por Constanza Michelson
por Constanza Michelson I 15 Enero 2019
Una tarde después de clase, una chica salió con sus compañeros al parque. Era 2007, liberación sexual, hipersexual, ya estaba sellada y sacramentada. El juego de estos jóvenes, atravesados por la normalización del porno, termina en la realización de una felatio grabada con el celular. Pero la complicidad de la transgresión adolescente se quebró con la traición hacia la chica: uno de sus amigos compartió el video, que luego se convirtió en el conocido episodio “Wena Naty”. Desde que la tecnología lo permite, cada tanto se filtran videos de venganza y humillación sexual, casi siempre hacia las mujeres.
Pero, ¿no habíamos acordado que la liberación en la cama era un acuerdo entre los sexos?
La moral sexual de Occidente en las últimas décadas ha implicado un destape, del que las mujeres fueron protagonistas. En palabras de la escritora Nancy Huston, la libertad de un país comenzó a medirse en la cantidad de carne femenina que se permite exhibir.
Quizás como todas las revoluciones, la de la liberación sexual femenina no terminó donde se esperaba. Fue apuntalándose en otra revolución en ciernes, la del neoliberalismo, quedando el sexo liberado a su mercantilización. Es la astucia de la historia, planteó la filósofa feminista Nancy Fraser, advirtiendo cómo los ideales de la segunda ola feminista fueron resignificados por el capitalismo tardío. Negocio extraño el de las mujeres, pues cambiaron el tipo de contrato, de uno fijo a uno a honorarios, pero con el mismo empleador. Porque parte del sexo liberado quedó anclado al imaginario del erotismo masculino, antes que revolucionar las lógicas del intercambio sexual mismo. Decirle que sí al sexo, no necesariamente significó decirle que no al poder.
Gilles Lipovetsky en La tercera mujer da cuenta de cómo las viejas trampas se siguieron reproduciendo, pero bajo el discurso de la elección personal. La dependencia amorosa y la obsesión con la belleza se acoplaron a la ideología de la self made woman. La mujer emancipada de los 90, de todas formas, buscaba cumplir con los anhelos tradicionales, encontrar el amor, cumplir con un ideal corporal –además de las nuevas exigencias, el desarrollo económico y profesional–, pero leyendo estos mandatos como un desafío personal. La socióloga Eva Illouz también advierte esta falsa síntesis de la igualdad sexual, a través del nuevo malestar amoroso. La dificultad de emparejarse es vivida por las mujeres como si fuese una incapacidad personal, llevando a terapia una cuestión que es más bien de orden sociológico: el nuevo arreglo sexual sigue dándole la ventaja al varón heterosexual. El matrimonio y los hijos dejan de ser una marca de estatus; por ende, los hombres se quedan más tiempo en el campo del sexo libre. Mientras que para las mujeres el límite temporal de la maternidad las perjudica, provocando ansiedad en la búsqueda de pareja. Las mujeres se fueron haciendo cargo, sin saberlo, de aquello que va quedando fuera del discurso actual: la existencia de un límite.
La incomodidad de la desigualdad sexual, travestida en imaginarios de la mujer empoderada, conectadas con su placer, escritas por la literatura de autoayuda, fue quedando sin nombre, traduciéndose en un malestar vivido en privado, bajo la gramática del fracaso personal.
En octubre de 2017 explotó el caso del productor de cine Harvey Weinstein. Y fueron precisamente las actrices de Hollywood –¿quiénes más que ellas podían representar a la mujer poderosa y sexy?– las que evidencian la relación desequilibrada entre sexo y poder, la desventaja de las mujeres en esa ecuación. Como en otras reivindicaciones políticas, no puede haber liberación si no hay igualdad.
No es casual que esta cuarta ola feminista reviente por el lado más íntimo, el de la vinculación sexual. No se trata esta vez de algunas demandas puntuales, ni siquiera de la búsqueda de igualdad, sino de interrogar el deseo sexual mismo. Por eso la insistencia en la deconstrucción del amor romántico, de las lógicas de seducción, de la resignificación del abuso sexual. Ese es el punto más radical de este nuevo impulso feminista y que tiene al mundo consternado.
¿Qué ocurre con las pulsiones después de la revolución? ¿Cómo conducirse y cómo acceder al encuentro sexual, cuando se trastocan las reglas de la seducción? De ahí que muchos hombres, y también mujeres, reclamen que esto debería tratarse de los derechos sociales, cuestión donde sí hay un acuerdo casi generalizado, pero que con los códigos sexuales no hay que meterse.
El abuso se revela como algo estructural. Stephen Marche escribió un polémico artículo en el New York Times, titulado “La monstruosa naturaleza sexual de los hombres”, que derechamente criminaliza algo así como la esencia masculina. Pero lo cierto es que ha habido excesos en las denuncias públicas sin verificación alguna. No todos los hombres son violadores, más bien la menor parte de ellos lo son. Lo que sí es verdad es que la predominancia de la erótica masculina en la cultura –cuya lógica es la de la fetichización del cuerpo– genera las condiciones de posibilidad de diversas prácticas abusivas. Freud en 1912 escribió sobre el inconsciente sexual masculino heterosexual y su necesidad de distribuir a las mujeres en las respetables y las denigradas: la dama y la puta. Economía sexual que, lejos de ser anacrónica, tiene aún toda la eficacia del mundo. Hay en el imaginario masculino cuerpos que, bajo ciertas condiciones –de clase social, de inferioridad, de lejanía con la vida oficial–, son objetualizables, autorizándose a gozarlos y maltratarlos. Esto es lo que hace que el abuso sea estructural a la relación patriarcal entre los sexos.
Lo confuso es que el lugar de objeto (de deseo) es también una condición bisagra entre el deseo y el abuso. La pasividad es uno de los goces más primarios en el ser humano, por lo que en ciertas circunstancias ser tomado por otro es un anhelo. La canallada es más bien hacer un uso perverso de esa condición de deseo que habita en todos. O atribuirla a alguien que no ha consentido el acceso sexual. Y lo perverso colectivo es situar la pasividad como una condición fija de los cuerpos feminizados, restándoles subjetividad. Así como también, transformar esa condición del deseo en una mercancía a explotar. Este punto es lo más opaco de esta reivindicación, porque tiene la particularidad de que se duerme con el enemigo.
Consecuentemente, han resurgido las polémicas acerca de la comercialización del cuerpo de las mujeres. Respecto del porno y la prostitución, se retoma el debate sobre regularlo o prohibirlo. Por su parte, asociaciones de trabajadoras sexuales acusan a un feminismo bien pensante de negarles su condición de sujetos aptos para deliberar. ¿Es realmente libre una mujer que decide explotarse?, preguntan con suspicacia algunas. Y las mujeres del rubro responden: por qué habrían de estar ellas más alienadas que cualquier otro tipo de trabajador. ¿Está realmente emancipada una chica que busca las miradas y los likes exhibiéndose sin ropa? Algunas, como la actriz Emily Ratajkowski, alega que ser feminista es precisamente poder hacer lo que cada una quiera con su cuerpo.
Pero la discusión más caliente del momento feminista es el de las llamadas zonas grises. Hay algún acuerdo respecto de regular los encuentros sexuales cuando existen relaciones de poder explícitas: en el trabajo o en la universidad, por ejemplo. El campo de batalla actual se sitúa más bien en relación a los límites del erotismo en las escenas sociales-sexuales, donde las jerarquías no son evidentes. Fue lo que las intelectuales francesas manifestaron en su polémico texto sobre el “derecho a importunar” de los hombres, defendiendo el impasse sexual, el malentendido, los tropiezos, como algo intrínseco a la seducción. Acusaron, luego, a las activistas norteamericanas del movimiento #MeToo de una regresión del feminismo al puritanismo; pero las francesas, a su vez, fueron juzgadas de traidoras al género.
Lo interesante de lo que está en juego en este falso debate –porque ni las norteamericanas quieren acabar con el sexo en el mundo, ni las francesas aplauden las violaciones– es más bien una nueva condición antropológica que emerge y la consiguiente resistencia a ella. Se discute, en el fondo, si acaso es posible regular todos los espacios de incertidumbre: lograr controlar y evitar lo traumático inevitable del encuentro de todo sujeto con el sexo, eso que Lacan escribió bajo la fórmula de “no hay relación sexual”, que quiere decir que no hay complementariedad posible en el encuentro con otro, hay con suerte un síntoma, una formación de compromiso que a veces funciona más que otras.
Las ironías dialécticas hacen que en esta vuelta del espiral, varios aspectos de la reivindicación feminista coincidan con el programa del capitalismo técnico, cuya promesa es lograr borrar la grieta humana, a costa de mayor control. El mundo se divide hoy, sépanlo o no, entre quienes defienden o rechazan lo inconsciente como condición de la subjetividad.
Quizá por ello la manifestación más ruidosa de esta ola feminista, la de las redes sociales, tiende a asentarse en la llamada corrección política; que no es sino la manifestación de las buenas intenciones encarnadas en la subjetividad del capitalismo posmoderno. El filósofo Franco Berardi describe en su Fenomenología del fin al sujeto producido por las nuevas tecnologías de comunicación: debilitado en la capacidad de atención, de empatía y, más importante aún, carente de encuentros cuerpo a cuerpo, se ha vuelto incapaz de leer los signos en un sentido contextual, perdiendo la intuición y la lectura de lo tácito, reconociendo solo patrones preconfigurados y funcionales. Es decir, la nueva subjetividad padece la enfermedad de la literalidad. Que por cierto, es en sí una violencia, el crimen semiótico de aspirar al significado unívoco de las cosas: el amor programado, el juego sin trampa, el humor calculado, el arte predecible.
Por eso se rumorea una incomodidad, que muchos no comprenden, porque comparten causas que les parecen nobles. Pero rechazan que ellas vengan envueltas en lógicas de control que asfixian. Es como la resistencia de los niños pequeños a comer: a veces prefieren no alimentarse, aunque tengan hambre, por un bien mayor: evitar la invasión de la madre (o quien ejerza esa función). A la vez, las críticas más furiosas e impúdicas hacia el feminismo provienen de otra versión de la literalidad, la de quienes suponen que la verdad es la incorrección política, el decir sin filtro.
Lo contrario a la corrección política no es la incorrección, sino la política: es precisamente la negociación entre las presiones sociales, las pulsiones inconscientes y los anhelos conscientes, el lugar de la ética del deseo. Esa es la zona gris de lo humano, donde en medio de contradicciones, dudas y sin garantías, un sujeto toma una posición. Siguiendo a Judith Butler, cuando eso implica el encuentro con otro cuerpo, surge la ética sexual, que lejos de una protocolización de todo cabo suelto, da espacio para la manifestación subjetiva. Ese espacio es el que hoy está en disputa. Y ese espacio se llama deseo, en el sentido estructural.
¿Deseamos seguir deseando? O bien, se ha vuelto demasiado incómodo enfrentarnos a lo incierto, a lo que pone en jaque el anhelo de estar en coincidencia con uno mismo. Quizás no es casual que los nombres de los movimientos impliquen al yo del activista, Me Too, Je Suis, y que la fórmula “lo personal es político” pase a ser a ratos una manifestación pública de los propios conflictos, antes que una manera de entender lo personal como impersonal, como algo político-social, para así escapar de uno mismo. La forma del activismo como reafirmación moral de sí, es una trampa. Siempre es posible ser atrapado en la falta.
Los modos importan porque hablan de las nuevas formas de subjetivación, es decir, de la disputa entre la fantasía de un mundo a la medida de los anhelos del yo y el deseo –esa condición estructural, que limita el gobierno del ego– como forma de resistencia al capitalismo líquido. Una cosa es alterar las geometrías y los semblantes que adquiere el deseo en el orden patriarcal; otra es empujar la anulación del deseo mismo. La des-erotización del mundo es el triunfo de tánatos: la pulsión de muerte.
Cuando las herramientas que en principio sirvieron para resistirse a un poder comienzan a trabajar para eludir la inconveniencia de la incertidumbre del deseo –aquella grieta de lo humano–, entonces podemos darle la bienvenida al nuevo padre: el capitalismo técnico. Deconstruirse para construirse a la medida del ego, reescribir el deseo sexual para liberarlo de la gramática del patriarcado, pero circunscribiéndolo al menú de la técnica, no es más que el señuelo de otra revolución que no terminará como se esperaba. Es reducir la fuerza emancipatoria del feminismo a la lógica de la autoayuda.
El feminismo ha decantado en una mayor solidaridad de género, en transformaciones éticas y estéticas, en remediar algunos desequilibrios en las relaciones entre mujeres y hombres, en cierto desplazamiento de los códigos de lo deseable, elevando así los estándares de civilidad. Y aunque tiene aún cuentas pendientes con un patriarcado que se diluye, no debiera desentenderse de las violencias pospatriarcales que emergen. Las que convierten a los cuerpos en el “más hermoso objeto de consumo”, si bien ya no para el ojo masculino, para el implacable ojo del narcisismo contemporáneo.
Imagen de portada: The Handsome Pork-Butcher, de Francis Picabia.