Walter Benjamin: lo breve y lo infinito

Al igual que en una miniatura, en Dirección única están los temas benjaminianos por excelencia: la ciudad, el niño, el sueño; los despojos, el coleccionismo, las mercancías; la redención y el arte; la escritura y la crítica. El libro tiene la urgencia de un informe de situación, pretende ser una guía de lectura de lo que más se lee —los libros, los periódicos y las ciudades— y de lo que se hace con especial ahínco —el amor y la política—, pero al mismo tiempo ha logrado trascender el documento de época y hablarnos sobre nuestro presente.

por Mariana Dimópulos I 1 Marzo 2022

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Tres hombres en un hotel de París piensan el presente. Son oriundos de la República de Weimar, vienen del Norte, hablan la misma lengua y escriben. Uno de ellos es director de cultura de un destacado diario alemán. El otro es un autor reconocido, optimista y comunista. El tercero es Walter Benjamin. Corre el año 1926 y París es la fiesta que otros escritores se dan por la época, y tantos artistas en general. Es el lugar donde se debe estar si se quiere obtener una imagen aguda de aquel presente europeo. Los tres han seguido la misma brújula y se disputan por entonces, tanto como lo harán más tarde, haber dicho de ese presente la verdad.

En qué forma se dice esa verdad es la clave. Benjamin escribe textos para un libro que pronto se llamará Dirección única, cuyo formato, cuya portada, cuyos temas y cuya escritura pertenecen a su tiempo de una manera distinta a como lo hizo en otros de sus libros. Es programático, es provocativo y, hasta cierto punto, es urgente. Tiene la urgencia de un informe de situación, pretende ser una guía de lectura de lo que más se lee —los libros, los periódicos y las ciudades— y de lo que se hace con especial ahínco —el amor y la política—. Todo esto, la urgencia y lo programático, la provocación y el experimento, compone especialmente sus virtudes, y también lo que no lo son.

Una nueva traducción al castellano, que recoge material de la reciente Edición Crítica de las Obras Completas en alemán, ofrece la primera presentación panorámica de este libro curioso, amable y revelador. La compilación, a cargo de un traductor español de marcada trayectoria —Juan de Sola—, incluye, además de la versión publicada en 1928, textos posteriores, organizados por Benjamin para una eventual continuación que finalmente no tuvo lugar. Esto habla, de por sí, del carácter acumulativo, fragmentario, algo lúdico del libro. Completa el volumen una selección de la correspondencia que echa luz sobre la composición, la recepción y las condiciones algo erráticas de su producción.

El resultado, como lo expresa con precisión la analogía de Ignacio Echevarría en su prólogo, puede leerse hoy como un compendio de la obra de Benjamin, tanto resumen de lo pasado como anuncio de lo que vendrá. Al igual que en una miniatura, encontramos en Dirección única los temas benjaminianos por excelencia: la ciudad, el niño, el sueño; los despojos, el coleccionismo, las mercancías; la redención y el arte; la escritura y la crítica. Un fantasma también lo recorre, el que hace temblar las conciencias burguesas: la política de un comunismo posible.

El libro, se ha dicho con razón, es expresión de un momento bisagra en el pensamiento de Benjamin. La evidencia lo prueba, tanto lo que podemos leer desde el promontorio de hoy en su contenido teórico, como los documentos de época que lo circundan, ante todo en forma de cartas. Sabemos por estas cartas cómo fue su concepción, qué temas importaban a su autor por entonces, cuáles eran sus preocupaciones filosóficas y sus estrategias en el mapa cultural del momento. La mitad de los breves textos que componen el libro ya había sido publicada en diversas revistas o secciones de cultura de los diarios. Dirección única es, en ese sentido, un producto periodístico, si entendemos este término con gran generalidad o si concedemos que el periodismo no siempre es ni ha sido igual a sí mismo. En la época de su enorme expansión, tal como se dio en la Alemania de hace 100 años, se podría decir que en el periodismo había lugar para una buena, elusiva variedad: para la información, para la publicidad oculta, para el relato, para la miscelánea, para las crónicas de viajes y para el desparpajo del más osado experimento literario. Ahí está Benjamin entonces: tiene 34 años, acaba de cerrársele definitivamente la carrera universitaria (a la que tendía y, a su vez, rehuía) y recoge un primer resultado de esta libertad. Ha estado en Italia, ha estado en Rusia, ha estado enamorado, ha querido y ha obtenido un lugar en el mundillo de los medios y cree ahora, al fin, que llegó el momento de volverse un autor.

Dirección única es también una reflexión de cómo volverse escritor de crítica tal como Benjamin, heredero del primer romanticismo alemán, lo entendió. En este sentido —hay muchos otros—, es un programa de cómo escribir y de qué escribir. No era el único que lo intentaba por entonces, y el terreno resultaba fértil.

Este autor, que es un crítico, se plantea qué significa esta forma de escritura que hay que reinventar para llevar esto a cabo. Por eso, Dirección única es también una reflexión de cómo volverse escritor de crítica tal como Benjamin, heredero del primer romanticismo alemán, lo entendió. En este sentido —hay muchos otros—, es un programa de cómo escribir y de qué escribir. No era el único que lo intentaba por entonces, y el terreno resultaba fértil.

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Al igual que él, otros dos autores alemanes con los que compartía hotel en París en 1926 buscaban una forma adecuada de nombrar el presente. Qué puede ser adecuado y qué no, y cuánto Zeitgeist es admisible al pensarse a sí mismo en la tarea de descubrirlo, son asuntos tan cruciales hace un siglo como ahora. Siegfried Kracauer, director de la sección de cultura del Frankfurter Zeitung, y Ernst Bloch, uno de los fundadores de una nueva forma de concebir el marxismo y la escritura filosófica, se unieron a Benjamin en el Hotel du Midi de París en aquel verano de 1926. Ambos escribirán reseñas del volumen fragmentario que nos ocupa, cuando este se publicó dos años más tarde. Una de esas reseñas es elogiosa y programática, como corresponde al caballeroso acto de reseñar a un amigo en el propio medio. Kracauer había jugado un papel no menor, por esos meses, en la configuración de los temas y de la mirada que Benjamin ejercita en los breves textos. Decirlo todo (o mucho) del presente en forma caleidoscópica, tensa y levemente irónica, se perfeccionaba en la llamada “forma breve” propia de la escritura en los medios de entonces. La otra reseña es sintomática. Ernst Bloch criticó el libro con diversos argumentos; la primera vez al calor de la publicación, más tarde al recoger esta crítica —muy modificada— en su libro Herencia de esta época. Importa aquí una sola acusación, porque a todas luces es formulada como tal: Bloch trata el libro de “surrealista”. La evaluación es tan correcta como injusta; en esta tensión podemos descubrir, acaso, qué significaba entonces ser del presente.

En París, ese mismo año, Benjamin había establecido una estrategia de contactos que debían proveerle un lugar en la órbita intelectual local. Esta estrategia guiará sus últimos 15 años de trabajo. Las traducciones de Proust, la revisión de las novedades editoriales, la lectura atenta de Valéry, algún interés por la producción filosófica francesa: ese era el programa. Lograba así un equilibrio entre distancia crítica y cercanía electiva respecto de su objeto de estudio.

En esa época, Benjamin lee un libro surrealista fundamental para comprender tanto Dirección única como El libro de los pasajes, la gran obra sin fin. Junto con Kafka, esta lectura lo dejará pasmado, incapaz de continuar, insomne. El campesino de París, de Louis Aragon, sumado a las conversaciones y paseos con Franz Hessel, a la fuerza de los medios periodísticos de los años 20 y al amor por Asja Lacis y su comunismo, componen la pócima original de su transformación teórica.

En Aragon, Benjamin encuentra una primera salida conceptual para la descripción de lo que hay y lo rodea, ampliando así las categorías de la crítica cultural. En un texto temprano recogido en Dirección única, llamado “Panorama imperial” y dedicado a retratar la debacle económica alemana de 1923, encontramos todavía y típicamente los vocablos de la descripción de lo real social de entonces: la miseria, las costumbres, los oficios. Una idea fundamental, propia de lo que será su filosofía de la historia, aparece refulgiendo apenas. Según esta antigua intuición de Benjamin, la continuidad, lo estable, no tienen nada de beneficioso en sí, sino que pueden ser —que vienen siempre siendo desde siglos— la mera continuidad de la injusticia.

Ese es el cúmulo ruinoso al que se dirigirá la mirada del ángel de la historia en el último de sus textos que conocemos, las Tesis sobre el concepto de Historia, de 1940. A pesar de esta identidad de pensamiento, decimos, aquel texto sobre la crisis social alemana contiene aún las marcas de lo convencional de la crónica y de la moral de la opinión. Benjamin ha cultivado hasta entonces la prosa académica y metafísica (inclinando la balanza ligeramente en favor de la segunda), ha escrito ensayos críticos, fragmentos de aire teológico, estudios sapientes. Ahora tiene que hablar del presente de otra manera, en la manera en que lo dicten las formas. Heredado de Kant, el concepto de forma recorre la filosofía de ese tiempo, desde sus sucesores directos hasta la concepción —aún nuestra— formal del arte. La guía para esta nueva escritura son el naciente periodismo cultural y la escritura tensada, como un campo de batalla, por el simbolismo, el modernismo y el surrealismo naciente. Del último, Benjamin es perfectamente contemporáneo, como en general de las llamadas vanguardias históricas. Contra la marea de lo nuevo y el régimen de la innovación formal, Benjamin sabrá extender su manto de escepticismo clásico y metafísico.

La guía para esta nueva escritura son el naciente periodismo cultural y la escritura tensada, como un campo de batalla, por el simbolismo, el modernismo y el surrealismo naciente. Del último, Benjamin es perfectamente contemporáneo, como en general de las llamadas vanguardias históricas. Contra la marea de lo nuevo y el régimen de la innovación formal, Benjamin sabrá extender su manto de escepticismo clásico y metafísico.

El surrealista Louis Aragon, al igual que Benjamin y su amigo Franz Hessel en aquellas primeras temporadas en París, practicaba la decimonónica flânerie. Pero el paseo por la ciudad, que el siglo XIX había cultivado en los jardines y retratado en las novelas de la buena sociedad, ha cambiado rotundamente con el avance del capital y sus expresiones sociales. En sus paseos citadinos, el campesino Aragon se topa con cosas. Y no cualesquiera, sino con las cosas que el capital ha transformado y que son ofrecidas al paseante en las vitrinas, en diversas poses, en exóticas combinaciones y bajo cambiantes luces. Como estamos en el campo del surrealismo, esta relación de quien pasea es onírica; afuera del mismo, en la realidad de la compraventa, tampoco falta una cuota de intoxicación. En este sentido, el diagnóstico de Ernst Bloch es correcto. Hay en Dirección única esa huella del presente surrealista donde el lenguaje del sueño impregna el nombre de lo real y de la experiencia, donde la provocación del burgués es programa, y donde el amor y el juego dictan las formas del conocimiento.

Pero la intención de Benjamin es más antigua, más compleja, su dialéctica infinitamente más seria. En 1928 ensaya una brevísima mirada retrospectiva sobre su propio libro. Al enviar un ejemplar al poeta y dramaturgo Hugo von Hofmannsthal, Benjamin se preocupa por acentuar aquello que no es urgente ni moderno ni inmediato de todo lo que en su libro es moderno, urgente e inmediato. Intenta entonces desmarcarse de la “corriente de la época” en que, sabe, este libro fluye ligero. No quiere de su libro que sea “solo” provocador y actual, sino el registro de la otra cara del presente que es, por supuesto, lo eterno.

¿Cómo se logra esta alquimia de imbuir lo ligero y lo efímero, lo programático y lo coyuntural político, incluidos en estos el cuerpo amante y el yo que sueña, de esa otra dimensión al otro lado de la finitud?

Por siglos, la filosofía creyó hacerlo con conceptos que imaginó inmóviles y con sistemas deductivos sobre las grandes palabras: Dios, eternidad, bueno, bello. En este otro pensamiento, inventado en parte por Benjamin a principios del siglo XX, ya intuido por Nietzsche y antes por los románticos alemanes, escasean las grandes palabras, la fascinación por lo propio está marcada de muerte y el pensamiento ha dejado de ser formal. Esta elección es riesgosa. Si Dirección única no hubiera sido completada por los textos posteriores de Benjamin, también los reunidos en este volumen como adenda, el riesgo de caer en lo efímero y convertirse, a lo sumo, en un sofisticado documento de época, hubiera sido grande. Benjamin lo sabe y lo teme. Está usando esas páginas de pipeta de ensayo. Apuesta a que, andando sobre esa cornisa entre las dos caras de la moneda del tiempo, caerá —de caer— del lado correcto, que es el del pensamiento que no solo refleja lo que vale entonces la pena ni solo pretende la eternidad de las ecuaciones puras.

A juzgar desde el promontorio de la posterioridad, su libro pareciera haberlo lograrlo. Sigue diciendo su presente sin convertirse en un mero documento, porque también dice el nuestro. Esto habla de aquel libro, y también de nosotros mismos, y de nuestra relación anticuada con lo que ahora somos.

 

Dirección única, Walter Benjamin (traducción y notas de Juan Sola), Ediciones UDP, 2021, 255 páginas, $16.500.

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