Lo que les debemos a los animales

Tras la publicación de Liberación animal (1975), el libro de Peter Singer que establecía que el único criterio moral importante respecto del trato con los animales era preguntarse por la capacidad de sentir dolor o placer (y no el razonamiento, el lenguaje, etc.), innumerables estudios filosóficos han surgido en torno a este tema tan antiguo como la vida. Y las interrogantes se profundizan: ¿Animales y humanos tenemos el mismo valor? ¿Es correcto comer animales, y si es así, mantenerlos en condiciones terribles? ¿Podemos usarlos o confinarlos o tenerlos como mascotas? ¿Deberían otorgárseles derechos?

por Patricio Tapia I 20 Mayo 2024

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A presión de siglos, en un milenario sellado al vacío, las relaciones entre animales y humanos son de las pocas experiencias que podemos compartir con el mundo antiguo. Constatar la alegría de nuestro perro cuando llegamos u observar el vuelo de los pájaros, no se diferencian de lo que experimentaba un griego o un romano. No solamente había entonces camaradería o asombro ante otras especies, sino también salvajismo, por razones económicas (en tiempos de Homero, una ley chipriota permitía a los agricultores arrancar los dientes a los cerdos que invadieran sus cultivos) o por diversión (en el s. III a. C., Bión de Borístenes lamentaba que los niños apedrearan ranas por juego, pues ellas morían de verdad). Entre los jóvenes romanos adinerados, aparentemente, las codornices vivas eran accesorios usuales. Los animales servían para servirnos, sin escatimar distintas dosis de crueldad.

La tradición de desprecio a los animales puede remontarse incluso hasta la creación. En el paraíso, la pareja primigenia vivía en completa armonía y rodeada de fieras (todas ellas, herbívoras antes de la caída), a las que nuestros primeros padres no consideraban sus iguales, sino seres a los cuales dominar o usar. Dios les había dicho que ejercieran su señorío “en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la Tierra” (Génesis 1:26).

Pero de creerle a la teoría de la evolución, todos los animales, formidables o miserables, grandes o pequeños, no solamente nos acompañan en nuestra fugaz estadía en el planeta, sino que son —sin exageración ni hipocresía— nuestros semejantes, nuestros hermanos. Darwin planteó la idea de la compasión como un “círculo en expansión” de cada vez más grupos, naciones, razas y especies. No ha sido la regla en el trato entre los humanos ni con los animales.

Pero preocuparse de ellos es menos un ejercicio compasivo que uno de autoconocimiento o cuidado de sí. No somos sino animales. Formamos parte de ese reino, aunque no necesariamente somos sus reyes.

Razonar, hablar, sufrir

De la misma forma que los horrores de la guerra del siglo XX probablemente se deben más a las posibilidades técnicas de destrucción que a una deficiencia moral —si aqueos y troyanos hubieran dispuesto de bombas atómicas nada indica que no las hubieran usado—, es en los dos últimos siglos que el alcance y magnitud de la brutalidad con los animales ha superado cualquier escala. En periodos previos, eran sacrificados para comida, pero tras una vida decente. No existía el actual sistema mundial de ganadería intensiva en que viven miles de millones de animales en continuo tormento. Además, por nuestro inmenso nivel de control sobre la naturaleza, ya no hace falta querer matarlos, nuestro modo de vida basta para hacerlo, especialmente por la contaminación y el cambio climático.

Explicar los problemas que supone el uso humano de los animales, es lo que hizo Peter Singer en Liberación animal (1975), describiendo las formas macabras en que los criamos, usamos y matamos en granjas industriales, investigación científica o médica. Argumenta que la capacidad de sentir dolor o placer (o “sintiencia”) es el único criterio moralmente importante y que es injusto discriminar a los animales, popularizando el concepto de “especismo”, como un prejuicio contra ellos, en analogía con el racismo o el sexismo.

Aparentemente, el libro de Singer lanzó el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales, aunque no defiende un enfoque de derechos, sino uno utilitarista: el criterio de decisión moral es si las acciones aumentan o disminuyen la cantidad de felicidad en el mundo, incluyendo la de los animales, parte de ese equilibrio. Singer retoma y desarrolla la concepción de Bentham, quien, en el siglo XVIII, considerando la mayor felicidad del mayor número, señaló que respecto de los animales “la pregunta no es: ¿pueden razonar? o ¿pueden hablar?, sino, ¿pueden sufrir?”. Tales preguntas han recorrido, con distintas entonaciones, la reflexión sobre el tema.

Tras la publicación de Liberación animal, los estudios han crecido en número y sofisticación, planteando nuevas preguntas. ¿Somos iguales, tenemos el mismo valor, animales y humanos? ¿Es correcto comer animales, y si es así, mantenerlos en condiciones terribles? ¿Podemos usarlos o confinarlos o tenerlos como mascotas? ¿Deberían otorgárseles derechos? ¿Tenemos que evitar su sufrimiento ante depredadores?

Entre publicaciones recientes, tenemos un panorama sinóptico de los animales en aspectos biológicos, científicos, morales y éticos (Mosterín) o un intento de que la filosofía moral kantiana entregue bases para reconocer deberes directos hacia ellos, contra lo que Kant creía (Korsgaard), o una teoría política de trato justo para ellos con un enfoque de capacidades (Nussbaum), así como otros sobre el lenguaje, la jerarquía o la alimentación animal.

Con la llegada del siglo XXI, sostiene Dominique Lestel, las culturas occidentales pasaron de la idea del animal-máquina a la del animal-peluche. Cree que este amor actual en una cultura que los ignoraba y parecía detestarlos, oculta tanto moralismo como desconocimiento.

Filósofos y otras especies

En Compañeros en la creación, Christine Korsgaard afirma que compartimos el mundo con otros seres vivos, pero nuestras prácticas con ellos plantean cuestiones morales sobre las cuales los filósofos no han dicho mucho. Los tratamientos filosóficos de lo que les debemos a los animales habrían sido pocos y distanciados.

¿Pueden razonar? Según Aristóteles, que escribió más sobre animales que sobre cualquier otro tema, no son capaces. Por supuesto, esto influyó en las teorías posteriores.

¿Y pueden hablar? Los estoicos sostuvieron que carecían de sintaxis. También afirmaron el carácter irracional y utilitario de los animales. Según Crisipo, los ratones sirven para obligarnos a guardar cuidadosamente nuestras cosas y los gallos, para despertarnos e inspirarnos ardor guerrero.

Estas ideas arraigaron en el cristianismo —tomando una parte del más equilibrado debate antiguo— a través, especialmente, de san Agustín, para quien los animales “no comparten nuestra capacidad de raciocinio” y “su vida y su muerte se hallan sometidas a nuestra utilidad” (La ciudad de Dios 1.20).

Descartes defendió que ellos son máquinas, incapaces de sufrir. Sus seguidores no tuvieron escrúpulos en maltratarlos (como las infames anécdotas dándoles palizas a perros).

En el siglo XVIII, Hume y Bentham sostuvieron que tenían razonamiento y Bentham puso el foco en su sufrimiento (cinco siglos antes, Porfirio señaló lo mismo).

En la filosofía del siglo XX surgen defensas animales, como las obras de Singer, quien desarrolla el utilitarismo de Bentham, y la de Tom Regan expuesta en En defensa de los derechos de los animales (1983): si se inflige daño a los animales para nuestro beneficio, eso viola sus derechos y no puede justificarse con ninguna consideración de costo-beneficio; al menos algunos animales (mamíferos adultos normales) son “sujetos de una vida”.

Conocimiento y justicia

Con la llegada del siglo XXI, sostiene Dominique Lestel, las culturas occidentales pasaron de la idea del animal-máquina a la del animal-peluche. Cree que este amor actual en una cultura que los ignoraba y parecía detestarlos, oculta tanto moralismo como desconocimiento.

Para conocer a los animales, en una visión muy amplia, sobresale un par de libros de Jesús Mosterín. En El reino de los animales entrega información a la luz de los trabajos científicos más actuales: analiza diversos seres vivos, describe cómo están configurados y cómo funcionan, su aparición y clasificación, funciones vitales (reproducción, locomoción, percepción, nutrición), sus estados mentales, su cultura, su muerte. En El triunfo de la compasión aborda problemas éticos y políticos: qué trato merecen, qué obligaciones tenemos con ellos. Postula una ética basada en la empatía y el rechazo al dolor deliberado, propugnando una “moral de mínimos”: no trata de alcanzar un mundo ideal, sino de eliminar “los aspectos más sórdidos y atroces del mundo real”.

Es también a lo que aspira, en principio, Martha Nussbaum en Justicia para los animales: evitar o prohibir las formas más crueles de abuso, aunque, a más largo plazo, quiere un marco legislativo global que reconozca y proteja los derechos animales. Ella cree que nuestro trato a los animales es un crimen moral gigantesco: ballenas, delfines y otras criaturas que se asfixian con plástico o son atrapadas en redes; elefantes cazados por su marfil o como “trofeos”; la tortura de animales en investigaciones y en la ganadería intensiva.

Rechaza el enfoque que llama “tan parecidos a nosotros”, aquel que valora a especies más similares al humano en inteligencia y comportamiento. Impugna el utilitarismo, que considera la capacidad de sentir dolor o placer. Acepta el énfasis en la sensibilidad, pero no el cálculo dolor-placer, porque descuida las vidas individuales y es reductivo: una vida (animal o humana) tiene más dimensiones que evitar el dolor.

Nussbaum rescata la sensibilidad utilitarista y la consideración kantiana de cada criatura como fin, y desarrolla una lista de capacidades que permitan el “florecimiento” humano o animal, una lista tentativa de “capacidades centrales” (vida, salud, integridad, etc.), comunes a humanos y animales, aunque se podrían lograr listas diferentes para cada especie. Requiere una solución política que proteja esas capacidades y comprenda a los animales como “ciudadanos”, considerados legislativamente y capaces de acudir a tribunales (a través de representantes).

Establo de vacas lecheras Holstein en Michigan, Estados Unidos.

Compañeros en la creación

Señalaba Kant en “Probable inicio de la historia humana” (1786), que el humano comprendió su privilegio cuando le dijo a la oveja que su piel le había sido dada no para ella, sino para él. Entonces no consideró a los animales “como compañeros en la creación”, sino como instrumentos “para la consecución de sus propósitos arbitrarios”.

De este pasaje toma Korsgaard el título para su libro, donde ella extiende un argumento previo: si se valora algo, se debe valorar a todos los seres racionales, pero también sintientes, como fines.

Compañeros en la creación es una obra refinada y cuidadosamente argumentada, que toca muchas otras cuestiones: si podríamos intentar que los depredadores cambien su comportamiento (o eliminarlos gradualmente), cuándo y cómo deberíamos matar insectos (se refiere a los ácaros del polvo) y si deberíamos tener mascotas.

Sostiene que los animales sintientes son fines en sí mismos. Concuerda con los utilitaristas en que esa condición sintiente les da estatus moral, pero, a diferencia del utilitarismo, considera que no podemos construir la moralidad sobre ningún valor absoluto, incluidos placer y dolor. Piensa, además, que los animales pertenecen a “la comunidad moral”, pero como no son racionales ni participan en la relación recíproca, serían “fines pasivos” a los que los humanos (“fines activos”) podrían otorgar derechos.

Discrepa de las opiniones del propio Kant, quien creía que tenemos el deber de tratar bien a los animales, pero como “deber indirecto” hacia los humanos. Korsgaard considera que, si tratamos bien a los animales por nuestro bien y no el suyo, no los tratamos como fines.

Nussbaum no está de acuerdo con todo lo que señala Korsgaard, como que los animales son “ciudadanos pasivos”. Tampoco con ciertas afirmaciones que califica de “metafísicas”. Pero reconoce: “Es el libro filosófico sobre los derechos de los animales más importante de los últimos años”.

Comida, experimentos, compañía y depredación

Comer animales es uno de los temas cruciales. Si el problema es el dolor, ¿es aceptable matar animales, de forma indolora, para alimentar humanos? Bentham pensaba que sí. Korsgaard lo rechaza, porque ignora el sufrimiento en las granjas industriales.

Lestel apunta que toda cultura tiene prohibiciones: comer o no animales podría ser una. Le molesta en la “postura vegana” su dimensión moral militante en la dicotomía veganismo-carne, como bueno-malo. El problema no es el moral del consumo de carne, afirma, sino el político de los criaderos industriales.

En ellos, la muerte es el mejor momento de animales que pasan toda su corta vida hacinados y aislados, bajo una mezcla de angustia, monotonía y dolor, en cantidades inimaginables. Según Singer (Liberación animal, edición 2008), cerca de 10 mil millones de aves y mamíferos son sacrificados anualmente en Estados Unidos (no incluye peces). Según Lestel, en términos mundiales, se mataron mil millones de vacas y más de eso de ovejas en 2018, y 19 mil millones de pollos en 2017. Los pollos sufren inmensamente: encerrados en lugares sin poder moverse, ciegos por los gases que producen, se pican a sí mismos de desesperación y los llenan de antibióticos para que no se infecten sus heridas.

Experimentar con animales también supone someterlos a espantosas ordalías, que suelen ilustrar la diferencia entre utilitarismo y enfoques de derechos. Si 10 ratas pueden salvar a mil humanos de morir de cáncer, entonces, “el mayor bien para el mayor número”, haría que ese experimento sea aceptable para un utilitarista. Pero un enfoque de derechos —o de fines— argumentaría que esas ratas no deben ser usadas como medios para nuestros fines.

Los “animales de compañía” Korsgaard los acepta, lo mismo que Nussbaum (cuando no se tratan como “mascotas”). Lestel los considera una “forma perniciosa de apropiación”.

En cuanto a los animales salvajes, el conflicto es entre el cuidado del individuo y el cuidado de la especie. Korsgaard y Nussbaum piensan que importan los animales individuales, no las especies. Entonces importaría la extinción en la medida en que implica el sufrimiento de individuos. Ahora, el problema no es la extinción, sino la masacre deliberada de una especie, como las ballenas (actualmente en peligro de desaparecer). Señala Nussbaum que su caza no es una práctica del pasado, aunque algunos de sus productos ya no sean necesarios (como su aceite). Su carne sigue siendo codiciada y los métodos, crueles (el antiguo arpón era una muerte larga, lenta y dolorosa; ahora existen con explosivos). Ejemplifica su enfoque de capacidades con ellas: una sentencia estadounidense (2016) declaró ilegal un sonar de la Marina porque, aunque sin dolor, interrumpía su reproducción y migración.

Hay que distinguir entre el amor y el respeto, dice Mosterín. El primero solamente se puede dar a unos pocos seres que conocemos bien. Pero la moral de mínimos promueve no el amor sino el respeto: no dañar ni torturar animales.

Igualdad o jerarquía

Todos los animales son iguales”, inicia Liberación animal, entendiendo la igualdad como una idea moral de igual consideración. Nussbaum podría concordar.

Según Korsgaard, deberíamos rechazar que los humanos son más importantes que otros animales, porque tendríamos que serlo para todos (más que ellos para ellos mismos).

Sin embargo, Shelly Kagan en Cómo contar a los animales defiende un enfoque jerárquico: los humanos tienen un estatus moral más alto que los animales (y algunos animales tienen uno más alto que otros). No justifica nuestro trato atroz a los animales, sino atacar lo que llama “unitarismo” (todos los seres tienen el mismo estatus moral).

Enfrentados a salvar a un humano o a una rata, intuitivamente se salva al humano. El “unitarismo” lo justifica porque tenemos mayor capacidad de bienestar y perdemos más con la muerte (en lo que estarían de acuerdo Singer y Regan). Pero a Kagan no solamente le interesa el bienestar, sino también cómo se distribuye, y los enfoques distributivos que considera, combinados con el “unitarismo”, producen resultados contradictorios.

Kagan es un filósofo brillante y, a través de una serie de movimientos, consideraciones terminológicas y cálculos, presenta argumentos muy convincentes. Pero distintos grados de estatus moral significa considerar que individuos puedan tener uno más alto o más bajo no solamente entre especies, sino también dentro de ellas, incluida la nuestra. ¿Qué significaría sostener que humanos y hormigas tienen el mismo estatus moral? ¿O que algunos humanos tienen uno más alto que otros (lo que Singer parece sostener en Ética práctica, 1979)? ¿Se podrían asumir las consecuencias?

Si los humanos no somos más valiosos que los animales, a veces somos parciales con nuestros semejantes o familias. Mosterín señala que nos compadecemos más de los que sentimos más cercanos: humanos antes que animales o un perro antes que un pez. Korsgaard y Nussbaum consideran la posibilidad de que, en situaciones de emergencia, de vida o muerte (ratas propagando la peste), estaríamos justificados a anteponer nuestros intereses o los de nuestro grupo.

Sintiencia, conciencia

Hay un mundo objetivo, pero cada animal tiene su propio mundo subjetivo, según sus receptores sensoriales. Cómo es ser un murciélago (en la fórmula de Thomas Nagel) es una manera de preguntar por la conciencia. Las investigaciones de las últimas décadas han revelado complejidad e inteligencia no solamente en vertebrados como peces o aves, sino en invertebrados como el pulpo (y afirmaciones precavidas sobre los insectos). La conciencia sería un fenómeno mucho más extendido de lo supuesto.

El gran error en el trato a los animales ha sido pensar que eran “bestias brutas”, carentes de “sintiencia”, ya sea una sensibilidad básica (percibir un color), ya sea sentir placer o dolor (como plantea el utilitarismo). Korsgaard y Nussbaum consideran tal tener un punto de vista subjetivo sobre el mundo. De ahí que para ellas deberíamos rechazar no únicamente las granjas intensivas, sino también las “felices”.

Pero la ampliación de la conciencia podría llevar también a pensar en la dificultad (si la tienen) de comer peces o insectos. ¿Y qué pasaría si se muestra que vegetales y hongos tienen una complejidad cercana al animal? Una solución que avizoran varios autores es, en el futuro, la producción de carne sintética, que no implicaría matar en absoluto.

Amor y respeto

En las páginas que Montaigne dedica a asimilar humanos y animales (Ensayos II, 12, “Apología de Ramón Sibuida”), les atribuyó razón y muestra lo parecidos que somos, que logramos relaciones de afecto: “Lloramos a menudo la pérdida de los animales que amamos; también ellos lloran la nuestra”.

Tal afecto a ratos se trasluce en estos libros que pretenden entregar razones y no emociones (las que, sin embargo, juegan un papel en nuestra vida moral). Al describir Mosterín los cambios físicos al morir un mamífero, anota: “Algunas veces he tenido que llevar en brazos el cadáver de un perro que ya había llevado en brazos estando vivo”; la devastación que calla la conoce quienquiera que haya sentido enfriarse el cuerpo de un cercano, humano o animal. Asimismo, Korsgaard, al tratar las mascotas, las justifica y acepta de una manera que no cuadra del todo con su argumento principal: nos informa que ama a sus gatos, a quienes está dedicado su libro.

Hay que distinguir entre el amor y el respeto, dice Mosterín. El primero solamente se puede dar a unos pocos seres que conocemos bien. Pero la moral de mínimos promueve no el amor sino el respeto: no dañar ni torturar animales.

El sufrimiento animal es enorme y somos responsables de una gran parte. Posiblemente sea apresurado pensar en la carne sintética y poco realista, en la abolición completa de la ganadería o la experimentación animal. Quizá no lo sea pensar en eliminar las formas más innecesarias o lacerantes de tratar a animales que sabemos que pueden sentir dolor. Es, tal vez, algo que les debemos.

 

Imagen de portada: Algunas ballenas del Pacífico Sur (2020), de Antonia Reyes Montealegre.

 


Justice for Animals, Martha Nussbaum, Simon & Schuster, 2022, 372 páginas, US$28.99.


En defensa de los derechos de los animales, Tom Regan, traducción de A. Tamarit, FCE/UNAM, 2016, 502 páginas, $24.900.


El triunfo de la compasión, Jesús Mosterín, Alianza, 2014, 354 páginas, €19.95.


Animales habladores, Eva Meijer, traducción de P. Hermida, Taurus, 2022, 274 páginas, $18.000.


El reino de los animales, Jesús Mosterín, Alianza, 2013, 408 páginas, €19.50.


Nosotros somos los otros animales, Dominique Lestel, traducción de H. Pons, FCE, 2022, 122 páginas, $19.900.


Liberación animal, Peter Singer, traducción de C. Sanz, Taurus, 2011, 384 páginas, €18.90.


How to Count Animals, Shelly Kagan, Oxford University Press, 2019, 320 páginas, US$36.95.


Fellow Creatures, Christine Korsgaard, Oxford University Press, 2018, 252 páginas, US$24.95.

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