Mario Góngora y la revolución antiliberal

por Marcelo Somarriva

por Marcelo Somarriva I 16 Febrero 2017

Compartir:

La aparición de su diario y la tesis para optar a profesor de Historia permite vislumbrar a un joven que veía con desconfianza el espíritu ilustrado y la sociedad comercial, dos fuerzas que permitieron avanzar hacia una sociedad menos jerárquica y estamental. Con diferentes matices, esta visión estaría presente en el Góngora de la madurez, para quien el lucro y el arbitrio individual amenazaban con romper la articulación de la comunidad.

por marcelo somarriva

Mario Góngora es probablemente el principal historiador chileno de la segunda mitad del siglo XX y, por absurdo que parezca, los únicos libros suyos disponibles hoy en librerías son dos obras que él no quiso –o no habría querido– publicar: el diario que llevó entre los 19 y 21 años y su tesis para optar al grado de profesor de historia. Estos son los primeros títulos publicados de una colección de sus obras selectas, que con los años llenará este vacío y corregirá esta paradoja, dándoles a los lectores la posibilidad de acercarse al trabajo de este intelectual chileno.

Entre 1934 y 1937, Mario Góngora mantuvo un diario mientras estudiaba a tirones la carrera de Derecho en la Universidad Católica. Como consta de la lectura de este libro, publicado el 2013 en una edición al cuidado de Leonidas Morales, el desdichado estudiante tenía además la misión secreta de absorber la cultura europea completa, leyendo, en poco más de dos años, la impactante suma de 621 obras sobre toda clase de materias. Su diario de vida es casi una bitácora de las impresiones provocadas por estos textos, interrumpida ocasionalmente por el registro de sus tribulaciones espirituales y carnales. Góngora apenas menciona a su familia y el entorno de su vida universitaria, y sus páginas muchas veces tienen un tono claustrofóbico que recuerda a los protagonistas de las novelas de Mauriac o Bernanos (autores, por cierto, que leía con entusiasmo).

Góngora tampoco da pistas sobre los orígenes de sus inquietudes intelectuales, presentándose a sí mismo con su “armadura completa”: listo para dar su batalla espiritual y política de juventud, y dispuesto a leerse todo lo que encontrara en su camino.

La proeza de Góngora no era en realidad tan extraña en el Chile de entonces, cuando muchos hombres con ambiciones intelectuales padecían algo que a falta de un título más adecuado llamaré “síndrome de Edmund Wilson”, en recuerdo del famoso escritor y crítico estadounidense, arquetipo del joven del “nuevo mundo”, dispuesto a echarse al hombro la cultura europea, casi como tratando de demostrarles a sus pares del otro lado del Atlántico que era perfectamente capaz de saberlo todo. Wilson escribió con maestría sobre asuntos tan diversos como la historia del pensamiento socialista y los rollos del mar muerto.

En Hispanoamérica hubo figuras similares, como Octavio Paz o Alfonso Reyes. En Chile, guardando las distancias, tenemos a Luis Oyarzún, Hernán del Solar, Alone, Clarence Finlayson y al mismo Góngora. Todos ellos mostraron síntomas de este cuadro que llevaba a realizar unos esfuerzos cuya magnitud solo pueden entenderse si se toma en cuenta lo difícil que era entonces salir de Chile, aprender idiomas y conseguir libros extranjeros.

Es cierto que hay delirio de grandeza en este empeño y una buena cuota de arribismo, pero las recompensas materiales y sociales que reportaba este ejercicio enciclopédico eran casi nulas.

Vistos en su contexto, el diario y la tesis son dos documentos extraordinarios y, al contrario de lo que alguna vez dijo Sergio Villalobos, demuestran que Góngora sí sabía escribir y lo hacía muy bien, con una prosa seca y precisa, sin muecas ni gesticulaciones.

Luego de terminar con éxito pero con escasas satisfacciones su carrera de Derecho, Góngora estudió Historia en la Universidad de Chile. El tema y las ambiciones de la tesis de grado con que concluyó estos estudios, Conflictos religiosos y sociales del Estado y la burguesía en Inglaterra siglos XVII y XVIII, pueden tomarse como manifestaciones del síndrome descrito más arriba. Góngora explica que este tema se lo propuso Juan Gómez Millas, su profesor guía, pero esta afirmación habría que tomarla con algo de cuidado, porque el proyecto está demasiado cerca de sus propias preocupaciones como para que le haya sido impuesto.

Vistos en su contexto, el diario y la tesis son dos documentos extraordinarios y, al contrario de lo que alguna vez dijo Sergio Villalobos, demuestran que Góngora sí sabía escribir y lo hacía muy bien, con una prosa seca y precisa, sin muecas ni gesticulaciones. Frente a un diario de vida como este y a una tesis que su autor no pensó en publicar, no corresponde hacer críticas. Solo pueden hacerse preguntas y algunas especulaciones.

A simple vista, estos trabajos parecen estar totalmente desconectados de su obra posterior como historiador profesional, en la que modificó o contuvo sus ambiciones universalistas, para enfocarse en temas muy específicos de la historia colonial chilena y americana, estudios en los que, no obstante, nunca descuidó los contextos culturales e ideológicos globales. Pero si estos dos trabajos se leen juntos y se miran con detalle, puede observarse que Góngora plantea algunas definiciones políticas y posturas doctrinarias que son importantes para comprender preocupaciones e ideas que trascendieron sus años de formación.

En su diario, Góngora anotó que la participación política equivalía a una inmersión en los asuntos del mundo que tenía la forma de una lucha heroica en la que se entremezclaban sus inquietudes espirituales. “Sé que el fin de la vida es el heroísmo”, señaló en una oportunidad y proclamó que este implicaba sacrificarse para transformarse en un ser nuevo, que sería galvanizado por las llamas que habían consumido su existencia anterior.

Esta lucha, según anotó en noviembre de 1935, consistía en imponer “en Chile, como por todas partes, el triunfo de la verdadera contra-revolución conservadora, antiliberal en su espíritu y en sus formas”. Un año más tarde, esta lucha se hizo más urgente, porque la situación política le parecía insoportable: “La crítica del régimen liberal debe ya pasar a un terreno activo y revolucionario”.

Góngora vivía entonces a la sombra de la idea del “hombre fuerte”, fantasma político característico de su época. Asimismo, el proceso de imponer a este sujeto en el poder no era demasiado democrático (incluso habla de “necedades democratistas”). No es raro, entonces, que haya sentido, como dice de pasada el 30 de mayo de 1934, una “inclinación por el fascismo”.

La lectura de Pintores modernos, de John Ruskin, lo llevó a manifestar en su diario el entusiasmo por la Edad Media inglesa como época luminosa. Algo de esta idea asoma también en su tesis. El núcleo de esta investigación, según él mismo señaló, era extender y aplicar a otros problemas la idea de Max Weber sobre la relación entre el puritanismo y el surgimiento del espíritu del capitalismo, o dicho en otras palabras, la “transformación” económica o el “tránsito” de un Estado y sociedad de tipo medieval y renacentista a una sociedad dominada por el capitalismo.

Para abordar este asunto, Góngora puso a prueba las ideas de Max Weber y Werner Sombart sobre la presencia de elementos espirituales en las transformaciones económicas en los orígenes del capitalismo, inclinándose más bien por la famosa tesis del primero, para quien el comportamiento capitalista y sus actividades habrían sido el resultado indirecto y no previsto de la búsqueda religiosa de la salvación individual después de la vida terrenal.

En su diario, Góngora anotó que la participación política equivalía a una inmersión en los asuntos del mundo que tenía la forma de una lucha heroica en la que se entremezclaban sus inquietudes espirituales. “Sé que el fin de la vida es el heroísmo”, señaló en una oportunidad.

Góngora luego aplicó las ideas de Weber y Sombart a la situación agrícola e industrial inglesa de fines del siglo XVII, siguiendo a Heschsher, Cunningham y especialmente a Richard Tawney, autor de un libro clásico sobre la religión en los orígenes del capitalismo, cuyo título entonces se tradujo de manera no muy feliz como La religión en el orto del capitalismo.

A través de su análisis, Góngora contrapone dos tipos de sociedades a las que define en una serie de características antinómicas. Un orden monárquico tradicional, donde la corona tenía un papel preponderante en la orientación de la vida económica conforme a una visión tradicional del bien común, y una sociedad donde el Estado fue reemplazado por una burguesía que solo actuaba guiada por la búsqueda del lucro. Góngora caracterizó al primero como un orden social jerarquizado, rigurosamente dividido en estamentos de origen inmemorial y cuya validez se encontraba ratificada por la costumbre. La existencia de estas divisiones era conservada por un sistema de corporaciones, basadas en privilegios reales conferidos a determinados grupos en los cuales descansaba el funcionamiento de una vida económica orientada a la subsistencia, según las necesidades de cada rango. Estas corporaciones dirigían el aprendizaje de los artesanos y regulaban el ejercicio de su oficio, previniendo el lucro y el arbitrio individual que amenazaban con romper la articulación general de esta comunidad.

Góngora sostuvo que la cultura medieval tradicional habría subsistido durante el Renacimiento, un período en el que el Estado dirigió la economía y la expansión imperial inglesa hasta que comenzó a perder su predominio en 1660. Con una capacidad de síntesis que luego lo distinguió, el historiador formuló un argumento a partir de las ideas de Weber y Sombart: mientras la actividad económica estuvo amparada y conducida por el Estado, la sociedad no necesitó de un soporte ético propio que la legitimara, porque estaban inmersos en la cultura tradicional. Sin embargo, cuando este orden comenzó a retroceder, el nuevo espíritu del capitalismo propuso la actividad económica como algo moral, la búsqueda de un medio de salvación en la vida sobrenatural.

Esta situación perduró hasta que el capitalismo triunfó frente al antiguo Estado y la cultura eclesiástica y, como quien dice, pudo deshacerse de la escalera por la que había subido y desechó este argumento ético. Góngora observa que el espíritu del capitalismo y la moral calvinista se insertaron en una estructura económica preparada por la corona, que no despreciaba el comercio ni los intereses mercantiles, pero que los había encauzado en un sentido conveniente al Estado y a su idea del bien común. A partir de 1660, a la corona la reemplazó una burguesía, que en su ascenso se alió con una aristocracia “particularmente flexible para mezclarse con los hombres de dinero o los que surgen del servicio del Estado”, y que se entregó alegremente al capital conformando una clase rentista y ausente.

Góngora analiza con detalle esta transición, usando los casos del mundo agrícola e industrial. En ambos casos su conclusión fue que el antiguo orden tradicional habría preservado la libertad del campesino y del artesano, quienes luego se encontraron a merced de la explotación de empresarios terratenientes e industriales capitalistas.

¿Por qué Góngora dedicó aquí tan poca atención a asuntos importantes de este período, como el comercio, el surgimiento del crédito público y el naciente discurso de la economía política, que se dedicaba, entre otras cosas, a analizar estas situaciones? Puede ser que la historiografía del período tampoco lo hiciera, pero también es probable que esta omisión se haya debido a otras razones que apuntan a algo más relevante. Me pregunto si Góngora mantuvo su interés por estos asuntos a través de los años y si conoció los clásicos trabajos de J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico y Las pasiones y los intereses de Albert Hirschman, publicados en la segunda mitad de la década del 70 y que abordan el tema de su estudio ofreciendo visiones distintas a la suya. Estas visiones contribuyeron en gran medida a dar una interpretación del discurso económico del período cuya validez ha persistido. En su análisis, Pocock y Hirschman proponen que esta respuesta al surgimiento del capitalismo y sus prácticas no implicó necesariamente una ruptura frente a los sistemas de ideas y relaciones socioeconómicas preexistentes, sino que en muchos casos fue una reformulación de estas la que se utilizó para comentar un escenario nuevo.

El comercio y el crédito público son los pilares de dos importantes momentos de la historia británica que surgieron en el marco cronológico del estudio de Góngora: la revolución financiera y la sociedad comercial. Ambos fenómenos contribuyeron a disolver las señales tradicionales de la riqueza –vinculadas a la propiedad de la tierra– e introdujeron otras de carácter móvil, acentuando así los cambios y el flujo de la actividad económica y la vida social. Pocock sostiene que la sociedad comercial surgió en buena parte gracias a la introducción del crédito público, con el que la corona pudo financiar un ejército permanente, garantizando así la estabilidad, previniendo guerras externas y conflictos civiles. El desarrollo del comercio y de nuevas formas de intercambio y circulación permitieron, a su vez, el surgimiento de una nueva forma de sociedad “civil”, donde imperaban la urbanidad y las buenas maneras, que sustituyeron a las antiguas formas de reconocimiento social estamental. Estos modales se asumieron también como formas capaces de contener las pasiones destructoras del fanatismo y la superstición.

En una línea igualmente contrailustrada, puede situarse su familiaridad con el pensamiento tradicionalista de Edmund Burke, Joseph de Maistre y los románticos alemanes, quienes sostuvieron una visión idealizada de la Edad Media.

En su clásico libro, Albert Hirschman sugiere que la expansión del comercio y la industria durante los siglos XVII y XVIII no fue impulsada por sectas marginales, como el calvinismo, sino que por una corriente de opinión situada en el corazón de la estructura del poder, que propuso la búsqueda de una forma de comportamiento capaz de imponer el orden necesario y contrarrestar las pasiones destructivas de gobernantes y gobernados, especialmente ante la evidencia de la carnicería provocada por las guerras de religión (conflictos que Góngora apenas menciona). Estos argumentos planteados en favor del naciente capitalismo habrían surgido tras el intento de evitar el aniquilamiento de la sociedad por las pasiones humanas violentas de la guerra, el heroísmo, la conquista y el fanatismo. Ante ello, pareció más razonable privilegiar los intereses aparentemente inocuos del comercio. Fue una visión bienintencionada, que lamentablemente no duró mucho.

Todo esto es importante porque este fue el escenario cultural y social que preparó el terreno para el surgimiento de la Ilustración y lo que mucho más tarde se llamaría el liberalismo, tal como lo conocemos hoy. Góngora considera en su tesis que estos movimientos intelectuales no solo significaron el fin del orden tradicional y del predominio de la doctrina religiosa, sino que tuvieron consecuencias nefastas. Si complementamos esta visión con el ideal heroico de la vida política y su plan de lucha contra-revolucionaria anti-liberal, expuesto en su diario, parecen evidentes sus simpatías por un Estado medieval, estamental, jerárquico y estático y su repugnancia por el clima cultural y social que introducía la sociedad comercial y el naciente espíritu ilustrado. Por curioso que parezca, Góngora señala que en el orden tradicional habrían existido mayores garantías para preservar las libertades individuales, que en el período siguiente. Hay algo deliberadamente contraintuitivo en este argumento y una inclinación por la paradoja que recuerda al mañoso Rousseau contrailustrado. No parece muy atrevido, entonces, sostener que en esta tesis hay una versión apenas disfrazada de las ideas políticas del joven historiador.

Góngora mantuvo a lo largo de su vida su recelo o desprecio por la Ilustración, en sus variantes radical y moderada. Son justamente célebres sus aportes historiográficos a la caracterización de la llamada “ilustración católica”, concepto que ayudó a insertar en la historiografía intelectual del mundo colonial hispanoamericano, así como sus estudios sobre el impacto del pensamiento utópico y milenarista en este mismo ámbito. En una línea igualmente contrailustrada, puede situarse su familiaridad con el pensamiento tradicionalista de Edmund Burke, Joseph de Maistre y los románticos alemanes, como Herder y Fichte, quienes sostuvieron una visión idealizada de la Edad Media.

Más complicado parece cotejar estas ideas políticas juveniles a la luz de su famoso Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, publicado en 1982, donde expuso de manera bastante oblicua sus visiones políticas en plena dictadura. Este libro provocó un debate que hoy, cuando los historiadores chilenos se han visto enredados en lo que alguno con peculiar elegancia llamó el “affaire Baradit”, parece casi un combate homérico. Aun cuando durante los 40 años que separan estos trabajos juveniles y su Ensayo histórico ha corrido mucha agua mugrienta por el río Mapocho, y las ideas de Góngora hayan experimentado varios cambios, el sesgo contrailustrado y antiliberal de su juventud siguió inspirando muchas de las reflexiones de su madurez: Góngora miró siempre con sospecha al legado liberal y prefería buscar una respuesta para nuestra historia en la tradición y el “alma” nacional.

 

tesis

Tesis. Conflictos religiosos y sociales del Estado y la burguesía en Inglaterra siglos XVII y XVIII, Editorial Universitaria, 2016, 560 páginas, $16.000.

 

diario

Diario. Obras selectas de Mario Góngora, Editorial Universitaria, 2013, 560 páginas, $16.000.

 

Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX

Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, Editorial Universitaria, 2006, 398 páginas, $14.500.

Palabras Claves

Relacionados