El trabajo futuro

por Giorgio Boccardo

por Giorgio Boccardo I 2 Agosto 2018

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Las formas de integración, protección y bienestar construidas durante el siglo XX se verán radicalmente afectadas por el impacto de la tecnología en el campo laboral, en la medida en que miles de “brazos y mentes” sean reemplazados por robots. Todo indica que debiéramos prepararnos para vivir en una sociedad en que el trabajo signifique algo cualitativamente distinto a lo que concebimos hasta ahora. De hecho, la propia frontera entre tiempo asalariado y tiempo libre es cada día más feble.

por giorgio boccardo

En 1930, John Maynard Keynes visitó la Residencia de Estudiantes de Madrid para impartir una conferencia magistral en que se esperaban soluciones para salir de la peor crisis económica del siglo XX. Para sorpresa de los asistentes, Keynes anunció que en 100 años la economía dejaría de ser un problema, el mundo sería exorbitantemente rico y las tecnologías reducirían la jornada de trabajo al mínimo. No obstante, para que las futuras generaciones disfrutaran de este nuevo bienestar, habría que esforzarse en reducir las desigualdades que la industrialización estaba provocando.

Ad portas de cumplirse una centuria de esa conferencia, sabemos que Keynes no se equivocó sobre el crecimiento económico y el papel de las tecnologías. Sin embargo, no parece que los nietos de quienes asistieron a la Residencia de Estudiantes estén disfrutando de la riqueza producida. Mientras las brechas entre países desarrollados y el resto del mundo se reducen, la desigualdad entre personas se eleva exponencialmente. Esto no es producto de una “mano invisible” o de “imperfecciones” del mercado, sino el resultado de las transformaciones productivas que lideran los gigantes informáticos, financieros e industriales que dominan la economía global.

Ahora bien, el problema no se limita exclusivamente a la concentración de la riqueza generada en las últimas décadas. Como señaló Bauman en El mundo sin trabajo, asistimos a una profunda transformación de la relación entre el trabajo, las tecnologías y el rumbo que está tomando nuestra sociedad. Son cambios que aún no comprendemos del todo, pero que están afectando nuestra forma de vivir, al punto de socavar la institucionalidad política y las formas de integración, protección y bienestar construidas durante el siglo XX. De ahí la urgencia política de comprender cuáles son las principales transformaciones ocurridas en las últimas décadas y, sobre todo, de prepararnos para vivir en una sociedad en que el trabajo significará algo cualitativamente distinto a lo que fue en el siglo XX.

Una de las tendencias más perturbadoras del último tiempo es que, por primera vez en la historia del capitalismo occidental, la productividad se desancla del trabajo. En los últimos 15 años, una proporción creciente del valor de bienes y servicios no está siendo creado por los trabajadores. La robotización y automatización de procesos productivos está reemplazando miles de “brazos” y “mentes”, a una velocidad mucho mayor a la de la oferta de nuevos puestos de trabajo. Por ejemplo, en la emblemática industria automotriz, cerca de la mitad de los empleados ya no trabajan con sus manos; en cambio, se encuentran supervisando máquinas, desarrollando software o atendiendo a clientes. Pero no solo son reemplazadas las actividades más pesadas y repetitivas, sino que muchas tareas que realizaban obreros altamente especializados.

El polémico estudio de Frey y Osborne sobre el futuro del empleo vaticina que profesiones como piloto comercial, redactor técnico, contador, vendedor minorista o telefónico desaparecerán en las próximas dos décadas.

La robotización amenaza también a los trabajadores de traje y corbata. Contra las interpretaciones que vieron en la sociedad “posindustrial” el desarrollo de trabajadores calificados y autónomos con base en el conocimiento, ahora se observa la eliminación de ocupaciones completas o procesos de devaluación de trabajos que antes requerían de conocimiento especializado. Un informe del Boston Consulting Group en 2015 pronostica que la inversión en robots industriales crecerá en un 10% anual en las principales naciones exportadoras; en tanto, el polémico estudio de Frey y Osborne sobre el futuro del empleo vaticina que profesiones como piloto comercial, redactor técnico, contador, vendedor minorista o telefónico desaparecerán en las próximas dos décadas. En otros casos, la automatización devaluará trabajos que antes requerían de habilidades profesionales o técnicas, y ostentaban importantes niveles de autonomía, como es el caso de médicos, abogados o profesores que, en adelante, deberán “convivir” con robots.

Pese a que la reducción de puestos de trabajo avanza a pasos agigantados, principalmente en los países industrializados, en términos globales nunca en la historia humana había existido una proporción tan grande de trabajadores que dependieran de su salario para vivir. Esto, principalmente fruto de la modernización de las relaciones laborales en países como China, India o Brasil (léase, reducción del trabajo semiesclavo o trabajo infantil). Al mismo tiempo, el encarecimiento de esa mano de obra ha significado “un retorno” de la industria a países como Estados Unidos, claro que sin que se recuperen las tasas de empleabilidad de los obreros calificados. De todas formas, no existe un acuerdo sobre si esta supresión de puestos de trabajo obedece a una etapa de transición o si asistimos derechamente a una era de desempleo estructural, en que se produzca un hiato irremontable entre trabajo y reproducción de la vida humana.

Si bien esta nueva ola de automatizaciones ha facilitado las tareas más pesadas o repetitivas, lo que de por sí puede ser considerado positivo, ¿por qué tenemos la sensación de trabajar cada vez más y de vivir en un estado de incertidumbre permanente?

En el capitalismo actual, a partir de un uso concreto de las tecnologías, aumenta la flexibilidad y la fragmentación del trabajo hasta diluir los límites entre el tiempo de trabajo asalariado y el tiempo libre. La jornada deja de tener límites claros, al punto de que se puede trabajar en todo momento y lugar. Mediante teléfonos inteligentes, computadores y una conexión a internet, es posible realizar parte (o la totalidad) del trabajo desde el hogar, en un espacio de coworking o durante los tiempos de desplazamiento. Con ello, una premisa básica del capitalismo industrial (que el trabajador vende “voluntariamente” un tiempo de trabajo definido y que el capital proporciona un espacio y los medios de producción), pierde su sentido histórico. En consecuencia, a diferencia de lo que Keynes pensaba, a saber, que la humanidad tendría que aprender a ocuparse en actividades no económicas, el tiempo y los lugares de trabajo socialmente disponibles para producir bienes y servicios aumentan, prácticamente de forma ilimitada. Los cuales no necesariamente se remuneran o están protegidos por la seguridad social de antaño, en detrimento del tiempo libre y la certidumbre del trabajador.

Mujeres, migrantes, guerras

Ahora bien, la robotización y la flexibilidad del trabajo no han sido los únicos medios a partir de los cuales se han elevado las tasas de ganancia. La feminización y las nuevas corrientes migratorias de trabajadores permiten nuevos saltos de productividad, pero también alteran la fisonomía de los sujetos y los códigos culturales de la sociedad del trabajo.

La nueva producción flexible y tercerizada se sostiene crecientemente en el trabajo de mujeres. Sin embargo, su asalarización no solo se produce en condiciones desiguales en relación con los hombres (peores contratos, salarios y oportunidades de desarrollo), sino que se emplean en trabajos que requieren de “habilidades femeninas”, como el cuidado, la empatía o la cosificación sexual del cuerpo. Además, las tareas reproductivas del hogar siguen recayendo mayoritariamente en mujeres, por lo general de forma no remunerada, lo que les dificulta poder disfrutar del poco tiempo libre que les deja su jornada laboral. En definitiva, el capital aumenta la fuerza de trabajo disponible mediante un uso mucho más intensivo de la división sexual y, al mismo tiempo, asegura la reproducción de la fuerza de trabajo. Lo anterior ha detonado el ascenso de movimientos de mujeres de carácter internacional, cuya fuerza e impacto en el resto de la sociedad resultan muy superiores a los que detentan los sindicatos de obreros y empleados.

Los ingresos fijan el acceso y uso de la ciudad, la posibilidad de una vida saludable o el ejercicio de libertades individuales.

Los conflictos armados han devastado regiones enteras en el mundo, acelerando nuevamente la movilidad internacional de los trabajadores. En la mayoría de las situaciones, los inmigrantes se emplean en ramas que exigen menor calificación al tiempo que sus contratos son más flexibles, sus salarios más bajos y sus jornadas más extensas que las de los trabajadores nativos. Por lo general suelen realizar las tareas más pesadas o aquellas consideradas socialmente denigrantes, lo que de momento les evita a los empleadores invertir en procesos de automatización productiva. Paradójicamente, su carácter más global y socialmente devaluado los ha proyectado como una fuerza de trabajo asalariada que comienza a levantar las banderas contra la desigualdad y el racismo, renovando el ímpetu de las anquilosadas burocracias sindicales.

La cancelación de derechos sociales avanza con la expansión de nuevos mercados de servicios para las distintas esferas de reproducción de la vida. Esta privatización de derechos fundamentales, antes bajo la tutela de instituciones democráticas, ha reforzado la necesidad de trabajar más y en peores condiciones. Cada vez resulta más común que una persona sea al mismo tiempo asalariado a tiempo parcial y emprendedor (por ejemplo, conduciendo un Uber o arrendando por Airbnb). Sin embargo, en el capitalismo contemporáneo, el problema no se reduce a la pérdida de la seguridad social alcanzada durante el siglo XX. Cuestiones como el acceso y uso de la ciudad, la posibilidad de una vida saludable o el ejercicio de libertades individuales quedan condicionados a unos ingresos cada vez más insuficientes. Lo que limita la soberanía que tienen los individuos sobre su vida, pero también la solidaridad de estos con el colectivo, hasta tal punto que la política se torna incapaz de asegurar algo tan básico como el derecho a la existencia humana.

Capitalismo, trabajo y democracia

Sin duda, el capitalismo que vivimos hoy no es el mismo que vivió Keynes. La maduración que alcanza, su renovada y expansiva capacidad de encadenar relaciones sociales y de apropiarse de la cooperación humana requieren de un entendimiento mucho más profundo de lo que significa el trabajo en la actualidad. Además, las resistencias colectivas a estas transformaciones aparecen por fuera del ámbito de la producción. Al menos, por fuera de los estrechos marcos de la fábrica o de la oficina del siglo XX. Lo anterior ha llevado a concluir a intelectuales como Habermas y Offe que el trabajo ha dejado de ser el espacio fundamental en que se constituyen las subjetividades. Pero que la realidad parezca una cosa, no significa que lo sea. Al menos eso pensaba Marx cuando elaboró su noción de fetichismo de la mercancía. Por lo mismo, una noción ampliada de producción y de trabajo puede contribuir al entendimiento de los problemas actuales de constitución de sujetos en su dimensión material.

De todos modos, no hay punto de retorno al siglo XX. Posiblemente, ni sus instituciones políticas ni sus sistemas de seguridad social sobrevivirán la actual coyuntura, lo que no implica quedarse de brazos cruzados (aunque la robotización nos obligue un poco). Todo lo contrario, apremia que intelectuales, partidos y fuerzas sociales debatan seriamente sobre qué hacer con el actual modelo de desarrollo y las tesis del crecimiento sostenido. Hemos llegado a un punto en que el capitalismo choca con una realidad que aún le cuesta asumir a sus defensores: la finitud de los recursos naturales y del propio planeta. Ni siquiera el viejo desarrollismo redistributivo, que tanto seduce a la izquierda tradicional, es una alternativa viable hoy en día.

Asimismo, urge proyectar formas concretas de garantizar el derecho a la existencia a esos miles de desempleados estructurales que la automatización está produciendo, así como a aquellos que fruto de la devaluación de sus trabajos no podrán vivir dignamente. También concebir modos de acabar con el trabajo no remunerado de las mujeres y con la sobreexplotación que sufren los trabajadores inmigrantes en todo el mundo. No obstante, para alcanzar todo aquello, se requerirá de organizaciones políticas radicalmente distintas a las actuales.

Aunque no sabemos si seremos capaces de heredarles un mundo mejor a nuestros nietos, si realmente creemos que la tecnología y el desarrollo no caen del cielo, es nuestra responsabilidad producir un futuro alternativo al que nos legaron nuestros abuelos. De nosotros depende elegir democráticamente su dirección.

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