El espejo deforme

Dos libros recientes, Silencio administrativo de Sara Mesa y Un apartamento en Urano de Paul B. Preciado, actualizan la prolífica desconfianza que teóricos de muy distinta raigambre han expresado hacia la burocracia y esa trama de reglas que intentan disciplinar, catalogar y –eventualmente– castigar a cada ciudadano que se sale de la norma.

por Cristóbal Carrasco I 14 Mayo 2020

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Si hubiera que buscar un vínculo que relacione a las críticas más originales de la filosofía política en el siglo XX, este parece ser el reproche a la burocracia. Desde que Max Weber –en Economía y sociedad– organizó en el inicio del siglo la estructura de dominación de los Estados modernos y puso a la burocracia como la manifestación más excelsa de organización racional de los Estados, la filosofía política se ha encargado de achacarle a la burocracia la mayoría de los males de las sociedades. En la teoría de Michel Foucault y su crítica a las estructuras de poder, de control y vigilancia de los gobiernos; en el análisis de Hannah Arendt a la justificación del mal en el proceso a Eichmann; o ahora último, la crítica a la transparencia de Byung Chul-Han, parecen compartir la desconfianza a la suma de protocolos, procedimientos, rutinas, métodos y personajes de la administración estatal.

Es claro –así lo ha hecho saber Foucault– que la dominación burocrática es anterior al surgimiento de los Estados modernos, pero es justamente cuando la burocracia se encontró ante un Estado supuestamente garantizador de derechos humanos, que se exhibió la imposibilidad de una burocracia alineada con los principios y fines que la ciudadanía espera. No se trata solamente –como repite cada tanto la clase política– de que la burocracia sea lenta o ineficiente. Ella, más bien, parece revelar, espectralmente, los verdaderos deseos del poder: si lo que se quiere es justicia e igualdad, lo que se logra es disciplinamiento; si lo que se pretende es rutina e impersonalidad, lo que se logra es arbitrariedad y dilación.

Durante décadas, haciendo caso omiso a estas críticas, las organizaciones estatales y privadas, e incluso las escuelas de Derecho, creyeron que la burocracia –y su manifestación normativa, el derecho administrativo– resultaba un sistema anexo, aséptico y dependiente de aquello que se decidía en los congresos. Si se producían injusticias, ellas no debían tomarse más que como desviaciones o accidentes, a lo más errores personales que no derrumbaban la hegemonía de la administración. Quizás por esa razón el estudio del derecho administrativo ha dividido sus aguas en dos ramas: aquella que estudia la organización de los Estamentos administrativos, y por otra la de la responsabilidad del Estado, que opera casi como una defensa corporativa. Allá donde se ejercía competencia por parte de superintendentes, ministros y funcionarios, un cuerpo teórico lo secundaba y amparaba.

La experiencia del siglo XXI sigue dándoles la razón a los críticos de la burocracia. Por más que las sociedades occidentales, erigidas sobre el estado de derecho, la supremacía constitucional y separación de poderes –e incluso en la instauración de principios más actuales, como la probidad y la transparencia–, parecieran haber vencido a las demás formas de organización, la burocracia se esmera en darles una y otra vez un golpe mortal.

La experiencia del siglo XXI sigue dándoles la razón a los críticos de la burocracia. Por más que las sociedades occidentales, erigidas sobre el estado de derecho, la supremacía constitucional y separación de poderes, parecieran haber vencido a las demás formas de organización, la burocracia se esmera en darles una y otra vez un golpe mortal.

Dos obras recientes intentan, cada una a su modo, demostrar que la crítica sigue vigente. Ambas provienen de la tradición española, que ha sido, desde la Recopilación de las Leyes de Indias, señera en el derecho administrativo de Chile y América. Silencio administrativo es una crónica  de la periodista y escritora Sara Mesa. En ella, la protagonista –un retrato ficcionado de muchas personas– conoce a una mujer de Sevilla que no tiene hogar y que sufre una discapacidad ocular que apenas la deja trabajar. La protagonista no puede entender su situación, pues ha escuchado repetidamente en las noticias que todas las comunidades españolas ofrecen la posibilidad de acceder a rentas mínimas. Por ello, se esmera en ayudarla. Lo que pensaba sería un trámite relativamente sencillo se convierte en un descenso a los infiernos de la administración española: papeles inservibles, citas previas que tardan meses en llegar, funcionarios que la discriminan sin pudor y, por último, el peso fatal del derecho: una vez que han terminado los trámites, se enfrentan a una regla burocrática que desconocía, el silencio administrativo, que dice que si la administración no resuelve su solicitud, esta se entiende como rechazada. Las mujeres esperan por una respuesta, y cuando esta llega, parece haber pasado tanto tiempo, ha consumido tanto de su esfuerzo y ha supuesto tantos males, que más que un logro parece la confirmación de una derrota. Sara Mesa lo identifica con la aporofobia, el rechazo a la pobreza, pero la cuestión va más allá: es la falsa idea de que el Estado garantiza los derechos sociales de las personas, incluso en los países desarrollados. Es el extremo más perverso de la ilusión que ha vivido Europa desde que comenzó el Estado de bienestar.

El caso de Paul B. Preciado y Un apartamento en Urano es diametralmente distinto. Alumno de Jacques Derrida, doctorado en Teoría de la arquitectura en Princeton y uno de los comisarios de arte más importantes de la actualidad, Preciado ostenta aquel lugar de privilegio que ninguno de los deudores del Estado de bienestar posee. Sin embargo, su interés por la teoría de género lo ha llevado a sumergirse por las grietas de la administración y la burocracia estatal. Escritas desde el año 2011, las crónicas de Un apartamento en Urano son el relato de Preciado tras su paso, a través de las inyecciones de testosterona, a un estado de disidencia de lo que denomina como “sistema sexo-género”, y que la llevó a un proceso de reasignación de género y de nombre (de Beatriz a Paul). Al mismo tiempo, sus crónicas son una recolección –entre sus viajes como curadora de arte– de las múltiples variables de la derrota del Estado liberal. Desde que escribió su popular ensayo Testo yonqui, Preciado ha intentado mostrar el modo bajo el cual “la epistemología binaria de Occidente” de hombre/mujer ha dividido al mundo: cuenta sus dificultades para cruzar por los aeropuertos sin que duden de su identidad, comenta los avances y retrocesos de las leyes de género, se detiene en la experiencia de los migrantes rechazados en las fronteras, y se esmera en identificar y criticar a las escuelas como los lugares donde la dominación burocrática llega a su extremo.

Cuenta así la historia de Alan, un muchacho trans que vivía en Barcelona. En el colegio, sus compañeros le exigían que se subiera la camiseta para comprobar que no tenía pecho. Lo insultaban, lo tiraban por las escaleras o lo empujaban contra la pared. “¿Cómo es que te llamas Alan si tienes tetas?”, le preguntaban. Así pasaban sus años. Cada tanto cambiaba de colegio, pero recibía siempre la misma respuesta: rechazo, burlas, violencia. A los 17 años fue uno de los primeros adolescentes que obtuvo un cambio de su estatus legal y de nombre acorde a su sexo. Pero, días después, la nochebuena del 2015, Alan -que había cambiado su nombre a Nala- se suicidó. La escuela, dice Preciado, siguiendo la huella de Foucault, es “una institución disciplinar cuyo objetivo es la normalización de género y sexual”, que “vigila el cuerpo y el gesto, castiga y patologiza toda forma de diferencia”. El problema, concluye Preciado, es la “relación constitutiva entre pedagogía, violencia y normalidad”: de qué modo una institución, regida por la trama de reglas del derecho administrativo y los planes y programas de un Estado desarrollado, se convierte en la manifestación más brutal del rechazo.

De aquello parece no enterarse el derecho administrativo, que buscará culpar a cualquiera antes que a sí mismo y que, enfrentando a un espejo, jamás verá la deformidad en la que se ha convertido.

 

Un apartamento en UranoPaul B. Preciado, Anagrama, 2019, 320 páginas, $16.000.

 

Silencio administrativo, Sara Mesa, Anagrama, 2019, 120 páginas, $20.000.

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