La política en tiempos de nihilismo

A partir de las célebres conferencias que Max Weber dictó en 1917 y 1919, en un clima de posguerra totalmente desencantado, la académica estadounidense Wendy Brown publica un libro muy pertinente, que invita a reflexionar sobre el papel que la universidad y la política pueden desempeñar en el mundo actual, un mundo en el que nada parece importar en sí mismo o en el que todo es equivalente a todo. Brown recuerda que los valores no son una simple oferta de sentido abierta a una elección individual, sino que se entrelazan con discursos y constelaciones de poder, y están anclados a una genealogía cuyo origen la razón puede revelar y esclarecer. Y esos valores, sugiere, pueden sacudir a un mundo tecnificado que, de otra forma, hace inane a la ciudadanía y transforma a la universidad en un sitio en el que la técnica desaloja todo lo demás.

por Carlos Peña I 26 Julio 2024

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En noviembre de 2019 —la fecha es significativa por lo que, por esos mismos días, estaba ocurriendo en Chile—, en el marco de las Tanner Lectures on Human Values, Wendy Brown dictó una serie de conferencias en la Universidad de Yale donde se preguntaba si había alguna forma de identificar valores, cosas que importen en sí mismas y orienten la acción, en un mundo desorganizado y a veces violento, habitado por espasmos y protestas y temores existenciales, un mundo que comenzó creyendo que la razón nos orientaría acerca de cómo debemos vivir, para luego desilusionarnos y concluir que ella era impotente para hacerlo. Esas lecciones son la base de este libro en el que Brown vuelve la mirada un siglo atrás, a las lecciones que dictó Max Weber, para dilucidar el papel que la ciencia y la política pueden desempeñar en un mundo nihilista, un mundo en el que nada parece importar en sí mismo o en el que todo es equivalente a todo.

¿Cuál ha de ser la actitud del político en un mundo como este? ¿Cuál la del científico?

En Tiempos nihilistas, Wendy Brown retoma el problema de la disolución de los valores, del desaparecimiento de toda orientación normativa y explora el significado que todo ello posee para la política y también para la universidad contemporánea. En especial, Brown llama la atención acerca del hecho de que el nihilismo banaliza todo, incluso la tarea de la universidad y de la ciencia disolviendo los límites entre ambas. Y así, convertidos en banales los valores semejan simples elecciones individuales y pierden su fuerza inspiradora en un mundo que amenaza dejarse guiar por poderes impersonales.

¿Pero qué es exactamente el nihilismo? Sin dilucidarlo es difícil apreciar la importancia de la reflexión de Wendy Brown o la atmósfera intelectual en medio de la que Weber dictó sus famosas conferencias.

El tema del nihilismo es indisoluble de la idea de que Dios creó el mundo desde la nada, que es una creatio ex nihilo (como se lee en Génesis 1.1. o Macabeos 7.28). El mundo existe desde la creación (creatio ex nihilo) y así será hasta su aniquilación (annihilatio). Nuestra realidad estaría así suspendida en la nada y la única manera de eludir esa conclusión desoladora es que pueda situarse al lado de otra realidad, esta sí eterna. Esta idea se funda en la omnipresencia de Dios, puesto que fue él quien nos empujó de la nada al ser.

¿Pero estaba Dios restringido por la razón al hacerlo?

La respuesta a esta pregunta —si Dios es tal, la creación es un acto de pura voluntad— dio paso al nominalismo y a la concepción de Dios como una voluntad que no se ciñe a nada. Esto, como se sabe, contribuyó (como anota Weber en sus estudios de Sociología de la religión) a desacralizar la naturaleza, puesto que Dios está “escondido”. Impulsó la investigación de la naturaleza, pero amenazó con dejar solo al individuo.

De esta forma, es posible distinguir al menos tres empleos o usos o concepciones de nihilismo: uno teológico; otro enraizado en la filosofía, que va del nominalismo al idealismo, y otro como diagnóstico cultural, que es el caso de Weber. El primero enfatiza la creación; el segundo, el yo; el tercero, la falta de sentido. En todos ellos, especialmente en el tercero, se usa el concepto de valor para aludir, es el caso de Weber, a una decisión acerca del destino o la realidad última.

En una de las partes más vibrantes de estas lecciones, ella sitúa en los valores, en las convicciones finales acerca de cómo debemos vivir, la única salida a un mundo tecnificado que lo reduce todo al intercambio y que responde, como subraya, al modelo del hombre unidimensional que diagnosticaba Marcuse.

Se suma a ello que a mediados del XIX, según recuerda Karl Löwith en su estudio sobre el fenómeno, el nihilismo encontró su expresión en la literatura, en Flaubert y Baudelaire. En Las tentaciones de San Antonio y en Bouvard y Pécuchet se retrata una glorificación de cualquier cosa que cuenta como verdad. En esas obras se augura el radicalismo político o el absolutismo teológico o un espasmo permanente, todos ellos causados por la ausencia de sentido. Y para no insistir, en Las flores del mal, citadas por Weber, Baudelaire describe en “Cohetes” (“Fusées”) un mundo en el que todo es equivalente a todo, sin honduras, un mundo “americanizado”, donde el único valor es el de cambio. Diagnósticos similares pueden encontrarse en Dostoievski, en Diario de un escritor. Y, desde luego, en Padres e hijos, de Turgueniev, que según se sabe fue leído con fruición por Nietzsche, quien en el famoso parágrafo 125 de La gaya ciencia describió el nihilismo como una orfandad que sería consecuencia de la muerte de Dios. (En un fragmento fechado entre noviembre de 1887 y marzo del 1888, Nietzsche describió el nihilismo como “un estado psicológico” que se manifiesta de tres formas: como la consecuencia de haber buscado un sentido que no se encuentra; como una frustración que es resultado de haber supuesto una totalidad, una organización o una sistematización en todo acontecer, y como una reacción de huida a la metafísica y, al mismo tiempo, el descreer de ella. La búsqueda de un propósito, de una unidad y del ser serían las manifestaciones del nihilismo. Es este último sentido en el que se detuvo Heidegger en su estudio sobre Nietzsche. Según Heidegger, la historia del nihilismo coincide con la historia de la metafísica. Nietzsche, que tanto influyó en Weber, sería simultáneamente el mayor crítico de la metafísica y su “último” practicante).

Así, las conferencias de Weber fueron dictadas en momentos en que el nihilismo —“el más inquietante de todos los huéspedes”— tocaba a la puerta, y en ellas Weber diagnostica los peligros que supone y, a la vez, sugiere la forma de aminorarlos o eludirlos.

Separadas apenas por dos años —en 1917 la primera y en 1919 la segunda—, Max Weber se sirvió apenas de unos apuntes que solo contenían los conceptos clave de su exposición para dictarlas y así dar origen a las páginas quizás más conocidas e influyentes de su obra. Cuando las pronunció —entró a la sala con aspecto de profeta, pálido y con gesto abatido, recordó Karl Löwith, quien asistió a la primera—, Alemania salía de la Primera Guerra Mundial, la revolución estaba en el aire y la democracia de masas comenzaba a expandirse en medio de un mundo que, como explica en su Sociología de la religión, se había ya desencantado, un mundo que comenzaba a poblarse por lo que Nietzsche llamó los “últimos hombres”, esos que no perciben ningún límite y que cuentan con la ventaja de sentir un inmenso espacio en derredor suyo, pero que a la vez experimentan un inmenso vacío.

Al leer esos textos, el lector se asoma a lo que podría ser una muy vívida descripción de la política contemporánea. En ella, dice Weber, asoman dos defectos hasta cierto punto relacionados entre sí: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. Y el narcisismo, agrega, la subjetividad desbordada, lleva al político a cometer uno o ambos pecados a la vez. El resultado es que el político, además de parecerse a un comediante, busca el poder en sí mismo y no con miras a nada ulterior, se transforma en un “simple político de poder”, que actúa enérgicamente, “pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno”. Así, la política vive amenazada por el nihilismo, que en vez de la ausencia de valor acaba confiriendo valor a cualquier cosa, pero paradójicamente ella podría, en la opinión de Weber, ser el remedio del nihilismo inoculando una fe responsable en la esfera pública.

Max Weber pensó que, al aventar la toma de posiciones frente a los valores desde el gabinete de la ciencia, entregando a esta última la tarea de esclarecerlos y mostrar las consecuencias que se siguen de este o de aquel, estaría ayudando al ejercicio de la libertad individual. Y pensó, también, que el político responsable y carismático podría insuflar sentido a la vida social y evitar, así, el relativismo superficial y que el ciudadano se convirtiera en la pesadilla del último hombre que imaginó —quizás sería mejor decir profetizó— Nietzsche.

Quizá valga la pena recordar la frase de Kant al tratar la doctrina trascendental del juicio que está en la línea del argumento que subyace a este trabajo de Brown: ‘nunca regirá bien un Príncipe que no participe de las ideas’.

¿Cuál es el significado de esas tesis de Max Weber, en opinión de Wendy Brown, para la cultura y la política contemporánea?

Wendy Brown sugiere que Weber habría drenado de la academia el heroísmo del sentido para insuflarlo a la política: “Las objeciones de Weber dejaron entrar a la bestia por otra puerta. Al someter lo que restaba de valor a los engranajes rectificadores del desencanto en el ámbito del conocimiento, cambió las perspectivas de transformación del mundo por la fuerza mágica del liderazgo carismático en el ámbito político”.

Sin embargo, la concepción que Max Weber tenía de la política ignora las características que ha llegado a poseer el sujeto político. En sus palabras: “En la medida en que capturó un imaginario de lo político centrado en actores individuales cuyo escenario principal es el Estado, marginó e incluso desacreditó las insurgencias desde abajo: de los movimientos sociales, protestas y formas alternativas al orden existente”.

De esa forma, las ideas que Weber proclamó hace un siglo, mal entendidas, arriesgarían el peligro de despojar a la academia de sentido crítico, transformando a las ciencias sociales en un quehacer puramente operacional, que culmina en “modelos y experimentos matematizados”, incapaces de comprender “las crisis existenciales de nuestra vida colectiva” o, al revés, arriesgan anegar de política superficial a la academia que, aferrada a una versión simplista de la neutralidad valorativa, transforma el aula o la enseñanza en un bazar de ideas, en un mesón de ofertas donde ellas se exhiben y se ensalzan, en cuya elección por parte de los estudiantes consistiría la libertad.

Para eludir esos peligros, Wendy Brown aboga por una superación —en el sentido hegeliano de absorción— de los puntos de vista de Max Weber, una superación que confía en el potencial crítico, en el sentido kantiano, de la racionalidad.

Wendy Brown recuerda que los valores no son una simple oferta de sentido abierta a una elección individual, no son un asunto de convicción personal, sino que, como anotó Nietzsche, se entrelazan con discursos y constelaciones de poder y enraízan en una genealogía cuyo origen la razón puede revelar y esclarecer. Por eso, sugiere, el trabajo académico en vez de describir los valores debe esforzarse por dilucidar la forma en que se constituyen y arraigan en los conflictos y las luchas contemporáneas, pero no con el propósito de promoverlos o tomar partido, sino para favorecer una conciencia lúcida ante las “crisis existenciales” de nuestra vida colectiva.

Todo ello hace más compleja la separación por la que abogaba Weber; pero permite, a la vez, insistir en ella. En el medio teórico, explica Brown, analizamos los hechos, dilucidamos las narrativas y exploramos cómo se desliza el sentido hacia nuestras vidas. En el medio práctico o político intentamos establecer narrativas hegemónicas y detener ese deslizamiento del sentido. Así como no hay nada más corrosivo para el trabajo intelectual que estar regido u orientado por un programa político, no existe nada más inapropiado para una campaña política que la incesante reflexividad crítica. La enseñanza de Weber, pensando la política, es que la única opción posible respecto a los valores es convertirlos en una pasión responsable, sometida una y otra vez al implacable escrutinio intelectual, mostrando cómo se constituyen y su falta de fundamento último, escapando así de “los religiosos de derechas o los santurrones seculares de izquierdas”. Cito a Brown: “Mientras que exageró la oposición y la distancia entre las universidades y la política, (Weber) nos ayudó a ver cómo la promesa de cada una de ellas se ve amenazada en una época de ruptura nihilista de los límites”.

Todo ello, plantea Wendy Brown, nos recuerda el lugar de las humanidades y las ciencias sociales: esclarecer el sentido de la propia posición vital y del discurso que surge de ella, ayudando de esa forma a evitar el fanatismo simplista o el relativismo, evitando al mismo tiempo que la institución universitaria se constituya en el lugar donde se matematiza la vida y se provea de simples habilidades para el mundo del trabajo, y cuidando, en cambio, que ella sea un espacio para “la reflexión profunda” sobre la forma en que se constituye el mundo. Como subraya Wolfgang Mommsen, en su estudio sobre Weber y la política alemana, la distinción entre la esfera política y la científica está muy lejos de favorecer el subjetivismo o una ligera elección de los valores finales, puesto que estos, en opinión de Weber, han de orientar la vida del político y su examen severo e imparcial —incluso tomando distancia de sí mismo— está en el centro de la ética del académico.

Las ideas requieren orientación para no equivaler a un simple entusiasmo o a una simple ensoñación, y en esta tarea (…) la universidad, incluso en tiempos nihilistas, cumple un papel fundamental. Ella puede evitar el simple decisionismo, ese punto de vista que algunos miembros de la universidad a veces promueven.

¿Resuelve el texto de Wendy Brown el problema del nihilismo?

Bien mirado, su texto es una puesta al día de las tesis de Max Weber; pero, al igual que él, deja la cuestión del nihilismo como un rasgo cultural del que no parece posible escapar, un destino frente al que la racionalidad sería finalmente impotente, una jaula en cuyo interior pueden refulgir los valores, pero sin que ellos permitan abrirla. La racionalidad podría ayudarnos a comprender mejor lo que el nihilismo significa como cuestión existencial, podría ayudar a evitar que el problema de los valores finales se trivialice y proveería argumentos para una ética del trabajo académico, en un mundo donde el panteón del que hablaba Max Weber se ha vuelto cada vez más enrevesado y frente al cual ya no es el individuo quien debe escoger, sino, a través de él, múltiples formaciones sociales y sujetos culturales; pero la cuestión final, la puerta que el nihilismo abrió: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué? (las preguntas que Heidegger puso en una de sus lecciones sobre la época moderna), seguiría abierta sin que sepamos cómo cerrarla.

Si, como la lectura de Weber indicaría, la razón no descubre ni es capaz de poner valores, si, como el propio Weber insiste, ante el politeísmo moderno no cabe más que elegir, es decir, adoptar una decisión por este o aquel Dios, pudiendo la razón solo esclarecer las consecuencias de lo que decidamos, pero sin señalarnos la decisión final, todos aspectos esos que Brown siguiendo a Weber subraya, entonces: ¿Cómo conferir un papel a la razón y evitar el nihilismo, un papel, agreguemos, que pudiera desenvolverse en la universidad?

Es verdad que Wendy Brown invita a las humanidades y las ciencias sociales a esclarecer la propia situación existencial y ve en los valores el antídoto contra un mundo tecnificado que hace inane a la ciudadanía, pero al hacerlo no resuelve la cuestión del nihilismo entendido como falta de orientación normativa. ¿Hay alguna forma posible de hacerlo?

Sin decirlo, y sin tampoco abundar en la respuesta, Wendy Brown insinúa algunas líneas que conviene retener.

En una de las partes más vibrantes de estas lecciones, ella sitúa en los valores, en las convicciones finales acerca de cómo debemos vivir, la única salida a un mundo tecnificado que lo reduce todo al intercambio y que responde, como subraya, al modelo del hombre unidimensional que diagnosticaba Marcuse: “Cultivar el valor, situar la lucha por los valores en el centro de la vida política, es la única alternativa al gobierno de estos regímenes de dominación no elegidos y a los poderosos irresponsables o a los tecnócratas”.

En ese sentido, cuando Max Weber subraya que la vida moderna es una lucha de convicciones finales, en vez de invitarnos al pesimismo nos recordaría que la política no es una forma de seguir una escritura invisible (que es como Koestler definió alguna vez las leyes de la Historia en las que confiaba), sino una actividad creativa donde la voluntad importa y donde la pregunta que Platón llama la “más importante” —¿cómo debemos vivir?— sigue teniendo sentido. La apelación a los valores que Max Weber efectúa en esas conferencias, al compás de cuya lectura Wendy Brown elaboró las suyas, más que una forma de describir el nihilismo, quiso ser su antídoto, la única forma en que lo novedoso pudiera acontecer. Entonces, la palabra del profeta carismático (“Se os ha dicho; pero yo os digo”) sería para Brown, como lo fue para Weber, en el mundo del nihilismo, la única salida.

Quizá valga la pena recordar la frase de Kant al tratar la doctrina trascendental del juicio que está en la línea del argumento que subyace a este trabajo de Brown: “nunca regirá bien un Príncipe que no participe de las ideas”, es decir, de líneas de pensamiento que no brotan de la experiencia y que en este sentido escapan a la ciencia, aunque son indispensables para la acción. Pero las ideas requieren orientación para no equivaler a un simple entusiasmo o a una simple ensoñación, y en esta tarea —la de orientarse en el pensamiento, Kant nuevamente— la universidad, incluso en tiempos nihilistas, cumple un papel fundamental. Ella puede evitar el simple decisionismo, ese punto de vista que algunos miembros de la universidad a veces promueven. El mismo que llevó a Habermas a decir que Carl Schmitt era un hijo natural (alguna vez Habermas prefirió usar la expresión “pupilo legítimo”) de Max Weber.

 

Imagen de portada: Malinconia (1927), de Amedeo Bocchi.

 


Tiempos nihilistas, Wendy Brown, Lengua de Trapo, 2023, 130 páginas, $25.000.

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