El sinólogo belga Simon Leys, quien sufriera el aislamiento por parte de la intelectualidad francesa de izquierda tras haber denunciado los horrores del régimen de Mao, escribió este ensayo a propósito de la publicación de Carnets de un viaje a China. Aunque se trata de un libro póstumo de Barthes, para Leys refleja hasta dónde puede llegar la frivolidad estética y la ausencia de compromiso de quien se maravilla por un signo, un gesto, en circunstancias de que ante sus narices se torturaba y asesinaba.
por Simon Leys I 24 Octubre 2019
En abril-mayo de 1974, Roland Barthes realizó un viaje a China con un pequeño grupo de amigos de la revista Tel Quel. Esta visita había coincidido con una purga colosal y sangrienta, desencadenada a escala de todo el país por el régimen maoísta (la siniestramente famosa “campaña de denuncia de Lin Biao y Confucio”, pi Lin pi Kong). A su regreso, Barthes publicó en Le Monde un artículo que daba una visión curiosamente jovial de esta violencia totalitaria: “Su propio nombre, en chino Pilin Pikong, tiene algo del tintineo de un alegre cascabeleo, y la campaña se compone de una serie de juegos inventados: una caricatura, un poema, un sketch de niños en el curso del cual, de repente, una chiquilla maquillada entre dos ballets atraviesa de una estocada al fantasma de Lin Biao: el Texto político (y solamente él) engendra estos pequeños happenings“.
En la época, esta lectura me trajo enseguida a la memoria un pasaje de Lu Xun, el más genial panfletario chino del siglo XX: “Nuestra tan ensalzada civilización china es solo un festín de carne humana preparado para los ricos y los poderosos, y lo que se llama China no es más que la cocina en la que se cuece a fuego lento este guiso. Quienes nos elogian solo son excusables en la medida en que no saben de qué hablan, como esos extranjeros a quienes su alta posición y su vida muelle han vuelto completamente ciegos y obtusos”.
Dos años más tarde, el artículo de Barthes se reeditó en forma de folleto de lujo para uso de bibliófilos, aumentado con un epílogo, que me inspiró la nota siguiente: “[…] En él, el señor Barthes nos explica en qué consistía la contribución original de su testimonio (que unos toscos fanáticos habían comprendido tan mal en la época): se trataba, nos dice, de explorar una nueva forma de comentario, ‘el comentario en el tono no comment’ que fuera una manera de ‘suspender su enunciación pero sin anularla’. El señor Barthes, que contaba ya con numerosos títulos para la consideración de los intelectuales, acaba tal vez de ganarse uno que le valdrá la inmortalidad, como inventor de esta categoría inaudita: el ‘discurso no asertivo, ni negador, ni neutro’, ‘las ansias de silencio en forma de discurso especial’. Gracias a este descubrimiento, cuyo verdadero alcance no nos revela de entrada, inviste de hecho –¿no os dais cuenta?– con una dignidad totalmente nueva la vieja actividad, tan injustamente desacreditada, de hablar para no decir nada. En nombre de las legiones de viejas damas que, todos los días de cinco a seis, cotorrean en los salones de té, queremos expresarle un caluroso agradecimiento. Por último (razón por la cual muchos deberán estarle sin duda de lo más reconocidos), en este mismo epílogo el señor Barthes define con audacia lo que debería ser el verdadero lugar del intelectual en el mundo contemporáneo, su verdadera función, su honor y su dignidad: se trata, según parece, de mantener brevemente, hacia y contra ‘la sempiterna exhibición fálica’ de gentes comprometidas y otros despreciables defensores del ‘sentido brutal’, ese exquisito goteo de un pequeño grifo de agua tibia”.
He aquí que ahora ese mismo editor publica un texto de los cuadernos de apuntes en los que Barthes había consignado día a día los distintos acontecimientos y experiencias de ese famoso viaje. ¿Podría esta lectura llevarnos a revisar nuestra opinión?
En estos cuadernos, Barthes anota uno tras otro, escrupulosamente, todos los interminables latazos propagandísticos que le endilgan con ocasión de sus visitas a las comunas agrícolas, fábricas, escuelas, jardines zoológicos, hospitales, etcétera: “Hortalizas: año pasado, 230 millones de libras + manzanas, peras, uvas, arroz, maíz, trigo; 22.000 cerdos + patos […] Obras de irrigación, 550 bombas eléctricas. Mecanización: tractores + 140 monocultores […] Transportes: 110 camiones, 770 tiros; 11.000 familias = 47.000 personas […] = 21 brigadas de producción, 146 equipos de producción…”.
Esta preciosa información llena 200 páginas. La interrumpen breves anotaciones personales, muy elípticas: “Almuerzo: ¡Mira, patatas fritas!”, “Me he olvidado de lavarme los oídos”, “Meaderos”, “Yo estoy desposeído: de café, de ensalada, de ligues”, “Migrañas”. La fatiga, la vida gris, el hastío cada vez más abrumador solo se ven atravesados por unos rayos de sol demasiado escasos: como un tierno y largo apretón de manos que le da un “guapo obrero”.
¿Acaso el espectáculo de ese inmenso país aterrorizado y cretinizado por la rinoceritis maoísta ha anestesiado totalmente su capacidad de indignación? No, pero se la reserva para denunciar la detestable comida que Air France le sirve en el avión de regreso: “El desayuno de Air France es tan infecto (panecillos como peras, pollo reseco en una salsa grasienta, ensalada coloreada, repollo con fécula al chocolate… ¡y sin champán!) que estoy a punto de escribir una carta de reclamación”. (El subrayado es mío).
Pero no seamos injustos: no hay ninguno de nosotros que no anote fragmentos de sandeces para uso privado; únicamente se nos puede juzgar por aquellas que publicamos. Sea lo que sea lo que uno pueda pensar de Roland Barthes, nadie podrá negar que tenía ingenio y también gusto, razón por la cual se abstuvo cuidadosamente de publicar estos cuadernos. Ahora, ¿quién diablos ha podido tener la idea de esta bochornosa exhumación? Si esta extraña iniciativa ha nacido de sus amigos, entonces ello recuerda la advertencia de Vigny: “Un amigo no es menos malvado que cualquier otro hombre”.
En el número de enero de 2009 de Le Magazine littéraire, Philippe Sollers considera que estos cuadernos reflejan la virtud que celebraba George Orwell, “la decencia común”. A mí me parece, muy al contrario, que Barthes, en lo que calla, pone de manifiesto una indecencia extraordinaria. De todas formas, este acercamiento me parece incongruente (según Orwell, la “decencia común” está basada en la sencillez, la honestidad y el valor: Barthes tenía sin duda cualidades, pero no estas). Ante los escritos “chinos” de Barthes (y de sus amigos de Tel Quel), le viene a uno a la mente de forma espontánea una sola cita de Orwell: “Hay que formar parte de la intelligentsia para escribir semejantes tonterías, ningún hombre corriente podría ser tan estúpido”.
Este ensayo forma parte del libro Breviario de saberes inútiles, que recoge gran parte de los intereses de Simon Leys: cultura china, literatura universal, educación universitaria y navegación. Lo publicó editorial Acantilado, el año 2017, y lo reprodujimos con autorización de los herederos del autor.