Roberto Torretti Edwards: una lámpara en medio de la oscuridad

Con una obra que comenzó con estudios sobre Kant, para derivar después hacia la filosofía de las ciencias, Roberto Torretti vivió entre libros, acumulando muchos más saberes que los necesarios para realizar su labor de profesor y escritor, y enseñando lo que sabía con generosidad y disciplina. Miraba la vida con distanciamiento, con sabio escepticismo y sin caer en ningún entusiasmo excesivo que lo fuera a desviar de su ruta de pensador.

por Eduardo Carrasco Pirard I 7 Febrero 2023

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Roberto Torretti se fue discretamente, como correspondía a su manera de ser. No hubo entierro ni discursos ni ceremoniales. Él mismo dispuso que sus funerales fueran así; se había desengañado hace ya mucho tiempo de las ceremonias oficiales donde se dicen bellas palabras escondiendo lo esencial, que en este caso es la desequilibrada indiferencia en relación con su verdadera lucha en contra de la ignorancia y la chapucería intelectual. ¿Para qué hacer el resumen de los logros de su vida ahora muerto, cuando esos mismos logros no fueron suficientemente valorados cuando estaba vivo? Por eso, ni siquiera dijo “no les quito más tiempo”. Quiso dejar el mundo como si él no hubiera estado nunca en él, desapareció, simplemente. Pero que no se vea en esto ni orgullo ni desprecio. En Roberto no había resentimiento alguno, menos en contra de su país, que amaba profundamente. Se trataba simplemente de puro realismo. Así fueron las cosas y así las asumió.

Desde hace algún tiempo su vida se había transformado en una carga para él. Demasiadas enfermedades, demasiadas miserias, demasiada tristeza. Nos decía: “Si en Chile hubiera existido la eutanasia, yo hace tiempo que no estaría en este mundo”. Era terrible verlo disminuido, rengueando con la ayuda de un carrito, con su cuerpo atacado por mortíferos procesos corrosivos. La enfermedad que lo atacaba avanzaba sin piedad mientras los médicos erraban en el diagnóstico. Carla, la única mujer de su vida, lo cuidó con devoción, postergando su propio trabajo intelectual durante meses y hasta años para dedicarse a aliviar su dolor en la medida de sus fuerzas. ¡Qué conmovedora es la historia de estos dos que se encontraron un día en las aulas de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, se casaron después en Friburgo y no pudieron separarse nunca más, compartiendo durante toda la vida el amor terrenal con el amor a la sabiduría! Ellos van juntos, no puede uno hablar de uno sin hablar del otro. Los que les otorgaron el Premio Nacional de Humanidades deben haberlo comprendido así, porque curiosamente les concedieron este galardón a los dos juntos. A pesar de estos méritos compartidos, son dos personas completamente diferentes y, en un cierto sentido, hasta contrarias. Ambos son seres excepcionales pero cada uno en su especie. Lo que no tiene uno, lo tiene el otro.

A pesar de las miserias físicas, lo que nunca perdió Roberto fue su lucidez que lo acompañó toda su vida, con su inteligencia y su prodigiosa memoria intactas, protagonizando como siempre la conversación en la que mostraba que, a pesar de sus dolencias, seguía con sus dos pies viviendo en este mundo, informado de todo y con su sabiduría de siempre. Así llegó hasta el final. No se engañó nunca sobre nada. Vivió lealmente en este mundo sin hacerse esperanzas ilusorias ni sobre los dioses ni sobre los hombres. Con su inteligencia privilegiada se dispuso a conocer con el máximo rigor todo lo que podía conocer. Su erudición era incomparable: traducía a Sófocles y a Tucídides, explicaba críticamente la teoría de la relatividad, sabía qué emperador sucedió a Constantino, y lograba salir airoso de todos los laberintos de la geometría contemporánea. Escribió historias de la física y de la geometría, y como no estaba nunca contento de los diseños gráficos que le proponían sus editoriales, los hacía él mismo con una tipografía que él mismo inventó. Hasta creó su propio abecedario griego, que usaba en sus libros y artículos, e inventó una serie de símbolos con los que escribió algunas de sus obras, con el objeto de exponer de manera más clara las fórmulas matemáticas. Una de ellas es El paraíso de Cantor, que de acuerdo con el testimonio del filósofo español Jesús Mosterín, “es la obra mejor y más completa que jamás se ha escrito en español sobre los fundamentos y la filosofía de las matemáticas”.

Su obra creativa comenzó con sus estudios sobre Kant, para derivar después hacia la filosofía de las ciencias: la filosofía de la geometría en el siglo XIX, el rol de la geometría en la teoría de la relatividad y el papel del entendimiento inventivo en la física matemática.

Desde hace algún tiempo su vida se había transformado en una carga para él. Demasiadas enfermedades, demasiadas miserias, demasiada tristeza. Nos decía: ‘Si en Chile hubiera existido la eutanasia, yo hace tiempo que no estaría en este mundo’.

De acuerdo con su propia opinión, el libro Creative Understanding: Philosophical Reflections on Physics, publicado en 1990, era su principal aporte a la filosofía de las ciencias. Este libro fue editado por la Universidad Diego Portales en el 2012, en una traducción hecha por el propio autor, bajo el título Inventar para entender. En él, Roberto expone la tesis según la cual los conceptos científicos, como cualquier otro concepto, surgen en el curso de la historia y, por lo tanto, pueden considerarse como invenciones. Debido a que la tesis se ejemplifica con la experiencia de la física, el libro se subtitula “Reflexiones filosóficas sobre la física”. Que en él Roberto haya puesto en valor para el desarrollo de la física la creatividad y la imaginación, contradice el prejuicio común que se tiene frente a la ciencia pura, que a menudo es vista únicamente como racionalidad.

Amaba la música y en eso nos encontrábamos. Su espíritu minucioso y ordenado lo impulsaba hacia la valoración de obras contrapuntísticas de perfecta factura, como las misas de Bach o la música renacentista. Como le gustaba compartir su afición, tuvo la gentileza de copiarme su colección de discos de Monteverdi, Gesualdo y Palestrina, en versiones perfectísimas que se agenciaba no sé cómo. Porque no solo buscaba la belleza de la música, también le importaba la belleza del sonido y no se contentaba con cualquier intérprete. Para no molestar a Carla, que detestaba que Roberto pusiera la música demasiado fuerte, se acostumbró a escuchar con sofisticados audífonos que encargaba directamente a los productores, porque ni los mejores que se pudieran encontrar en Chile le eran suficientes. A veces yo llegaba a verlo y Roberto me esperaba con una sonrisa en los labios. Había logrado importar unos audífonos ingleses de precio imposible que quería mostrarme. Yo quedaba asombrado escuchando el canturreo de Glenn Gould que podía distinguirse a la perfección mientras interpretaba El arte de la fuga. Pero su predilección era la ópera, que también presenciaba en versiones cada vez más perfectas, de acuerdo con los avances de las tecnologías de grabación, que Roberto celebraba como nadie.

Tenía una sorprendente facilidad para las lenguas. Me corregía mi francés, a pesar de que yo había vivido 15 años en Francia y él solo había visitado el país como turista. Fue el único filósofo chileno que jugó en las ligas mayores y recibió el reconocimiento de sus pares: fue reconocido como miembro de número de la Académie Internationale de Philosophie des Sciences, con sede en Bruselas, en 1988, y elegido miembro del Institut Internationale de Philosophie de París, en 1994. La Universidad de Puerto Rico, por su parte, lo nombró Profesor Emérito en el 2001, organizando un simposio en su honor, y la Universidad de Barcelona le confirió el Doctorado Honoris Causa en el 2005.

En sus opiniones fue siempre certero, bregando incluso a través de los periódicos por las buenas causas ciudadanas. A lo largo de su existencia vivió entre libros, acumulando muchos más saberes que los necesarios para realizar su labor de profesor y escritor, y enseñando lo que sabía con generosidad y disciplina. Miraba la vida con distanciamiento, con sabio escepticismo y sin caer en ningún entusiasmo excesivo que lo fuera a desviar de su ruta de pensador. Si bien siempre tuvo sus propias opciones políticas, que a lo largo de su vida fueron cambiando, nunca militó en ninguna causa, aunque defendió sus ideas con mucha pasión. Era liberal, republicano, detestaba las beaterías de todo tipo y defendió siempre con ahínco los fueros de la cultura y el pensamiento.

Gran persona, una lámpara en medio de la oscuridad chilensis. Gran amigo también, nos unió la curiosidad, el amor a los griegos, la música, el aprecio por la cocina italiana y el gusto por la conversación. A los que apreciamos su grandeza nos va a faltar su sabiduría. Ahora la noche se ve más oscura. Su muerte debe haber sido tranquila y serena, como lo ha sido siempre la disolución del mundo en tierra. Polvo fue y en polvo se convirtió. Una tierra siempre iluminada por la luz de las estrellas.

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