus límites pues, aunque consuelan y entretienen, no informan. Decimos, por ejemplo, que muchas características separan al hombre de los animales y que otras tantas los relacionan y acercan. Pero tales coincidencias y diferencias, aunque comparables en general, son cualitativamente diversas por cuanto pertenecen a casos concretos bien definidos y diversos. Muchas comparaciones entre la humanidad y la animalidad pueden resultar reveladoras pero ninguna volverá a restablecer la unidad prehistórica de la naturaleza, ni dirá cómo surgió la libertad humana del sacrificio de aquella unidad.

Un filósofo del siglo XVIII escribe un célebre ensayo compuesto de presunciones, suposiciones, posibilidades verosímiles que dan que pensar sobre lo que ignoramos. Este ensayo es una muestra de lo que puede ser imaginado sin ofender a la razón. Se trata de El comienzo presunto de la historia humana, escrito por Immanuel Kant el año 1786. Dice acerca de su escrito que es “una representación de la primitiva historia humana” que imagina “el tránsito de la rudeza de una pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato del instinto por la guía de la razón, en una palabra: de la tutela de la naturaleza al estado de libertad. Si consideramos el destino de la especie humana, que no consiste en otra cosa sino en progresar hacia la perfección, por muy insuficientes que resulten las primeras tentativas, (…) ya no es cuestión de si el hombre ha salido ganando o perdiendo con este cambio”. Algunos de los cambios históricos favorecen a la especie humana como tal; otros a los individuos como agentes libres que, en vez de celebrar su libertad, piensan en sus varios descontentos con la Providencia, que les asignó una vida demasiado breve o que los trajo al mundo en una época muy diferente de la edad de oro.

¿Qué indujo a ciertos animales a modificar sus hábitos y reemplazarlos por otros que luego resultaron ser los primeros pasos que llevarían hacia la lenta humanización de ciertas especies animales? No sabemos nada preciso y, en este caso, la imaginación, aunque sirva de consuelo, no remedia nuestra ignorancia.

Antes de la edad moderna, en opinión de casi todo el mundo, la estadía de los hombres en la tierra era una consecuencia de un plan de Dios, plan que se venía desarrollando desde mucho tiempo y al que, al parecer, le faltaban todavía algunas etapas para realizarse cabalmente. La historia de tal plan tenía que continuar mientras no se hubiera cumplido enteramente el proyecto divino. ¿En qué consistía el sentido principal del proyecto? ¿Por qué tanta demora en llegar al cumplimiento cabal del plan divino? Pensando en los poderes ilimitados de Dios y en las ganas de los humanos de averiguar el propósito final de todo el proceso histórico, algunos intentaban imaginar otras razones y maneras de explicar la estadía de la humanidad en la tierra. Les pareció de pronto que si Dios hubiese querido revelar sus intenciones ya se las habría dejado saber hacía tiempo. ¿Serían capaces ellos de entender los mensajes de Dios? Las dudas los sofocaban: se propusieron imaginar por su cuenta el comienzo de su existencia terrenal, su llegada al planeta desconocido, sus tanteos, accidentes, descubrimientos, extravíos antes de saber orientarse. Sus esfuerzos por entender su propio origen, debemos tenerlo presente, parten de la ignorancia total: carecen de experiencias previas, de fuentes de información, de datos acumulados previamente.

Immanuel Kant, el famosísimo filósofo del siglo XVIII, escribió un ensayo titulado Comienzo presunto de la historia humana. Trata del primer hombre que, carente de toda información y experiencia previas, se encuentra de pronto en el mundo. El ensayo fija las condiciones reinantes y su autor procede a imaginarse lo que ocurriría en seguida. Nos advierte a los lectores que se trata de una suposición o experimento imaginativo que no asevera saber qué ocurriría si se tratase de asuntos reales. Supongamos que un ser humano que recién comienza a vivir pero no es un recién nacido, que tiene pareja pero está reducido a sus propias fuerzas, ha de comenzar a actuar. Dice: “Coloco a esta pareja en un lugar de resguardo de los ataques de fieras y provisto en abundancia por la Naturaleza, es decir, en una especie de jardín cubierto de un cielo benigno (…). Ha adelantado bastante en su destreza para servirse de sus fuerzas, así es que no comienza con la cruda rudeza de su natural (…). El primer hombre podía erguirse y andar, podía hablar (…). hacer uso del discurso, es decir, hablar según conceptos coordinados, por lo tanto, podía pensar. Posee puras habilidades que tuvo que ganarlas por su mano. De modo que puede tomar en consideración el desarrollo de lo moral en su hacer y omitir.

“El instinto, esta voz de Dios, a la que obedecen todos los animales, es quien debe conducir al novato en sus comienzos. Este instinto le permite conocer algunas cosas, le prohíbe otras (…). Mientras el hombre inexperimentado siguió obedeciendo a esta voz de la Naturaleza, se encontraba a sus anchas”. Pero pronto la razón comenzó a animarse en él. Comparando lo conocido mediante el instinto del gusto se arriesga valiéndose de otros sentidos. Por ejemplo se vale, en vez del gusto, de la vista. Este ensayo puede salir tanto bien como mal y conducir al experimentador tanto al envenenamiento como a la satisfacción, debido a que la confianza invertida en la apariencia apetitosa de un fruto carece de fundamento. También este fracaso se puede convertir en una lección de cautela: no conviene confiar en los datos de los sentidos corporales. Si el caso de confiar en la vista termina bien, dice Kant: “Descubrió en sí la capacidad de escoger por sí mismo una manera de vivir y de no quedar encerrado, como el resto de los animales, en una sola (manera de vivir forzosa). A la satisfacción momentánea que el descubrimiento de esta ventaja debió producirle, pronto la seguirían el miedo y el temor: cómo se las iba a arreglar él, que no conocía todavía del todo con su facultad recién descubierta ninguna cosa en sus propiedades ocultas y sus lejanos efectos. Se encontraba como al borde de un abismo”. El descubrimiento de su libertad ante las infinitas cosas que podía elegir o rechazar debido a su necesidad de alimentarse hacían imposible obedecer a los mandatos del instinto: se imponía la elección aun corriendo los riesgos envueltos por cada decisión hecha en un mundo inexplorado al cabo. La necesidad de comer nos hace dependientes; el hambre se impone como una urgencia que excluye una investigación cabal de lo que satisfaría la necesidad. La elección entre posibles alimentos es el ejercicio que pone fin a la carencia insatisfecha, pero arriesga la equivocación y sus posibles daños para la vida.

El futuro es una fuente inagotable de cuidados y preocupaciones para los humanos; en cambio, los animales, que no se representan el porvenir, quedaron libres de esta prueba.

Después de examinar el instinto de alimentarse mediante el que la naturaleza conserva la vida de cada individuo, el ensayo de Kant aborda el instinto sexual, que sirve a la conservación de la especie. Esta necesidad, comprueba el filósofo, opera tanto en el hombre como en los animales, pero de maneras diferentes. En los animales se manifiesta como impulso pasajero, por lo general periódico. No así en su versión humana, en la cual su operación se deja prolongar y acrecentar estimulada por la imaginación. Además el instinto sexual humano se deja también moderar en su duración y regularidad, “a medida que el objeto es sustraído a los sentidos, evitándose así el tedio que la satisfacción de un puro deseo animal trae consigo”, dice el ensayo. Y se explica en seguida, recurriendo al hábito de ocultar la presencia de las partes sexuales del cuerpo, de la siguiente manera: “La hoja de parra fue el producto de una manifestación de la razón todavía mejor que la realizada por la razón en la etapa alimenticia de su desarrollo. Porque convertir una inclinación en algo más intenso y más duradero sustrayendo su objeto a los sentidos, muestra ya la conciencia de cierto dominio de la razón sobre los impulsos; y no solo, como en el paso anterior, la capacidad de prestarles servicio en mayor o menor medida. Abstenerse fue el ardid que sirvió para elevar lo puramente sentido a estímulo ideal, los puros deseos animales poco a poco en amor y, así, la sensación de lo meramente agradable a gusto por la belleza, en los hombres primero, y en la Naturaleza toda después. La decencia, inclinación a despertar con nuestro decoro (…) el respeto de los demás, que constituyó la verdadera base de toda sociabilidad, ofreció también la primera señal del destino del hombre como criatura moral. Comienzo nimio, pero que hace época, pues al dar una dirección totalmente nueva a la manera de pensar, su importancia excede a toda la serie inacabable de los desarrollos culturales que se han sucedido después”.

La tercera necesidad que, según Kant, pone a prueba a la razón humana y la obliga a desarrollarse para poder resolver los problemas que se le presentan al comienzo de la historia, tiene que ver con el futuro. La expectación del porvenir agrega a la capacidad de gozar del momento presente la de hacer actual también al futuro, aun al más lejano. Esta capacidad es una característica exclusiva de los seres humanos. Al representarse el tiempo por venir, tanto el próximo como el que tardará mucho en llegar, los seres humanos, conforme a sus destinos, tienen la posibilidad de prepararse para los fines que habrán de realizar. El futuro es una fuente inagotable de cuidados y preocupaciones para los humanos; en cambio, los animales, que no se representan el porvenir, quedaron libres de esta prueba. Cito a Kant: “El hombre, que tenía que proveer para sí y su mujer y para sus futuros hijos, vio la creciente penosidad de su trabajo; la mujer previó los sufrimientos a que la naturaleza había sometido a su sexo y, por si fuera poco, los que le impondría el varón, más fuerte que ella. Los dos, además, tras el cuadro de esa vida penosa, anticipaban con temor algo que también les ocurre a todos los animales pero que a ninguno preocupa: la muerte; y así les pareció bueno rechazar y convertir en crimen el uso de la razón, que todos estos males les acarreaba. El único consuelo que acaso entrevieron fue el vivir en su posteridad, que tendría mejor suerte, o, también, el aliviar sus sufrimientos como miembros de una familia”.

A lo largo de su historia los humanos fueron aprendiendo a ejercer sus ventajas sobre los animales: se desarrollaron tanto racionalmente como desde la perspectiva de las libertades de que disponen. Las etapas que ya hemos considerado, las necesidades de alimentarse, de reproducir la especie y de prever el futuro y poder anticipar las medidas para afrontarlo mejor, desembocan en una cuarta etapa final, con la que termina este panorama presunto del comienzo de la historia humana en este mundo. Estos progresos y las varias maneras en que los hombres superan a los animales los animaron a comenzar a verse como el propósito o fin de la naturaleza. Al comienzo esta perspectiva no era más que una ocurrencia: todas las cosas parecen tener una razón de ser, una finalidad que las explica y las justifica.

Sin considerar los diversos rangos de que constan las sociedades, sus miembros son iguales gracias a la común racionalidad que los distingue de los seres naturales. Y son iguales porque su condición de fines impide que sean utilizados como meros medios para los fines de otros. En esto reside el fundamento de la ilimitada igualdad de los hombres.

La variedad de los seres que llenan el mundo sufre una modificación cuando alguien los pone en un orden de importancia. Kant propone: “La primera vez que [un hombre] le dijo a la oveja: ‘la piel tuya la Naturaleza no te la ha dado para ti sino para mí’ y se la quitó y se vistió con ella, tenía ya conciencia de su privilegio. En virtud de tal privilegio, la Naturaleza lo colocaba por encima de todos los animales, que ya no consideraba como compañeros en la creación sino como medios e instrumentos puestos a disposición de su voluntad para el logro de sus propósitos”.

Después de esta cuarta conquista de la razón, que lleva al filósofo a declarar que toda la naturaleza le está sometida a los seres humanos para sus fines y necesidades, el discurso deriva hacia la sociedad humana. Kant declara que todos los seres racionales, estos cuya maduración paulatina hemos estado considerando aquí sucesivamente, son iguales entre ellos. Sin considerar los diversos rangos de que constan las sociedades, sus miembros son iguales gracias a la común racionalidad que los distingue de los seres naturales. Y son iguales porque su condición de fines impide que sean utilizados como meros medios para los fines de otros. En esto reside el fundamento de la ilimitada igualdad de los hombres.

Ni el más noble, el más inteligente, el más rico, el más poderoso puede pretender dominar, mandar o regir a los demás. Y agrega: “Este paso va vinculado (…) con el abandono del seno maternal de la naturaleza, cambio (…) lleno de peligros, pues le arrebata del estado inocente de la niñez (…) y le arroja al ancho mundo donde le esperan tantos cuidados, penas y males desconocidos. Más tarde, la dureza de la vida… le apremia el desarrollo de las capacidades en él depositadas (…) le empuja a aceptar pacientemente el penoso esfuerzo, que aborrece, a buscar el trabajo, que desprecia, y a olvidar la misma muerte, que tanto le espanta”.

Una vez establecidos, la vida de los pueblos civilizados, aun la de aquellos que creen que la historia humana está gobernada por la Providencia, es siempre penosa y esforzada. Hay que confesar, sostiene el filósofo, que los mayores males derivan de la guerra y no tanto de la que transcurre o transcurrió, cuanto de ese rearme incesante y siempre creciente para la próxima. A esto se aplican todas las fuerzas del Estado, todos los frutos de su cultura, que podrían emplearse mejor para procurar una cultura mayor; en muchos lugares se hace ruda violencia a la libertad y el cuidado material del Estado por cada miembro se muda en una despiadada dureza de exigencias, mientras se justifica todo ello por los cuidados del peligro exterior. Pero ¿encontraríamos esa misma cultura, esa estrecha unión de las clases de la comunidad para el fomento recíproco de su bienestar, si no fuera porque la tan temida guerra impone a los jefes del Estado este respeto por la humanidad? Los descontentos con la existencia social civilizada, piensa Kant, no se agotan con las exigencias del Estado y las penalidades del trabajo y de las guerras. A las continuas reclamaciones contra la condición humana hay que sumarles tanto el descontento con la brevedad de la vida como la nostalgia nunca realizada de eso que los poetas llaman la edad de oro, la utopía de una vida fácil que no exige sacrificios, que transcurre en paz, y que ofrece a todos las oportunidades para crecer y hacerse mejores continuamente. La historia humana, cuyo transcurso hemos seguido a partir de sus comienzos, no ha prometido nunca tomar de pronto un curso capaz de cumplir con los sueños ociosos del que se declara inocente de todo error y libre de toda culpa.

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