No tenía que ser así

Una bioeticista en el corazón de la crisis italiana del coronavirus se pregunta: ¿por qué no hablamos de las ventajas y desventajas del encierro?, ¿sacrificamos nuestra libertad por el bien público o por el temor a morir o a las sanciones?, ¿debemos darles a los jóvenes algo a cambio por quedarse encerrados?, ¿qué pasaría si nos convertimos en una sociedad que se acostumbra a la distancia?

por Silvia Camporesi I 22 Septiembre 2020

Compartir:

Qué es el “hogar” no es una pregunta abstracta en una pandemia. Se convierte en un asunto concreto sobre dónde y con quién uno quiere estar confinado —si es que se tiene la suerte de poder elegir.

Viajé desde Londres hasta mi ciudad natal, Forlì, en el norte de Italia, a mediados de diciembre. Tenía 35 semanas de embarazo en ese entonces. A pesar de vivir y trabajar en el extranjero por 15 años, sentí el impulso de volver, como lo hice antes del nacimiento de mi primer hijo, hace dos años. El plan era aprovechar los beneficios del excelente sistema de salud italiano, como también la presencia de mi familia extendida antes de volver en mayo a mi trabajo en la universidad, en el Reino Unido.

Las vacaciones de Navidad vinieron y se fueron, y a mediados de enero le dimos la bienvenida a nuestro segundo hijo. Prestamos poca atención a los informes sobre la aparición de un nuevo coronavirus en China. Estábamos ocupados con nuestro nuevo retoño, y queríamos creer lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) decía sobre la posibilidad de contención de la enfermedad.

Una mañana fui al café que está abajo de nuestro departamento y pedí un expreso antes de instalarme a leer uno de los diarios comunales. Hombro con hombro con los otros clientes del bancone, eché un vistazo a las noticias sobre el brote de coronavirus en Lodi, una ciudad de Lombardía a unos 260 kilómetros de donde estaba. El paciente cero era supuestamente un hombre de 38 años, que se había enfermado después de ver a un amigo que había vuelto hace poco de China. Aunque todos estábamos un poco inquietos por la noticia, mis vecinos trataban de tomarla a la ligera. Los expertos citados en el diario comparaban los síntomas de covid-19 —como se conocía la enfermedad causada por el virus— con los síntomas de la gripe estacional, solo que un poco más fuertes.

En las siguientes 48 horas, el número de casos en Lombardía se duplicó, y la región registró sus primeras muertes. El gobierno italiano cerró las fronteras de las ciudades afectadas, y comenzó a rastrear a las personas que habían estado en contacto con los enfermos. En el café, el consenso fue que la reacción fue “exagerada”. No somos como China, dijimos, donde la gente puede estar encerrada en sus casas. Era la temporada de carnaval; ese domingo tuvimos una fiesta en el barrio. Nuestro hijo mayor se disfrazó de Rey Arturo, con un manto rojo y una espada de espuma, y se entretuvo lanzando serpentinas y confeti junto a docenas de otros niños.

Los eventos de los últimos meses aquí en Italia parecen ahora como si hubieran pasado hace diez años. Lo que hace tan poco era inconcebible se ha convertido en la norma en las sociedades de todo el mundo.

Como bioeticista, no puedo evitar pensar en esta situación desde un punto de vista profesional. Un gran problema ético durante la crisis italiana ha sido el hecho de que los médicos se han visto obligados a asumir la responsabilidad de asignar recursos de salud en condiciones de dramática e inesperada escasez. Tras el brote de Lodi, los hospitales de Lombardía alcanzaron rápidamente su capacidad, con camas dispuestas en condiciones similares a las de un campamento y con un número insuficiente de respiradores y ventiladores para todos los pacientes que los necesitaban. El Colegio Italiano de Anestesia, Analgesia, Reanimación y Cuidados Intensivos trató de transparentar los criterios de decisión para el acceso a cuidados intensivos, a fin de aliviar parte de la presión ejercida sobre los médicos. El documento que publicaron a principios de marzo tenía como objetivo garantizar los respiradores a los pacientes con mayor probabilidad de éxito terapéutico, es decir, aquellos con “mayor esperanza de supervivencia”. El criterio adoptado fue utilitario: la edad y las condiciones médicas preexistentes eran factores que hacían que el paciente estuviera más abajo en la lista.

El auto-aislamiento y la cuarentena son cargas físicas y mentales mucho más pesadas para los que viven solos. John Ioannidis, profesor de medicina de Stanford que expuso la ‘crisis de replicación’ en la psicología social, ha argumentado que las implicancias económicas, sociales y de salud mental de los encierros deben ser tenidas en cuenta en los cálculos de costo-beneficio de la salud pública, incluyendo las muertes causadas por la alteración del tejido social.

El documento provocó escándalo. Los medios de comunicación se dieron un festín con él y sembraron el pánico. La situación en Italia era sin duda excepcional por el gran número de casos que se presentaban cada día. Es probable que sea la primera vez que muchos de estos médicos, sobre todo los más jóvenes, se enfrentaran a decisiones tan angustiosas. Sin embargo, desde un punto de vista ético, el documento no era ni inédito ni revolucionario. En otro contexto de recursos escasos –la donación de órganos– los pacientes son rutinariamente clasificados en listas de espera usando un algoritmo. Los criterios estándar hacen coincidir los órganos del donante con los del receptor mediante un cálculo de las posibilidades de éxito del trasplante y la supervivencia del paciente. También se pueden aplicar criterios más controvertidos. Por ejemplo, si alguien tiene cirrosis hepática causada por el alcohol, su responsabilidad personal en la causa de la enfermedad será, en algunas circunstancias, un factor que pesa en contra para recibir un trasplante.

No hay forma de escapar a tales dilemas en nuestro sistema de salud, que siempre tendrá una capacidad finita. Como bioeticistas, estamos entrenados para pensar en cómo desarrollar criterios apropiados, para preguntarse qué necesita la justicia, y para reflexionar sobre qué características, si las hay, hacen que un caso particular sea similar o diferente de otro. En la situación actual, hay que reconocer que existe una diferencia notable entre la asignación del escaso recurso de un órgano y el uso de los también escasos ventiladores: mientras los pacientes pueden vivir durante años en diálisis si sus riñones están fallando y necesitan un trasplante, muchas personas con síntomas graves de covid-19 morirán de forma inminente si no pueden respirar. Esta distinción es la que hace tan difícil para los médicos, y tan difícil para el público, aceptar que, pese a todo, tales decisiones se deben tomar. Aun así, no hay nada intrínsecamente atroz en el uso de criterios: de hecho, es apropiado e incluso reconfortante saber que los médicos responden a normas objetivas al momento de decidir quién debe estar al inicio de la fila para el tratamiento.

El hecho de que nosotros, los italianos, pensemos que estas decisiones son excepcionales revela las formas en que nuestro privilegio ha ocultado la realidad de la finitud de los recursos sanitarios. Una de mis estudiantes de bioética, Caitlin Gardiner, también es doctora en accidentes y emergencias en el Reino Unido. Ella me recordó que, en su Sudáfrica natal, estos actos de equilibrio son la norma. Allí, como me dijo, solo la más mínima fracción de los pacientes que “no están demasiado enfermos” –es decir, que no son demasiado viejos, que no viven con el vih/sida, que no están demasiado enfermos o que son demasiado prematuros, si son bebés– pueden recibir cuidados intensivos. Y la muerte por tuberculosis (otra enfermedad respiratoria infecciosa), tras negarles el acceso a cuidados intensivos, es completamente normal. Hay lecciones que se pueden aprender del sur global (o Global South, como se llama a los países en vías de desarrollo, N. de la T.), por ejemplo, en cuanto a cómo tener discusiones humanas pero también abiertas sobre la prioridad de los pacientes. Es mejor tener este tipo de conversación en una situación que no sea de emergencia, cuando las emociones de los pacientes, los familiares y el personal médico no están tan intensas. Podría decirse que deberíamos hablar no solo de a quién intubar, sino también de cuándo retirar la ventilación si llegara un paciente con más posibilidades de sobrevivir. Más allá del contexto de una pandemia, los países desarrollados no suelen enfrentarse a estos dilemas, lo que explica la angustia moral en las salas covid-19 del norte de Italia, donde se han visto a médicos y enfermeras llorando en los pasillos.

Italia no es un lugar particularmente patriótico, al menos hasta ahora. Mi marido estadounidense se sorprendió en su primer viaje al notar que los italianos no solemos colgar banderas en nuestras casas o departamentos, y que casi nunca cantamos el himno nacional (excepto en el Mundial de fútbol y, aun así, no nos sabemos la letra). Ahora, por primera vez en mi vida, veo todos los días banderas italianas en las ventanas, a veces acompañadas por una bandera europea, a veces por el escudo rojiblanco de la ciudad de Forlì. La gente canta el himno nacional, así como las arias de las óperas de Verdi o Puccini, desde sus balcones. Tal vez, milagrosamente, los italianos hemos aprendido al fin a hacer filas (y a hacerlas de manera espaciada).

Pero la distancia social también se produce a expensas de ciertos hábitos nacionales. Los apretones de manos y los besos como forma de saludo se han vuelto un tabú. El abandono de este saludo tradicional no es algo menor; para un italiano, es nada menos que el desaprendizaje de un instinto de toda la vida, algo que está en el corazón de la socialidad italiana. Las primeras impresiones pueden ser engañosas, pero mi abuela me enseñó a no confiar nunca en alguien que tuviera un apretón de manos débil.

Me he estado preguntando qué diría mi abuela sobre el covid-19 si todavía estuviera viva. Aunque no vivió la pandemia de gripe H1N1 (o gripe española) de 1918-19, se estima que al menos 30.000 personas murieron solo en Emilia-Romaña, la región del norte de Italia de donde vengo. Mi abuela tuvo un papel activo en la crianza de sus nietos, al igual que muchos abuelos en la Italia actual. Una de las características más tristes de la pandemia es la brecha que ha creado entre generaciones, ya que los nietos se han convertido en vectores potenciales de la enfermedad ante los ancianos y vulnerables.

Cuando las generaciones más jóvenes hacen demandas a las generaciones más viejas —por ejemplo, sobre el cambio climático y la futura salud del planeta— da la impresión de que a las personas mayores que están en el poder les cuesta aceptarlas. Después de pedir a los jóvenes que hagan tanto por los ancianos durante esta crisis, quizás deberíamos darles algo a cambio.

Esto me hizo reflexionar sobre la ética intergeneracional en relación a cómo los países han respondido a la crisis. El covid-19 parece ser relativamente leve en los niños, según los datos disponibles hasta el momento, mientras que los síntomas más graves, que amenazan la vida, se agrupan de manera desproporcionada (aunque no exclusivamente) entre las personas mayores y las que tienen enfermedades preexistentes. Esto lo diferencia de la pandemia de gripe española, en la que tanto los niños pequeños (menores de cinco años) como las personas mayores de 65 años estaban entre los más afectados. Todavía más inusual, la gripe española también afectó a personas de entre 20 y 30 años de edad, en su mayoría hombres, por razones que no comprendemos completamente. Sin embargo, las medidas de confinamiento actuales tratan a todos de la misma forma. Algunos países, incluido el Reino Unido al comienzo del brote, propusieron políticas centradas en el aislamiento de las personas vulnerables, pero en su mayoría estas se han ido abandonando en favor de prohibiciones generales. En mi propia ciudad, las camionetas de la policía patrullan las calles con megáfonos, recordándome el futuro distópico que nunca pensé que viviría.

Cuando se enfrentan a los modelos de los epidemiólogos que muestran que determinadas medidas salvarán X número de vidas, es difícil que los políticos no apliquen estas disposiciones, especialmente si otros países ya lo están haciendo. Salvar vidas a corto plazo protegiendo el sistema de salud y aplanando la curva de infecciones es obviamente un objetivo vital. Sin embargo, no puede ser el único. El encierro social tiene repercusiones económicas y de salud mental muy reales para grandes sectores de la población. Los daños y las muertes que este causa serán más difíciles de cuantificar que los causados directamente por el covid-19, pero aun así existirán. Como ha argumentado el experto en estadística italiano Maurizio Bettiga, no se trata solo de una cuestión científica, sino también moral sobre qué valores debemos priorizar.

No existe un modelo sin costo. El auto-aislamiento y la cuarentena son cargas físicas y mentales mucho más pesadas para los que viven solos. John Ioannidis, el profesor de medicina de la Universidad de Stanford que expuso la “crisis de replicación” en la sicología social y más allá, ha argumentado desde el principio de la pandemia que las implicancias económicas, sociales y de salud mental de los encierros deben ser tenidas en cuenta en los cálculos de costo-beneficio de la salud pública, incluyendo las muertes causadas por la alteración del tejido social. Podríamos terminar mirando hacia atrás al coronavirus, según Ioannidis, como un “fiasco de evidencia único en un siglo”. Ac­tualmente hay pocas pruebas de que las medidas más agresivas funcionen, y si continúan, podrían terminar causando más daño a largo plazo que subirse a la cres­ta de una ola epidémica aguda. Sin embargo, subesti­mar el futuro es un sesgo típicamente humano, como bien saben los economistas de la salud gracias a los estudios sobre cómo piensa la gente frente a las con­secuencias de fumar, beber o no hacer ejercicio.

En ausencia de datos sólidos, las políticas gene­rales podrían justificarse recurriendo al “principio de precaución”, según el cual es mejor prevenir que curar. Esto también podría ser la base para continuar el confina­miento por un período de tiempo prolongado. Pero incluso con estas advertencias, una polí­tica de encierro no es la única solución al brote. Suecia ha experimenta­do con la limitación de las libertades solo para los segmentos de mayor riesgo de la población, y ha mantenido abier­tos los colegios, bares y restaurantes. Las in­vestigaciones realizadas en el University College London han demostra­do que los beneficios de cerrar las escuelas son muy limitados en compa­ración con los costos económicos y sociales a largo plazo. En lugar de limitar la libre circulación, existe otro enfoque que tiene por objetivo reducir los viajes a determinadas horas del día, creando un horario de apertura espaciado y turnos de trabajo para evitar el hacinamiento en el transporte público. Esta política se utilizó con cierto éxito en la ciudad de Nueva York durante la gripe española.

Estas políticas se basan en los datos disponibles (aunque parciales) que muestran que determinados grupos identificables son los más vulnerables a la enfermedad. También se basan en un “princi­pio de proporcionalidad”, según el cual la severi­dad de las restricciones debe estar en consonancia con la probabilidad y la gravedad de los riesgos que compensan, especialmente si las medidas se aplican durante un cierto tiempo. Este principio es una de las normas éticas fundamentales que orientan la gestión de los trastornos infecciosos emergentes, según lo establecido por la OMS, el Consejo Nuffield de Bioética del Reino Unido y el Consejo de Ética de Alemania. Mis tres hermanos menores, todos de veintitantos años, tienen pocos motivos para temerle al covid-19; sobre la base de las pruebas disponibles, el índice de mortalidad por infección (el porcentaje de personas infectadas que mueren) está directamente correlacionado con la edad, y la mortalidad en la categoría de 20 a 29 años es del 0,1% en Italia al momento de redactar este informe. Eso no significa que las personas menores de 30 años no puedan morir de covid-19, sino que es extremadamente improbable.

A las generaciones más jóvenes se les ha pedido que hagan sacrificios enormes por las generaciones mayores, con la expectativa de recibir beneficios muy limitados para su propia salud, y con repercusiones importantes para su bienestar físico y mental, como el cierre de universidades y la pérdida de oportunidades de trabajo. Esta es también la generación que tendrá que pagar el grueso de las deudas que estamos acumulando para pagar los paquetes de asistencia del gobierno. Más allá de los lazos familiares, la base moral de esta petición no es obvia. Por un lado, hemos pedido mucho a la gente joven, sin demostrar realmente la utilidad de estas políticas. Por otro lado, cuando las generaciones más jóvenes hacen demandas a las generaciones más viejas —por ejemplo, sobre el cambio climático y la futura salud del planeta— da la impresión de que a las personas mayores que están en el poder les cuesta aceptarlas. Después de pedir a los jóvenes que hagan tanto por los ancianos durante esta crisis, quizás deberíamos darles algo a cambio.

He discutido la prohibición de correr con mis amigos, buscando una indignación cómplice, y me ha sorprendido descubrir que varios están de acuerdo con ella. ¿Sobre qué base?, me pregunto. No hay fundamento científico para afirmar que la gente propaga el virus simplemente por ir a correr o caminar.

La ética de cómo priorizar ciertas vidas sobre otras, y sobre qué base, va más allá de encontrar criterios justificables sobre la forma en que se asignan los escasos recursos sanitarios. Una de las repercusiones muy palpables, aunque poco reconocida, de la pandemia de covid-19 es el cierre casi total de la industria de los ensayos clínicos, a medida que los hospitales llegan a su capacidad máxima y los laboratorios se movilizan para encontrar y agilizar la creación de nuevos medicamentos para inocular y tratar el covid-19. Para las personas que tienen otras enfermedades que amenazan sus vidas, y que han agotado sus opciones de tratamiento, el cierre de la industria de ensayos clínicos es un desastre. Entrar en un ensayo para un medicamento “experimental” o “en investigación” podría ser su mejor oportunidad de llevar una vida soportable, o simplemente de tener una vida. Una querida amiga en Estados Unidos, que tiene cáncer de mama metastásico en fase 4, ha estado en un ensayo durante más de un año. Ahora la pandemia le ha hecho imposible visitar el hospital de investigación donde se está llevando a cabo el ensayo, porque sería demasiado vulnerable si contrae covid-19.

Otra “víctima” de la crisis es el atraso o la cancelación de los programas rutinarios de inmunización infantil en países de todo el mundo, mientras los gobiernos intentan detener la propagación de la enfermedad. Como madre de un bebé, quiero que mi hijo sea vacunado contra el sarampión, la rubéola, la polio y la gran cantidad de enfermedades infecciosas que son una amenaza tangible para un recién nacido. Puede haber justificaciones para dar prioridad a las personas que sufren de covid-19, sin embargo, como sociedad necesitamos al menos tener una conversación honesta sobre el precio humano que estamos pagando por esto.

Al momento de escribir este artículo, estas son las cosas que puedo hacer: ir a la farmacia o al almacén, siempre y cuando vaya sola y lleve una mascarilla (obligatorias ahora en Forlì); llevar a mis hijos a dar un paseo por los alrededores de mi casa; y pasear un perro, si lo tuviera. No puedo salir a correr, mi forma preferida de ejercicio, lo que fue prohibido por la creciente presión de la sociedad y de los medios de comunicación. Una amiga que vive sola en Milán, y que también es corredora, me dijo que la gente había empezado a gritar insultos desde sus balcones a quienes salían a correr incluso antes de que la prohibición entrara en vigor; más preocupante aun es que están apareciendo noticias de ataques a corredores en todo el mundo.

Los vecinos se han convertido en vigilantes, asumiendo la responsabilidad de hacer respetar la ley. La gente busca un chivo expiatorio, alguien a quien culpar, como se ha hecho en pandemias anteriores. El escritor italiano del siglo XIX Alessandro Manzoni exploró el fenómeno en su novela Los novios (1827), ambientada durante un brote de la peste en Lombardía en 1630: una muchedumbre cree que unos jóvenes franceses, a los que encuentra tocando una cortina y unos bancos dentro de la catedral de Milán, estaban propagando deliberadamente la enfermedad, por lo que la gente se vuelve violenta y comienza a sospechar de todos los extranjeros.

Cuando he discutido la prohibición de correr con mis amigos, buscando una indignación cómplice, me ha sorprendido descubrir que varios están de acuerdo con ella. ¿Sobre qué base?, me pregunto. No hay fundamento científico para afirmar que la gente propaga el virus simplemente por ir a correr o caminar. ¿No es una restricción injustificada de la libertad básica de las personas? Según la mayoría de los estudiosos de la salud pública y la ética, lo sería. Tener acceso al exterior ayuda a aliviar la presión en una situación que es extremadamente agotadora sicológicamente, y las políticas de salud pública deberían tener en cuenta las implicancias del encierro en la salud mental de sus ciudadanos. Sin embargo, mis amigos tuvieron respuestas llamativamente similares: nos quedamos en casa por respeto a los médicos y enfermeras de la primera línea; estamos todos juntos en esto; estamos sacrificando nuestra libertad individual por el bien público; tenemos que mostrar respeto. Salir a correr o a caminar es una falta de respeto, dicen.

Sigo sin estar convencida. La mayoría de los países permiten (o fomentan) al menos una corrida o paseo diario durante el confinamiento. Desde el punto de vista de la salud pública, la prohibición italiana está muy por debajo del criterio de proporcionalidad y carece de pruebas sustantivas para realizar una intervención de salud pública en el contexto del brote de una enfermedad infecciosa. En definitiva, ¿voy a salir a correr? No lo haré. No porque esté de acuerdo con la prohibición, sino porque la experiencia quedaría arruinada al saber que alguien podría denunciarme a la policía.

Me encuentro en la posición privilegiada de estar aislada con mi familia, con acceso a un jardín. Imagino que le contaré a mi hijo menor cómo pasamos los primeros meses de su vida. El mundo que mis hijos van a heredar tendrá una textura social muy diferente a la de mi infancia, cuando jugaba sin supervisión en los callejones empedrados de Forlì. La pandemia de covid-19 se convertirá en un hiato en nuestras vidas, un tiempo que marcará un “antes” y un “después”. ¿Recuerdas cuando íbamos a los cafés y leíamos el diario comunal?, podríamos decir. Oh sí, antes del coronavirus. ¿Y después? Aún es demasiado pronto para hacer predicciones sólidas. Solo espero que no sea una sociedad en la que todos llevemos mascarillas, tomemos nuestros expresos a una distancia educada, hablando por video con familiares y amigos lejanos.

 

Este ensayo fue publicado en Aeon (https://aeon.co) el 27 de abril de 2020. Traducción: Virginia Moreno.

Relacionados

Bruno Latour: sherpa del antropoceno

por Yuri Carvajal y Tuillang Yuing

Un neoyorquino en Kansas

por Guillermo Machuca