Pensar, comer, escribir, cocinar

Dado que la filosofía ha mostrado siempre una cierta reticencia, un cierto pudor, al momento de hablar sobre comer, este ensayo de Valeria Campos se inscribe noblemente en la veta de renovación de los estudios filosóficos. Es verdad: cuesta imaginar a Simone de Beauvoir cortando un croque-monsieur mientras elabora un complejo argumento sobre qué puede querer decir ser mujer. O a Sartre pensando el compromiso político del escritor mientras se las ingenia para no manchar su cuaderno con la mantequilla de un croissant. Pero todo eso tuvo que haber sucedido. Este libro invita a reflexionar hasta qué punto nuestros hábitos alimenticios, nuestras formas de cocinar, de compartir la comida, juegan un rol fundamental en la manera en que concebimos el mundo y sus relaciones.

por Luis Felipe Alarcón I 15 Mayo 2024

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En un libro puede caber todo. Aristóteles, Freud, un pisco sour (no se sabe si peruano o chileno), Platón, Derrida, Hegel, una pieza sashimi, una cazuela, un antiguo tratado culinario, Juan Pablo II o Gastón Acurio. pensar/comer de Valeria Campos Salvaterra es la prueba.

Distribuido en tres capítulos, o servido en tres tiempos, el libro comienza con un pormenorizado catastro de las formas en las que la filosofía se ha referido (la mayoría de las veces para evitar hacerlo) a eso que todos necesariamente hacemos: comer. Aristóteles, Platón, Hegel, Kant o Foucault son convocados. La cuestión se desplaza luego hacia la formas en que la gastronomía —“la ley del estómago”, precisa Valeria Campos— ha sido considerada, valorada incluso, como un objeto del pensamiento. Es aquí donde vemos aparecer los nombres de Nietzsche, Feuerbach o Brillat-Savarin. El tercer capítulo, el más propositivo, el más audaz, explora la posibilidad de fundar una nueva relación entre comunidad y comensalidad. Encontramos allí el verdadero corazón, la tesis del libro entero: “Que la protoforma o las estructuras y dinámicas fundamentales de lo que nosotros llamamos comunidad son las mismas y probablemente provienen de aquellas estructuras y dinámicas de lo que llamamos comensalidad, es decir, de la práctica —estable y permanente— de comer juntos”.

La tesis es fuerte, la tarea es ardua. Y es que es cierto que la filosofía ha mostrado siempre una cierta reticencia, un cierto pudor, al momento de hablar sobre comer. Un ejemplo banal, escogido casi al azar, puede bastar. Rápidamente asociamos la filosofía, o en todo caso a un cierto tipo de filosofía, la existencialista, con los cafés. Es fácil, e incluso un cliché, figurarse a Jean-Paul Sartre o a Simone de Beauvoir rumiando sus ideas en un café del París de posguerra. Juntos, o cada uno por separado, frente a una pequeña taza de café, en una mano el cigarro, en la otra la pluma, formulando las ideas más profundas sobre el lugar del ser humano en el universo.

Cuesta más, hay que reconocerlo, imaginar a Simone de Beauvoir cortando un croque-monsieur mientras elabora un complejo argumento sobre qué puede querer decir ser mujer. O a Sartre pensando el compromiso político del escritor mientras se las ingenia para no manchar su cuaderno con la mantequilla de un croissant. Pero todo eso, ciertamente, tuvo que haber sucedido. Hay ideas que vienen comiendo un italiano en una fuente de soda, otras sofriendo cebolla en la casa de un amigo. Nada de eso le es indiferente al pensamiento y habría que pensar, a eso nos invita este libro, hasta qué punto nuestros hábitos alimenticios, nuestras formas de cocinar, de comer, de compartir la comida, juegan un rol fundamental en la manera en que concebimos el mundo y sus relaciones.

Fuera de anécdotas (y hay tantas, desde las borracheras de la época clásica —El banquete no se llama así por nada— hasta el aparente amor de Žižek por los hot dogs […]), algo fundamental surge en este libro. ¿Qué pasa si descubrimos que lo fundamental de los lazos, los que une, nos acerca y nos distancia, no es la filialidad sino la comensalidad? ¿Qué pasa, qué nos pasa, si aceptamos que ‘comer juntos es la forma primitiva, básica o estructural de la comunidad’?

Fuera de anécdotas (y hay tantas, desde las borracheras de la época clásica —El banquete no se llama así por nada— hasta el aparente amor de Žižek por los hot dogs, pasando por el desprecio de Rousseau hacia la comida inglesa), algo fundamental surge en este libro. ¿Qué pasa si descubrimos que lo fundamental de los lazos, los que une, nos acerca y nos distancia, no es la filialidad sino la comensalidad? ¿Qué pasa, qué nos pasa, si aceptamos que “comer juntos es la forma primitiva, básica o estructural de la comunidad”?

Pasa al mismo tiempo mucho y no tanto. Mucho, porque el fundamento mismo de las relaciones cambia. No tanto, porque, como se señala de manera explícita en pensar/comer, la escena la conocemos: sustituir “la lógica de la filiación por la lógica de la comensalidad” es repetir en parte el gesto paulino de la Nueva Alianza con el pueblo cristiano. De ahí el misterioso lugar que ocupa la eucaristía en el libro. En efecto, la “lógica de la comensalidad” que se propone, y que consiste en pensar que esta es anterior a la filiación, es decir, que “la familia es un derivado, un efecto de la comensalidad”, no solo sería pensable sino “que ha sido pensada y es del todo fundante para Occidente”. La fórmula, la escena, dice Valeria Campos, “la encontramos ya en una de las escenas más importantes del cristianismo: la última cena, replicada como liturgia en el momento de la eucaristía”. No se trataría ya entonces de un pueblo elegido, vinculado por el linaje, sino una comunidad fundada en el gesto de compartir el pan y el vino (que es, y en esto insiste Campos, también comerse a Cristo).

Pero no todo es tan grave, tan cristiano o tan crístico. El libro cierra con una reflexión sobre la relación entre la gastronomía, ahora en sentido moderno, y la nacionalidad. Puestos a decidir adónde ir a comer, si se da el caso, pensamos siempre en “nacionalidades”: peruana, india, thai, china o “tradicional chilena”. Hacemos, a pesar de nuestros esfuerzos críticos, como si la comida reflejara un cierto espíritu, una cierta identidad. Pero eso es, y Valeria Campos lo muestra bien, volver a poner la lógica de la filiación en el centro. No hay algo así como una alma nacional que se concretice en una comida en particular. Lo que cuenta es la comensalidad, que es ante todo una práctica y no una manera de ser ya dada, reproducida, heredada.

Cabría preguntarse, de todos modos, por qué la dupla escogida es “pensar” y “comer”, y no, por ejemplo, “cocinar” y “escribir”. Emulando torpemente a Brecht, uno podría preguntarse quién hizo el pan, quién elaboró el vino que Cristo repartió. Quién cocina, no quién come, podría ser lo fundamental. Quién escribe, y no quién piensa, podría ser clave. Todo es cuestión, como siempre, de gusto, de énfasis, de afinidades. Lo cierto es que este libro, que invita a reflexionar no menos que a escribir, a comer no menos que a cocinar, se inscribe noblemente en la veta de una renovación de los estudios filosóficos. En una biblioteca, podría tranquilamente ubicarse junto a El armario de los filósofos, de Ángel Octavio Álvarez Solis, otro empeño por pensar eso que ha quedado siempre fuera del pensamiento: lo cotidiano, lo que nos permite pensar, escribir, seguir vivos.

 


pensar/comer. Una aproximación filosófica a la alimentación, Valeria Campos Salvaterra, Herder, 2023, 228 páginas, $20.000.

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