Las fallas del liberalismo

“El liberalismo suele ignorar o no le confiere importancia política a los procesos de subjetivación, mecanismos mediante los cuales se produce la posición de cada uno en la estructura social. Y al ignorarlos es poco sensible al multiculturalismo y a las políticas de la identidad que hoy inundan la esfera pública”.

por Carlos Peña I 30 Noviembre 2021

Compartir:

¿Tiene deudas el liberalismo, defectos que superar, vacíos que colmar, afirmaciones que corregir? La respuesta a esas preguntas exige, desde luego, identificar algún rasgo central que compartan puntos de vista en apariencia disímiles y en cualquier caso distantes como, para citar dos extremos, los de Locke, que creía que la propiedad era previa al Estado, o John Rawls, quien pensaba que no había nada que antecediera al orden político. ¿Existe ese principio que, como un hilo invisible, entrecruzaría todo el pensamiento liberal?

En general, lo que caracteriza a cualquier libera­lismo es lo que podríamos llamar la primacía de la libertad. Conforme a ese principio, los seres humanos se encuentran, como observó John Locke, en un es­tado natural de libertad para ejercer sus acciones, sin depender de la voluntad de ningún otro ser humano. Algo semejante imagina John Rawls en su famosa po­sición original cuyos partícipes han de convenir uná­nimemente la fisonomía de las instituciones. Esa pri­macía de la libertad es normativa, lo cual quiere decir que quienes deseen poner cortapisas a la franquía de que dispone un ser humano tienen la carga de probar que existe alguna justificación para hacerlo. ¿Por qué alguien debe obedecer a otro? Esa es la pregunta que inspira a la reflexión liberal. Ese principio es el que también explica por qué la literatura liberal, desde el siglo XVII en adelante, parece preocupada ante todo de las condiciones que han de cumplirse para que surja la obligación política, es decir, para que un indi­viduo deba someterse a la voluntad de otro.

Así caracterizado, el liberalismo posee, por su­puesto, algunas deudas intelectuales —con relevantes consecuencias prácticas y políticas— que debe saldar. Las más obvias que la literatura ha detectado son las siguientes:

El atomismo y la multiculturalidad

Desde luego, se ha llamado la atención acerca del ato­mismo que caracterizaría lo que pudiéramos llamar la ontología liberal, es decir, la manera en que concibe los elementos últimos e irreductibles de la vida social. Para el liberalismo, la sociedad suele aparecer como un agregado de individuos, una convergencia de inte­reses entre ellos o una asociación voluntaria con fines de cooperación. Como consecuencia de este punto de vista, los pensadores liberales son estrictamente nominalistas: la sociedad es para ellos el nombre de un agregado de individuos, un simple hecho institucio­nal, sin sustancia que le sea propia.

Y allí se configura una de sus principales deudas.

Porque, según se sabe, el individuo no antecede a la sociedad, sino que siempre es, por decirlo así, ex post social. Los seres humanos, como enseñaron Rousseau, Fichte o Hegel y antes de ellos nada menos que Aristóteles, son seres especulares; su identidad, la idea de quiénes son y a lo que aspiran se forja en medio de la interacción con otros. Desde este punto de vista, no es posible afirmar la antelación del indivi­duo respecto de la sociedad. Cada uno es el resultado de un complejo proceso de sociabilización, gracias al cual recibe una cultura y una lengua, que no inventó y que es portadora de un horizonte interpretativo con el que cada uno configura su mundo. Al olvidar esta dimensión de lo humano, el liberalismo obvia que la posición de cada uno en la escala invisible del prestigio y del poder no es un asunto de desempeño individual o de simple voluntad, sino el resultado de una compleja trama que nos configura.

Como consecuencia de ello, el liberalismo sue­le ignorar o no le confiere importancia política a los procesos de subjetivación, esos mecanismos mediante los cuales se produce la posición de cada uno en la estructura social. Y al ignorarlos es poco sensible al multiculturalismo y a las políticas de la identidad que hoy inundan la esfera pública.

Así entonces, una primera deuda: la débil com­prensión de la forma en que el individuo se configura.

Relacionado con lo anterior, surge rápidamente otra.

No cabe duda, una de las deudas del liberalis­mo, al menos de ese libe­ralismo por llamarlo así cultural —pero que posee profundas raíces en la filo­sofía política de comien­zos del veinte—, es la de proveer razones en favor de la tolerancia y la neu­tralidad estatal.

La ignorancia de los derechos colectivos

En la tradición liberal, y seguramente como con­secuencia de esa débil ontología, los derechos son, ante todo, derechos individuales. Pero ocurre que no todos los bienes que los seres humanos apetecen y que juzgan significativos son individuales. Hay una gama de bienes colectivos para cuya configuración los sujetos requieren el concurso de otros. El caso más obvio es el del lenguaje. Como advirtió lúcidamente Wittgenstein, los lenguajes privados no existen. El lenguaje es un bien público que se transmite de gene­ración en generación, que es portador de un horizonte interpretativo y con el que las personas configuran su identidad. Junto al lenguaje como forma paradigmática de bien público, se encuentra lo que suelen denomi­narse opciones conjuntas. Las opciones conjuntas son aquellas actividades que los seres humanos realizamos y que —como los jue­gos, los ritos religiosos o incluso la guerra— requieren una inten­cionalidad compartida. Todas estas actividades no son estrictamente individuales y resultan indispensables para el quehacer humano. Y sin embargo quedan, en principio, fuera de la asignación de derechos para el liberalismo.

Y se encuentra, cla­ro está, el problema de la fundamentación nor­mativa del liberalismo.

La falta de razones en fa­vor de la autonomía

El liberalismo pone énfasis con particular entusiasmo en la auto­nomía personal, en la condición de agente que cada uno tiene respecto de su propia trayectoria. Como consecuencia de ello, el liberalismo reclama del Estado una actitud neutral frente a las formas de vida y los proyectos vitales que los individuos decidan emprender. El Estado no debe considerar ninguna forma de vida como intrínseca­mente mejor que cualquier otra y debe tratarlas con igual respeto y consideración. Ese principio norma­tivo del liberalismo es especialmente relevante y, por lo mismo, requiere ser fundamentado: ¿cuál es la ra­zón de la neutralidad estatal?

Aquí hay otra deuda, esta vez intelectual.

Frente a la pregunta acerca de cuál sea el fundamento de la neutralidad estatal por la que el liberalismo aboga, una de las respuestas más popula­res es la de que el Estado es neutral porque no pode­mos saber cuál es el bien humano y, en consecuencia, carecemos de una medida que nos permita saber qué tipo de vida es mejor y cuál es peor. Siendo así, con­tinúa este popular argumento, la única actitud razo­nable es la neutralidad. Ciego ante el bien humano, el Estado debiera entonces tratar con igualdad todos los intentos de perseguirlo o discernirlo.

Pero salta a la vista que esa forma de fundamen­tar la neutralidad liberal es errónea y auto contradictoria. Después de todo, si no sabemos lo que es el bien humano, si la razón es impotente no ya para describirlo sino además para buscarlo, si en conse­cuencia los individuos y las culturas andan a ciegas o son el resultado de emociones y preferencias todas igualmente equivalentes, si cuando una persona opina que el aborto es in­correcto y otra aboga por el derecho a practicarlo el Estado debe enmudecer porque no sabe qué decir frente a ese dilema, en­tonces, ¿qué razón habría para pretender que un orden liberal es mejor, di­gamos, que una autocracia religiosa; una autoridad democráticamente electa mejor que un dictador?

No cabe duda, una de las deudas del liberalis­mo, al menos de ese libe­ralismo por llamarlo así cultural —pero que posee profundas raíces en la filo­sofía política de comien­zos del veinte—, es la de proveer razones en favor de la tolerancia y la neu­tralidad estatal.

Todas esas fallas del liberalismo derivan de una ontología defectuosa que, por supuesto, es el tema de estas líneas, debe ser co­rregida. Porque el liberalismo imagina que el com­ponente último e irreductible de la vida social es el individuo (un individuo como lo imaginó Descartes, transparente para sí), desconoce hasta qué punto la propia identidad depende de la cultura en la que cada uno se configuró, y porque desconoce el papel de la cultura en la formación del yo es que no hace un lu­gar fácil a los derechos colectivos. Y es por esa misma ontología defectuosa que incurre con facilidad en el escepticismo acerca del bien humano, lo que lo hace presa frágil de sus enemigos, los que, esgrimiendo la misma neutralidad que el liberalismo defiende, se las arreglan fácilmente para atacarlo.

Relacionados