Sobre plantas, ciudades y casas

Parece que durante la pandemia el filósofo Emanuele Coccia ha estado en todas partes: haciendo un seminario en Zoom desde su casa en París, otros en vivo en el Museo Reina Sofía de Madrid; dando entrevistas en revistas y filmando un video en un bosque para la fundación Cartier como parte de la exhibición Trees. Ahora está trabajando en un libro sobre cómo reimaginar la casa y la vivienda, que se publicará en italiano durante el verano europeo. La atmósfera, el habitar y el contenido de los espacios ya los discutió desde la perspectiva de la naturaleza en su texto seminal: La vida de las plantas: una metafísica de la mixtura.

por Lucía Vodanovic I 5 Enero 2022

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En las ciudades se consideran baratijas fatuas de decoración urbana; en la filosofía, una herida en el esnobismo metafísico; en el conocimiento, un accidente colorido que solo puede reinar en los márgenes. Estos son algunos de los juicios con los que el filósofo italiano Emanuele Coccia arranca el prólogo de su influyente libro La vida de las plantas: una metafísica de la mixtura, donde propone que las plantas no son el “contenido” del jardín, sino los jardineros que producen posibilidades de vida, rechazando la tradición filosófica que las ignora como algo sin moral ni personalidad.

Coccia es prolífico: además de sus libros y clases de filosofía, da charlas sobre ropa, publicidad, sexo (de plan­tas y de humanos), estética; escribe sobre exhibiciones de arte —muchas— y abre su Instagram con una frase acerca de la elegancia como “una cuestión moral”. Ahora último está principalmente ocupado en escribir sobre arquitectura. Fue alumno del filósofo italiano Giorgio Agamben —con quien además coeditó una antología sobre ángeles en las tradiciones cristiana, judaica e islámica— y hoy hace clases en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, pero su formación es poco convencional: los años de colegio secundario los pasó en una escuela agrícola, donde tuvo una educación técnica en botánica, química, entomología y jardines. Su interés en las plantas es más que el producto de esa experiencia; dice que por siglos la botánica se ha visto como inferior a otras disciplinas y que nos hemos acostumbrado a preguntar qué es la vida desde los animales, tal vez porque es más fácil identificarse con ellos. Ahora, durante las últimas décadas, la filosofía ha empezado a usar a las plantas como una empresa de comprensión, a interrogar desde ellas qué significa estar vivo y a plantear una idea diferente de la inteligencia, la sensibilidad y el conocimiento. La inteligencia existe en todos los seres vivos, no solo en los animales que han logrado (“decidido”, dice) desarrollar un cerebro.

Pero su trabajo hace escasa referencia a la creciente literatura de este “retorno a las plantas” en la filosofía, desde Michael Marder y sus libros Plant Thinking y The Philosopher’s Plant, hasta Plants as Persons de Matthew Hall, o el popular How Forests Think de Eduardo Kohn. Los textos de Coccia celebran otra tradición, la de los estudios botánicos de Agnes Arber, Francis Hallé, Karl Niklas y Natasha Myers; admiran la “obra maestra” de Anna Lowenhaupt Tsing llamada The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins (centrado, de hecho, en un hongo). Asimismo, son libros que declaran su deuda con una serie de tex­tos que circulan en ámbitos académicos estrechos y periódicos de biología, educación y ecología feminista. Esta fiesta de referencias a menudo retorna al trabajo de Lynn Margulis, la conocida bióloga americana que usó el concepto de simbiosis para hablar de una posible solidaridad y colaboración entre microorganismos, en contraste con la narrativa de la permanente hostilidad del reino animal. Para Coccia, las plantas son los seres que más cooperan, ya que no tienen que matar a otros para sobrevivir; pueden subsistir con CO2, agua y energía del sol. “Una planta no es competitiva, no necesita depredar para vivir. Este mecanismo de generosidad define a las plantas mucho más que a los animales”.

La deuda de Coccia con Lynn Margulis está en uno de los argumentos fundamentales de La vida de las plantas, hasta ahora el libro esencial de su obra. Lo que llamamos “atmósfera” no preexiste ni está separado, sino que se define como la constante producción de vida. En esa vida el concepto maestro es el de inmersión, una interpenetración total entre el sujeto y el ambiente que, según Coccia, es algo sencillo de entender si pen­samos, por ejemplo, en la experiencia que tenemos al escuchar música. El mundo lo concibe no como una serie de objetos, sino como flujos variados que nos penetran y que nosotros también penetramos. Lo que llamamos “vida” es el intercambio recíproco entre los seres vivos y su ambiente, una proyección mutua. Aunque su libro usa el lenguaje de la biología, Coccia arroja términos como “habitación”, “contenido”, “espacio” y “diseño” para describir esa inmersión y lo que llama “el arte de la mixtura”.

Para repensar la casa necesitamos una nueva educación sentimental, entender mejor los afectos y nuestra existencia con otros y después diseñar la habitación y la ciudad basadas en ese entendimiento. Para él, la pandemia nos ha demostrado que vivir solos es una estupidez gigante; ese estar solos es también la razón de por qué la vida en la ciudad —jugar fútbol en la plaza, hacer pícnic en jardines públicos— cada día se tolera menos.

Algunas de estas ideas también se encuentran, con un énfasis diferente, en el libro más reciente de Coccia: Métamorphoses, publicado en francés por Ri­vages. Partiendo desde el ejemplo que nos resulta más fami­liar —una oruga que se transforma en mariposa, dos cuerpos que en realidad tienen poco en común (uno se pasa su existencia comiendo, el otro apareándose; uno vive en la tierra y el otro en el aire)—, Coccia argumenta que la vida no puede ser reducida a una identidad delimitada por un contexto. La vida que nos anima ha animado antes a otras. Existe una continuidad entre distintas formas de ser (bacteria, virus, hongos, plantas, animales); la vida es simplemente este constante adoptar distintos cuerpos para existir de va­rios modos que siempre se siguen creando.

Los trazos de pensamien­to feminista son evidentes en este argumento, que propone la colaboración y el cuidado como los aspectos fundamen­tales de nuestra existencia. En una entrevista reciente con la revista de arquitectura Domus, Coccia recurre a estas ideas feministas para pensar la casa como el espacio donde vivimos en esta inmersión de afectos y de objetos. Según él, la casa, como la habitamos hoy, es un espacio obsoleto, definido por una moral bur­guesa del siglo XIX que, al estar basada en el matrimonio y su espacio individual, ve como patriarcal y violenta; el padre, la madre, los hijos… una forma de vida que ahora es mucho más compleja que eso. La casa es nuestra inver­sión en un pequeño pedazo del mundo donde se supone que vamos a encontrar la felicidad. Para repensar la casa necesitamos una nueva educación sentimental, entender mejor los afectos y nuestra existencia con otros y después diseñar la habitación y la ciudad basadas en ese entendimiento. Para él, la pandemia nos ha demostrado que vivir solos es una estupidez gigante; ese estar solos es también la razón de por qué la vida en la ciudad —jugar fútbol en la plaza, hacer pícnic en jardines públicos— cada día se tolera menos: “La ciudad es el lugar del progreso, de la humanidad, la civilización; y luego están los bosques, etcétera. Y eso es algo muy peligroso, porque el bosque, que viene del latín foris y que significa ‘al exterior de’, entonces se convierte en una especie de campo de refugiados no humanos. Lo que hay que hacer es construir ciudades más allá de la oposición entre el mineral, la piedra y la naturaleza, entre el hombre y la naturaleza. Y en este sentido, la comunicación entre distintas formas de vida puede ser más normal de lo que es hoy en día”.

La pregunta fundamental pospandemia, dice Coccia, es por qué vivimos tan lejos de nuestros amigos: “En esta pandemia nos hemos dado cuenta de que nuestras casas se construyeron siguiendo un modelo antiguo de pri­vacidad familiar y en don­de no cabía, por ejemplo, la amistad. Por eso muchas personas han pasado el confinamiento a solas. Y por eso tenemos que re­diseñar las casas, no en el sentido de que sean de otra forma arquitectónica, sino que tenemos que repensar nuestros modelos de cohabitación. Tenemos que implementar cómo podemos vivir cerca de nuestros amigos. Eso es lo que tiene que cambiar”.

El sentido tradicional de “preservar” la natura­leza (o las ciudades) no es parte del proyecto filosófico de Coccia. Al rechazar la contención de las plantas en lugares encerrados den­tro de una ciudad, como los museos de ciencia, bo­tánica o historia natural, rechaza también la idea de que la naturaleza es algo allá afuera, separado de nosotros y que hay que ir a mirar al campo. La naturaleza no se “guarda” ni congela en el momento en que la miramos; está siempre haciéndose a sí misma. Tampoco hay una “casa” en lo natural (en una reciente entrevista con la revista ARQ hizo una crítica a la idea de la ecología de que cada especie tiene su lugar, “predicando una cuarentena de por vida para cada espacio viviente”). El mundo es el espacio donde seres humanos y no humanos se juntan para crear formas que todavía no existen y las ciudades son espacios ocupados por una multiplicidad de especies. Las plantas son su propia vanguardia, los agentes que producen e imaginan la vida y sus posibilidades de existencia.

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