Farsas científicas

¿Para qué molestarse en dialogar con el otro, si lo puedes acallar a punta de sarcasmos? Esa es la pregunta que moviliza este ensayo, a propósito del caso de tres académicos que el año pasado fabricaron 20 papers con el objetivo de denunciar la impostación que, según ellos, impera en las ciencias sociales. Pero la iniciativa en verdad refleja una suerte de positivismo irreflexivo, donde todo está definido por indicadores y mediciones precisas.

por Andrés Anwandter I 15 Octubre 2019

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A mediados del 2018 hizo noticia el develamiento de un nuevo “experimento” para poner en evidencia la supuesta falta de rigor científico de algunas revistas académicas de ciencias sociales y humanidades. Tal como el físico Alan Sokal dos décadas antes, tres investigadores norteamericanos –James A. Lindsay, Peter Boghossian y Helen Pluckrose– se propusieron fabricar papers con aseveraciones absurdas, imitando la “jerga” correspondiente, para luego intentar publicarlos bajo nombres ficticios en revistas especializadas en estudios culturales, de género, interdisciplinarios, etnográficos y otros.

¿El propósito?

Demostrar la parcialidad de dichas publicaciones hacia trabajos que solo reafirman presupuestos teóricos y morales, a su juicio cuestionables. Dentro de estos presupuestos, también al igual que Sokal, su objetivo favorito parecía ser cualquier forma de “constructivismo social”, al que se agregaba ahora, ya que estamos en el siglo XXI, el feminismo.

¿Lo demostraron?

Los autores del engaño, bautizado como “Sokal al cuadrado”, reportan que de 20 pseudo-artículos, siete fueron aceptados y, de estos, solo cuatro alcanzaron a ser divulgados (y al descubrirse el asunto prontamente retractados). Otros cuatro fueron devueltos a sus supuestos autores para ser revisados o modificados; los nueve restantes fueron rechazados de plano. Si nos tomáramos en serio este estudio, habría que decir que los resultados no son conclusivos. No podían serlo con un “diseño experimental” tan pobre: la negligencia de un par de revisores de una revista académica no es suficiente para desacreditar a todo un campo de estudios. Ahora bien, la productividad del grupo es envidiable. En el año que duró el proyecto yo habría obtenido a lo mucho un artículo rechazado y otro aceptado con correcciones (claro que no intento hacer trampa). Solo pensar en los puestos académicos y fondos a los que tendría acceso con semejante récord de publicaciones…

Nos pasamos discutiendo sobre una serie de indicadores y resultados de mediciones que intentamos interpretar –aquí por cierto nos ayudarían las humanidades–, mientras el sentido de la educación como actividad social frecuentemente se nos escapa.

Se dice –no me he molestado en comprobarlo– que los textos producidos funcionan bien como sátiras y tendrían cierto valor literario: uno de ellos, por ejemplo, usa citas de Mein Kampf para armar un discurso feminista, en una obvia referencia al término “feminazi”. No logro imaginarme disfrutando un texto de ese estilo. Sí puedo imaginarme perfectamente –casi creo escucharlo, de hecho– el portazo que me daría en la cara el comité de ética de la Facultad de Artes y Ciencias Sociales donde trabajo si yo presentara una investigación que implicara montar una farsa, plagiar textos para escribir parodias científicas, hacerlas pasar por investigaciones originales, y buscar ridiculizar a colegas de otras instituciones. Pero este tipo de consideraciones morales es justamente lo que los autores del proyecto, en un artículo explicativo, declararon querer separar del ejercicio de la ciencia, sobre todo en este caso, en el que el fin mayor de purificar la profesión (de discursos de “victimización” o “justicia social”) justifica sus cuestionables medios.

Pretender que la libertad académica –la libertad por ejemplo para hacer un espectáculo en lugar de una investigación responsable, y más encima lanzarlo desafiantemente a los cuatro vientos– es víctima de una tiranía de la “corrección política” resulta una exageración. Sugerir que dicha tiranía implica a la vez un relajo teórico y metodológico en determinadas disciplinas, es abiertamente contradictorio. Criticar el supuesto moralismo en otros, sin revisar los presupuestos morales propios, es ingenuidad o mala fe. Pero a pesar de estas debilidades conceptuales, el trío de investigadores pudo aplicarse a la tarea por más de un año, y el proyecto fue interrumpido solo al volverse noticia.

Uno de los artículos efectivamente publicados causó una polémica en redes sociales, la cual atrajo a una periodista del Wall Street Journal, quien tras investigar un poco halló el engaño y sacó un artículo proclamando la llegada de las fake news a la academia. Aunque este tipo de fraudes académicos tiene ya una larga historia (muy anterior al caso de Sokal), nuevamente hubo reacciones airadas, defensas tribales y explicaciones de las revistas afectadas por un lado, y “trolleos” varios, aparte de la aprobación de intelectuales públicos como Yascha Mounk, Steven Pinker o Jonathan Haidt. Un escándalo lo suficientemente grande como para ser “trending topic” por un rato, reforzando un mensaje anti-izquierda. Porque lo que en el fondo se quiere cuestionar de este modo es la supuesta hegemonía de una izquierda académica que incluiría post-estructuralistas, psicoanalistas, marxistas y feministas, entre otras múltiples facciones. Una academia que sacrificaría verdad científica por principios morales, y malformaría las mentes de los estudiantes –sobre todo de ciencias sociales y humanidades–, alejándolos del uso de la razón y confundiendo investigación con activismo político.

La verdad, todo esto me parece extraordinario: he pasado por un par de universidades en Chile y el Reino Unido, y en ninguna de ellas ocurre ni remotamente algo parecido, al contrario. Investigo en educación, y aunque estas teorías “de izquierda” o, sobre todo, la reflexión ética puedan ser muy pertinentes en este campo donde mal que mal trabajamos con personas, la ortodoxia actual sugiere abordar la investigación desde la sociología educacional, fuertemente apoyada en sofisticados modelos estadísticos, o desde las neurociencias. Lo que asegura mayor progreso académico es adoptar una suerte de positivismo más bien irreflexivo, sin entrar en deliberaciones epistemológicas, y producir y/o analizar datos. Es así como nos pasamos discutiendo sobre una serie de indicadores y resultados de mediciones que intentamos interpretar –aquí por cierto nos ayudarían las humanidades–, mientras el sentido de la educación como actividad social frecuentemente se nos escapa.

 

Imposturas intelectuales se llamó el libro que Sokal escribió junto a Jean Bricmont, en el que denuncia el abuso de jerga científica en los estudios culturales.

 

Es una lástima que lo que podría ser un debate filosófico relevante (asumo que esta conversación de alguna forma ocurre en instituciones serias) se torne un mero evento de farándula académica. Celebrando la ocurrencia de los timadores, Steven Pinker se preguntó en Twitter: “Hay alguna idea lo suficientemente extravagante como para ser rechazada por una revista Crítica/PosMo/Identidad/Teoría?”. Y la verdad es que es difícil visualizar un diálogo fructífero cuando una de las partes desprecia a la otra como una mera colección de aberraciones, dentro de la cual ni siquiera vale la pena hacer las necesarias distinciones teóricas. En esa línea, supongo que Pinker valorará la tendencia mundial a reducir el financiamiento de la investigación en humanidades y habrá aplaudido también la audaz propuesta del Primer Ministro Viktor Orbán, de prohibir los estudios de género en universidades húngaras. Porque, ¿para qué molestarse en dialogar, permitirse ser interpelado por el otro, si es que lo puedes acallar a punta de sarcasmos o fuerza bruta?

Resulta bastante irónico que sean justamente algunos autores considerados “posmodernos” los que hayan buscado en sus obras instancias, si no de diálogo, de cruce interdisciplinario. El libro Mil mesetas (1980) de Gilles Deleuze y Félix Guattari, con sus referencias al psicoanálisis, la lingüística, la historia, la literatura, la matemática fractal, la estrategia militar, la etología o la teoría musical, es emblemático en este sentido. Se trata de una propuesta de escritura filosófica que da cuenta de las conjunciones entre disciplinas dispares, cuya enorme influencia sería injusto achacar al mero apostolado de académicos posmodernos: conceptos deleuzianos, como el famoso “rizoma”, resultan todavía atractivos, porque efectivamente ofrecen una comprensión de diversos fenómenos contemporáneos, desde las redes sociales a la música electrónica, pasando por las organizaciones jihadistas y la escritura de China Miéville.

El de Deleuze y Guattari es un pensamiento de la multiplicidad, de lo heterogéneo, del acontecimiento, que no desprecia el aporte de la literatura a la clínica, por lo que siempre me pareció relevante enseñarlo en clases de psicología, aunque ello significase padecer después la corrección de trabajos terribles de estudiantes que justificaban cualquier galimatías con el carácter “rizomático” de sus escrituras. Pero una cosa es una teoría y otra su mala comprensión o tergiversación.

Fue la búsqueda de estos cruces entre disciplinas lo que Sokal leyó equivocadamente como una mera intrusión en las ciencias duras por parte de las humanidades y pensó: “Gente que mezcla todo y no se le entiende nada”. Este es básicamente el punto que desarrolla, junto a Jean Bricmont, en su libro Imposturas intelectuales (1997): autores como Deleuze y Guattari, Jacques Lacan, Jean Baudrillard, Julia Kristeva o Luce Irigaray habrían incorporado pretenciosamente terminología científica en sus textos, sin comprenderla bien, solo para esconder su pobreza intelectual. El libro en sí, quizás en un giro autorreflexivo, hace pocos esfuerzos por entender a estos autores: en lugar de interpretación ofrece lecturas literales de fragmentos escogidos de los mismos. De Deleuze –el único autor del grupo que he leído con atención– omite los numerosos pasajes en que aborda justamente las condiciones en que conceptos físicos como “agujero negro” o “singularidad” funcionan dentro de su pensamiento.

Resulta bastante irónico que sean justamente algunos autores considerados ‘posmodernos’ los que hayan buscado en sus obras instancias, si no de diálogo, de cruce interdisciplinario. El libro Mil mesetas (1980) de Gilles Deleuze y Félix Guattari, con sus referencias al psicoanálisis, la lingüística, la historia, la literatura, la matemática fractal, la estrategia militar, la etología o la teoría musical, es emblemático en este sentido.

Aunque en ese momento, sin la amplificación vertiginosa que proporcionan hoy en día las redes sociales, el llamado “affaire Sokal” también fue un evento mediático, que enfrentó por la prensa a connotados intelectuales como Richard Dawkins o Jacques Derrida. Este último denunció superficialidad y malicia en los autores, además de pésima comprensión de lectura. El primero, en cambio, alabó su “pericia matemática” y aprovechó de repasarse a Lacan, a quien acusó de querer “equiparar el miembro eréctil con la raíz de menos uno”. El que Dawkins lea “miembro eréctil” donde Lacan habla de falo da para unas interpretaciones psicoanalíticas muy graciosas (me pregunto qué pensará de la sugerencia de Stephen Hawkings de que los hoyos negros tienen pelos), pero la frivolidad del comentario es decepcionante para un científico de su talla. Mi impresión es que la idea que quedó en la academia –al menos en el mundo anglosajón– es que Sokal había puesto por fin en su lugar a un puñado de fatuos filósofos franceses, y que no había que darle más vueltas al asunto. Eso hace más injustificable la ocurrencia de Lindsay, Boghossian y Pluckrose de repetir el chiste 20 años después.

Cabe la posibilidad de que yo esté siendo demasiado grave. Quizás habría que relajarse y apreciar el cinismo y desparpajo de estos autores, tal como uno lo haría con una obra de arte subversiva (aunque para esto fuera necesario aplicar criterios estéticos antes que científicos). O quizás la academia necesite un poco de show, una broma pesada entre colegas que distraiga por un momento del arduo trabajo matemático. Nada para ofenderse, nada trascendente. Acaso esta travesura ayude a visibilizar el problema real al que apunta, que es la baja calidad de muchas instituciones de educación superior, aunque no solo de humanidades y ciencias sociales.

Un año después del affaire Sokal, le tocó a la prestigiosa revista The Lancet ser víctima de un fraude académico: publicó un artículo del doctor británico Andrew Wakefield con graves problemas éticos y metodológicos. Desafortunadamente, su problemática “investigación” forzaba la conclusión de que la vacuna triple MMR (por las iniciales en inglés de paperas, sarampión y rubéola) causaba autismo, una idea que se volvió rápidamente tan popular que inició una crisis sanitaria global, todavía en curso, y le dio un soporte teórico al movimiento contra la vacunación, sin duda una amenaza a la ciencia más seria que cualquier teoría posmoderna. Es difícil saber si Wakefield –hoy en día un activista antivacunas– pretendió solamente montar una farsa: el resultado es más bien una tragedia. Y es que el verdadero enemigo del progreso científico no es, no puede ser, el humanismo, sino lisa y llanamente la mala ciencia.

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