A partir de la importancia que tiene en los procesos judiciales el hecho de que el autor o la autora de un crimen rompa el silencio y confiese, la filósofa analiza una frase de Twitter emitida por el diputado Cristóbal Urruticoechea como argumento para derogar la ley de aborto: “Una mujer que ha sido violada y aborta, no se desviola”. Desde luego, “esta frase no dice nada falso”, apunta la autora en este ensayo, si bien algo en su coherencia lógica la hace violenta. ¿Pero cómo detenerse a pensar en medio del tráfago de información y opiniones que circulan en todo momento por las redes? Más aún: ¿cómo no convertirnos en piedra y cuestionar aquellos dichos cuya lógica podría terminar instalando el mal de forma inquebrantable? El problema con el despliegue de una lógica (los autoritarismos son prueba de ello) es que no hay rostros, no hay hechos.
por Aïcha Liviana Messina I 22 Marzo 2023
El libro Juicios finales, de Joseph Kessel, relata los procesos judiciales de Pétain, Núremberg y Eichmann. Los juicios toman tiempo; convocan burocracia, archivos, investigación. Pero el foco no está solo en la jueza o el juez, que debieran juzgar de manera imparcial, fría, sin rostro humano. En un proceso circulan palabras, argumentos y, por ende, relaciones de fuerza, que hacen del juicio una maquinaria. Si bien sabemos que un juicio descansa en gran parte sobre el poder impersonal de la argumentación, esperamos algo del o de la imputada. Esperamos que, de una forma u otra, reconozca una falta. Esta espera es común, tácita, incluso inconsciente, pero crucial. Cuando en un juicio el silencio de la persona imputada no se rompe, lo que ocurre no es tanto que no haya remordimiento y, por lo tanto, una forma personal de relacionarse con el mal, sino que la comunidad entera queda vinculada con el carácter inexplicable de ese mal, con algo que lo mantiene fuera del lenguaje, como si, en definitiva, el mal fuera superior, inquebrantable.
En los anexos a su reporte del juicio de Núremberg, Kessel describe este desplazamiento del foco y el quiebre de los imputados. Durante una de las audiencias, narrada en el capítulo “Cine”, se proyectan imágenes de los campos, de los cuerpos reducidos a huesos, vivos y muertos. La luz está en las imágenes proyectadas en la pantalla, pero de repente se ilumina el rostro de los imputados, poco a poco modificado por este “espectáculo”. En este momento, el “Cine” ya no está confinado a la pantalla; no es un elemento de prueba en el juicio, sino que se hace parte del escenario, del proceso. Según el testimonio de Kessel, las “mandíbulas lívidas” de Goering se rompen, Keitel cubre su rostro con sus manos, el miedo desfigura la cara de Streicher. Kessel termina así su relato de los juicios de Núremberg: “Y todos nosotros quienes, con un nudo en la garganta, asistíamos en la sombra a este espectáculo, sentíamos que éramos testigos de un instante único en el tiempo de permanencia de los hombres”.
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Semanas atrás, una frase que circuló en Twitter me hizo pensar en este periodo de la historia en el que el “mal” se instala como una fuerza inquebrantable. La frase, pronunciada por Cristóbal Urruticoechea —diputado del Partido Republicano— con el fin de derogar la ley de aborto, era: “Una mujer que ha sido violada y aborta, no se desviola”.
Esta frase no dice nada falso. Aun así, justamente su coherencia lógica, su evidencia, la hace brutal. La capacidad lógica, lo sabemos, empodera a los interlocutores. Es más, la capacidad lógica da lugar a un razonamiento solitario. Por lo tanto, con la simple evidencia de la lógica, es posible aplastar, ignorar e instalarse un cierto modo de ser brutal. Basta muy poco, un conjunto de palabras articuladas a la perfección, para que un rostro se vuelva inmune a los hechos, para que se instale esto que Simone Weil llama la “fuerza” que trasforma a los seres humanos en piedra. Lo que hace que el mal se instale de forma inquebrantable no es la existencia de seres malignos, sino la perfección de la lógica subyacente a sus acciones.
El argumento del diputado es lógico. Y es violento de una manera doble. No solo hace perder de vista los hechos —la violación—, sino la lógica desde la cual estos ocurren y la violencia con la que se producen. En la gran mayoría de los casos, una violación no puede ser ni denunciada ni reconocida (incluso por quien la padece). Esto sucede por el modo en que los patrones culturales y las estructuras sociales codifican ciertas relaciones y por el carácter intrínsecamente secreto de la sexualidad. Ya sea porque no es posible comprobar un no-consentimiento, o bien porque no es posible rastrear las huellas de una violación, o porque las relaciones de poder hacen imposible ponerle palabras al daño, o porque una violación se hace pasar por un acto consensuado. La violencia de la violación es inseparable de esta lógica que la hace indiscernible, imposible de denunciar e incluso de formular. De alguna manera, la lógica de la violación es que ocurre en la negación de su ocurrencia. La violencia no se reduce a un hecho que podría ser deshecho, como se insinúa cuando se habla de “desviolar”. En su lógica, la frase del diputado se vuelve inmune a los hechos y a la lógica misma bajo la cual la violencia se hace indiscernible.
En la sección “Ideología y terror” de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt define la ideología no como la aplicación de una idea, sino como el despliegue de su lógica. La idea de una raza superior no tiene ninguna cabida sin una lógica de la destrucción. El proyecto de exterminio de los judíos es radical: no debía solo hacer desaparecer a los judíos, sino también destruir toda huella de su destrucción, haciendo incluso de los judíos los obreros de su propia muerte. No se buscó solo matar, sino hacer desaparecer de la memoria humana la huella de una civilización. En este sentido, la ideología nazi es el despliegue de la lógica de una destrucción de la destrucción, es decir, de una lógica cuyo efecto es deshacer todo rastro de violencia, blanquear la violencia. La idea de la superioridad de una raza no existiría sin esta lógica de destrucción de la destrucción, porque de otro modo se reconocería a la raza “inferior”, se relativizaría la superioridad de la otra supuesta raza, la única que se atribuye un lugar en la escala de valor. Lo que hacía inquebrantables a los nazis es que solo existía en ellos el despliegue de esa lógica. Cuando se despliega una lógica no hay rostros, porque no hay hechos. Probablemente, si en la audiencia relatada en “Cine” se quebraron los rostros de algunos de los más grandes criminales de la historia, es porque las imágenes mostraron el rostro de esta lógica. Se transformó en un hecho.
Ante esta prevalencia de la lógica en el despliegue de la violencia, ¿podemos decir, leyendo la frase del diputado, que estamos frente a una situación similar a la de una fuerza que se impone sin rostro?
La frase del diputado, por brutal que sea, no puede ser asimilada con la ideología nazi. No obedece a un proyecto de exterminio. Es más, asemejar una lógica con otra, haciendo que todas las violencias sean equivalentes, sería vaciar una ideología específica, en este caso el nazismo, de su violencia particular. El efecto de las identificaciones de unas violencias con otras es que finalmente la violencia se confunde con un hecho cualquiera y no con el despliegue singular de una lógica. Ahora bien, a través de la frase del diputado se construyen sujetos políticos, se instalan fuerzas, se configuran mundos, o más bien moldes para la constitución de mundos de violencia. Antes de conformar una ideología, la violencia requiere de formas, mecánicas, piezas de un ensamblaje que hacen posible su instalación.
Avanzando por este camino, podemos preguntarnos si la forma pacífica o neutral de la lógica no es lo que posibilita la instalación de regímenes políticos violentos. En Italia, por ejemplo, no es el discurso de odio el que ha hecho posible la elección de una candidata de un partido fascista, son los modos de hacer circular evidencias cuyo efecto es crear sentido común, y así, tranquilizar. Cuando Giorgia Meloni dice: “Soy Giorgia. Soy cristiana. Soy una madre”, no instala el odio; sí crea un orden semántico tan sencillo que ordena inmediatamente una sociedad. Lo complejo se discute, pero lo sencillo se instala. La mecánica del sentido es la principal arma del autoritarismo: produce silencio, individuos que ya no tienen que tomar la palabra, porque lo que habla es el sentido común, una lógica que se sostiene sola. Esta soledad y esta mecánica de la lógica hace que violencias políticas puedan instalarse y normalizarse. En la medida en que prevalece la lógica por sobre la singularidad de los hechos, quienes actúan de forma violenta solamente ejecutan un orden (lógico, semántico, social). Son así inmunes a la realidad, inquebrantables ante la violencia desplegada.
¿Vivimos entonces en un mundo próximo al fascismo o, en términos más generales, a lo que antes llamé lo inquebrantable?
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Hace unos meses terminó el juicio relativo a los atentados en la sala de concierto Le Bataclan en Francia. Salah Abdeslam, el único sobreviviente, guardó silencio los cinco años en que estuvo en la cárcel. Hablaba solamente para reiterar su fidelidad al Dios que ordenó esa masacre. Al cabo de meses y meses de juicio, pidió perdón a los familiares de las víctimas. Muchas personas replicaron que su remordimiento era falso. Sin embargo, aunque no podamos saber si se quebró el silencio que lo hacía inmune a la comunidad, por lo menos se modificó. Sea cual sea su verdadera relación con el crimen cometido, el lenguaje del acusado se desplazó desde el Dios a nombre de quien habría cometido los atentados hasta la comunidad que lo juzgaba, pero sobre todo que esperaba de él una palabra.
Esta incertidumbre relativa a la sinceridad de un imputado es estructural. Ninguna palabra es absolutamente transparente. La ficción, el ponerle color a un hecho o a un sentimiento, nos constituye y es constitutiva de los hechos. Por lo tanto, no hay un camino seguro o “puro” fuera de lo inquebrantable, fuera de lo que nos hace inmunes y mudos frente a la violencia. Lo inquebrantable no es una maldad personal; es una estructura del comportamiento. Nos constituye de forma universal. En la medida en que la lógica constituye a los seres humanos como seres racionales, lo inquebrantable es de cierta forma una condición humana. La violencia, su ejercicio ciego, no es solo una posibilidad inminente, es un tejido. Fabricamos fuerzas y somos un producto de la fuerza (de la lógica). Podemos, sin embargo, movernos dentro de esta lógica y construir contextos que permitan hacer que sean las otras personas o los otros seres, los hechos, sus singularidades, las que inspiren nuestras palabras (aunque sea para mentir) y no verdades inmutables (como el Dios de Salah Abdeslam) o evidencias lógicas (como la del diputado). No estamos nunca lejos de la fuerza, de lo inquebrantable. Es más, estamos siempre adentro, siempre vueltos “piedra”, ya que la coherencia lógica es requerida para la formación de nuestro pensamiento. Pero la palabra nos dispone también a la proximidad de los hechos. Es con ella que sentimos, que nos acercamos o nos alejamos. Gracias a ella pensar es más que un razonamiento lógico. De esta manera, si no hay salida a nuestra condición de piedras, algo hace que las piedras vacilen, que un rostro se quiebre, una mano lo sostenga, o un silencio pueda mutar en mentira.
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Este ensayo es parte del proyecto Fondecyt 1210921.