La historia de la filosofía chilena hasta 1973 revela una constante preocupación y muchas veces tensión entre formas diferentes de abordar los grandes temas nacionales, tales como los fines de la política y la educación. Se trataba, sin duda, de una filosofía y de unos intelectuales “situados”, por usar la expresión del poeta Enrique Lihn. Jorge Millas, Humberto Giannini o Juan Rivano tenían una relevancia que hoy es difícil de encontrar, salvo en muy contadas excepciones. ¿Qué pasó? Después de medio siglo, ¿qué queda de esa tradición? ¿Es algo reversible o su recuperación siquiera deseable? En este ensayo, el autor retrata, a partir de su memoria, el mundo filosófico universitario del que fue testigo poco antes y poco después del golpe militar.
por Iván Jaksić I 14 Septiembre 2023
Egresé de la Escuela Industrial de Puente Alto en 1969. Mi promoción fue de las primeras en acceder a las carreras universitarias no tecnológicas. Era una época de profundos cambios educacionales que buscaban democratizar el ingreso a la educación terciaria, sobre todo en la Universidad de Chile. Tanto la Casa de Bello como su legendario Instituto Pedagógico habían experimentado cambios importantes a raíz de la reforma universitaria de 1968. Cuando ingresé a Filosofía en el Pedagógico seguían vivos los conflictos relacionados con ella, y de hecho marcaron la vida universitaria durante los años de la Unidad Popular.
Estudiar en el Pedagógico en esos años significaba ingresar a un mundo de ideas y perspectivas que se perfilaban y enfrentaban diariamente en clases, asambleas o recreos. Para muchos, ese ambiente de efervescencia resultaba insoportable. Varios profesores abandonaron el Instituto para desempeñarse en otras sedes de la universidad, buscando una tranquilidad académica que se fue volviendo cada vez más precaria. Para quienes permanecían en el Pedagógico, el problema central era si la autonomía universitaria (sobre todo a nivel departamental) significaba un control académico del currículo de acuerdo con estándares disciplinarios o si los imperativos del cambio social hacían indispensable un compromiso de la universidad con el gobierno de la Unidad Popular.
Durante los años de la reforma universitaria se instaló una polarización política que dividió a la universidad de la misma forma en que se enfrentó el país. Una postura crítica se había esbozado para superar esta división, al menos dentro de la institución, pero se vio sobrepasada por el antagonismo ideológico. El currículo de Filosofía, argüían las fuerzas de izquierda, debía reflejar y aportar al proceso de transformaciones sociales; tenía que incorporar el materialismo dialéctico como instrumento de análisis social y, también, enseñar el marxismo como fuente para impulsar los cambios necesarios a nivel global. La reacción de los críticos, amparados por los principios de la reforma, fue la de resistir los cambios curriculares, lo que derivó en frecuentes enfrentamientos, algunos meramente propagandísticos y otros más violentos, como tomas y desalojos.
Dada la polarización política del país, un movimiento que se manifestaba crítico de la ideologización resultaba blanco fácil para la prensa partidista (cabe recordar que algunos diarios y revistas eran órganos de los partidos). Era común en ese periodo escuchar que Filosofía en el Pedagógico era un nido de drogadictos, transgresores variopintos, agitadores profesionales, agentes de la CIA y anarquistas. Penosamente, algunos de esos estereotipos reaparecen de cuando en cuando. Se suponía (y aún se piensa) que radicaba allí un grupo sectario, con un grado formidable de cohesión, al que los partidos de derecha consideraban de extrema izquierda y, a su vez, los de izquierda consideraban de extrema derecha. La caricatura resultante ha hecho difícil rescatar los aspectos intelectuales y filosóficos de la oposición al maniqueísmo político que imperaba en esos años. La reforma de 1968 politizó a las universidades, pero también introdujo importantes cambios institucionales que permitieron una más amplia gama de discusiones intelectuales y filosóficas a nivel de seminarios y publicaciones.
Durante la década de 1950 y hasta la reforma, la filosofía era una disciplina altamente especializada, si bien con un sesgo hacia escuelas y autores en los que predominaba la fenomenología, la obra de Ortega y Gasset y el pensamiento de Heidegger. La apertura, posibilitada por la reforma, abrió otros horizontes, pero en un ambiente crecientemente ideologizado. Algunos académicos, como se ha mencionado, simplemente se trasladaron a otras sedes o incluso salieron del país. Otros presionaron para que la disciplina se sumara a las transformaciones revolucionarias. Los que no estaban ni de uno ni de otro lado, cultivaron el estudio de pensadores críticos que no encajaban en un esquema puramente academicista o en uno comprometido. Resultaba escandaloso para los primeros estudiar a Arthur Koestler, Sigmund Freud, Norman Brown, Herbert Marcuse o Marshall McLuhan, mientras que para los segundos era una herejía considerar a autores que miraban a la sociedad y al individuo desde una perspectiva no marxista (ortodoxamente marxista, mejor dicho).
En este contexto, el estudio de Marcuse o McLuhan no se consideraba genuinamente filosófico. Estos autores no pretendían ser filósofos, pero sus ideas tenían un impacto en la disciplina. Hablaban, es cierto, de revoluciones tecnológicas que nosotros estábamos todavía muy lejos de vivir. Pero no era ese el tenor del rechazo. Se desautorizaba a estos autores por no ser compatibles con el canon prevalente, o lo que resultaba de interés o instrumentalización política inmediata. Lo que decía Marcuse, y sobre todo McLuhan, era que las transformaciones sociales estaban directamente relacionadas con el cambio material —y no con programas ideológicos. El cambio tecnológico, por ejemplo, proporcionaba una perspectiva de las transformaciones políticas, económicas y culturales a nivel global. Pero en Chile se alimentaba un clima ideologizado que veía el ejercicio intelectual crítico como una amenaza.
Los principales filósofos del momento, como Jorge Millas, Humberto Giannini y Juan Rivano, entendían claramente lo que estaba en juego y recurrieron a la tradición filosófica para superar las pugnas ideológicas de la época. Millas se opuso a la reforma universitaria, pero, sobre todo, a la instalación de la política de masas en la educación universitaria. Identificaba a la universidad como la expresión institucional de la razón, en la que cabía el debate, pero no la ideología. Quizás la obra más importante en este período es Idea de la filosofía, publicada en dos tomos en 1970 —sin duda, se trata de los ensayos mayores de nuestra cultura de todos los tiempos—. Es un libro erudito, con un lenguaje filosófico sofisticado, pero en el que late un sentido de la responsabilidad hacia la sociedad: un afán de orientar, de dar pautas intelectuales para superar la estrechez de las consignas. Millas se manifestó esperanzado cuando el golpe militar frenó violentamente la actividad política, pero a corto andar, en 1976, declaró que la “universidad vigilada” de la dictadura no era mejor que la “universidad comprometida” de la Unidad Popular. Desde entonces sufrió el acoso de las autoridades, lo que le condujo a la misma esfera política que antes había condenado. Una de sus últimas apariciones públicas fue en un acto masivo en el Teatro Caupolicán, para oponerse al plebiscito de 1980. Nadie ha descrito mejor al Millas de estos años que Humberto Giannini: “Fue empujado por los hechos a los primeros planos de la vida nacional y en un momento tuvo que levantar la voz a nombre de los miles de seres silenciosos que no nos atrevíamos a hablar. Y el ejercicio honesto de este derecho le valió no ya la desconfianza, sino una guerra sistemática y demoledora”.
Giannini mismo tuvo una experiencia similar: no vio con buenos ojos la politización de la universidad durante el periodo de la reforma, pero el golpe militar lo sacudió personal e intelectualmente. Ayudó en lo que pudo a sus colegas perseguidos, como Armando Cassigoli, y posteriormente formó parte de la Comisión Chilena de Derechos Humanos. Fue de los primeros en rescatar aquel mundo de ideas y debates filosóficos que había sido tan caricaturizado por diferentes ideologías políticas. En Desde las palabras (1981) mencionó las discusiones, a veces bastante especializadas, que tuvieron lugar poco antes del Golpe. Con algo de nostalgia, recordó un debate con Juan Rivano sobre la llamada prueba ontológica de San Anselmo: “Hoy, a tantos años de distancia, quisiera hacer algunas consideraciones más acuciosas sobre el tema. Vaya esto también como un homenaje a una época muy intensa, rica, difícil, de nuestra vida universitaria”, es decir, el debate público sobre temas de contenido filosófico.
Sobre Juan Rivano se ha escrito menos que sobre Millas y Giannini, y debieron pasar décadas antes de que su obra se publicara en Chile en editoriales de prestigio. Sin embargo, fue desde un principio un filósofo motivado por la vinculación de la filosofía con el acontecer público. En los años previos al Golpe fue crítico tanto de la intervención política partidista en las universidades, como de la renuencia o incapacidad de la disciplina para abordar los temas que salían de los estrechos límites académicos. En Pasión según Judas (1972), Rivano trasladó los ejes narrativos centrales de la Pasión al Chile de la reforma universitaria, es decir, el destino de una posición crítica y contestataria en un ambiente político polarizado e intolerante. En Filosofía en dilemas, también de 1972, esbozó la crítica de aquellas filosofías de la historia que, en su afán por sistematizar teóricamente un mundo azaroso, fracasaban en aterrizar la filosofía en la realidad cotidiana. Su obra fue truncada por el Golpe, la prisión y el exilio; gran parte aún permanece inédita.
Los filósofos chilenos mencionados, entre otros, eran todavía parte de una tradición que se remonta a los orígenes de la República y que respondía a las inquietudes nacionales. Desarrollaron los instrumentos analíticos y una impronta de responsabilidad frente a un amplio público que los reconocía como referentes. El golpe militar cercenó esta tradición, al punto de que la filosofía ha dejado de ser un referente intelectual, traspasándose esa responsabilidad a otras áreas del conocimiento o al mundo de la opinión periodística. No sabemos si existe un zurcidor hábil que pueda reconstituir las hebras de la tradición filosófica chilena o si nos encontramos ante un proceso de fragmentación en donde las partes ya no suman un todo.
Imagen: De izquierda a derecha: Jorge Millas, Humberto Giannini y Juan Rivano.