A contracorriente de los estudios antropológicos que explicaban la violencia como una expresión de atraso o barbarie, como una falta de civilización, para el francés René Girard la violencia no es un defecto que la sociedad pueda superar para alcanzar la paz. Por el contrario, es la fuerza que funda la sociedad y tiene un rol importante en la cohesión social. Afortunadamente, plantea en su clásico libro La violencia y lo sagrado, las sociedades tienen mecanismos para regularla.
por Diego Milos Sotomayor I 14 Marzo 2025
Linchamientos en redes sociales, bullying en recintos educativos, campañas de desprestigio que se vuelven virales: son muchas las expresiones recientes de la violencia colectiva que funcionan por medio de la imitación o “mímesis”, como la conoce científicamente el antropólogo René Girard, uno de los pocos especialistas en la materia.
Curiosamente, los estudios sobre violencia de masas han tenido poco desarrollo en la antropología del siglo XX. En los comienzos de la disciplina, entre el siglo XVIII y el XIX, la violencia ritual ejerció en los viajeros y etnólogos una fascinación que transmitieron al público occidental, y hasta hoy los sacrificios aztecas y la antropofagia pueblan las fantasías de los habitantes de las grandes ciudades. La teoría que explicaba esa violencia, y de la que quedan resabios en mucha gente, era la del atraso: esos grupos no habían alcanzado el umbral de civilización tras el cual un pueblo convive de manera cívica. En otras palabras, todavía se encuentran en el estadio de barbarie.
Una deficiencia de estas teorías para Girard sería su enfoque negativo, al explicar la violencia como una carencia de civilización, como una sobrevivencia de un pasado superado, y así pasan por alto lo esencial: la violencia no es un defecto de la sociedad que se pueda superar para alcanzar la paz. Por el contrario, la violencia funda la sociedad y tiene un rol en la cohesión social. Y afortunadamente, las sociedades tienen mecanismos para regularla: “Hay cultura —dice Girard— desde el momento en que los hombres se reúnen en contra de una víctima única y la vuelven responsable tanto de los desórdenes que acaban de agitar al grupo como de la reconciliación que garantiza la muerte de ella. Hay una explicación en ese mecanismo de lo sagrado. Sagrado es siempre la dualidad de lo más maligno y violento, y lo más benéfico. Un poder tan superior a los humanos, que puede asegurar tanto la destrucción como el orden en la comunidad”.
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La preocupación central en el pensamiento de René Girard (Aviñón, 1923 – Stanford, 2015) está en las religiones: todas se fundan en un sacrificio originario que se encuentra retratado en los mitos y que, con más o menos variantes, siguen la misma fórmula: las sociedades en crisis, para no ir a la guerra civil, para que sus divisiones internas no las fracturen, buscan un chivo expiatorio. El cojo, el negro, el enano, la “bruja”, el jorobado, el tuerto, el extranjero, cualquiera que encarne una diferencia radical vista desde el exterior por los miembros del grupo, contribuye a neutralizar —al menos por un momento— sus propias diferencias.
Ese chivo expiatorio, dice Girard en su libro La violencia y lo sagrado (1973), siempre es aleatorio o arbitrario, de algún modo es “inocente” o al menos no necesariamente culpable. Podría ser un ladronzuelo, pero solo sería culpable de sus robos y jamás de la crisis que atraviesa el colectivo.
No es que la multitud se ponga de acuerdo en contra de una víctima.
Este es el segundo punto central de la teoría mimética: se trata más bien de una convergencia de percepciones contra el otro; no es deliberada, no es una decisión en función de intereses o valores, ni menos una decisión razonada a la manera ilustrada. De hecho, Jean-Pierre Dupuy, en El pánico (1993), precisa que la imitación colectiva tiende a aumentar cuando más se pierden los intereses y valores compartidos, y alcanza su punto más alto en las situaciones de pánico, cuando un miedo imprevisto es contagiado entre la masa y esta se comporta en estampida.
A esta catarata colectiva contra el chivo expiatorio René Girard la llama “crisis mimética”, y surge en momentos de extrema inestabilidad social: basta que un solo miembro del grupo se dirija hacia un potencial culpable y, espontáneamente, otro lo va a imitar y luego un tercero los imitará a ellos, y así se expande un veloz proceso de imitación en cadena, como una mancha de aceite que recubre, reunifica y calma al grupo, le proporciona las condiciones para volver a un momento de tranquilidad.
El tránsito del todos contra todos al todos contra uno, se produce cuando la cantidad y la intensidad de las diferencias son tales, que todo está a punto de estallar por todas partes. Como un punto de saturación y caos entre las diferencias, que hace que las energías dispersas se concentren todas juntas hacia un vector, un enemigo común, de consenso y dentro de un campo ideológico allanado para el consentimiento de las masas. Así lo resume el autor: “Al alcanzar la máxima intensidad de violencia, se desencadena el mecanismo de la víctima expiatoria arbitraria y única, alrededor de la cual se irá a reconstituir el grupo”.
¿Pero a qué precio? ¿Y cuánto tiempo dura esa estabilidad? ¿Cuánto tendrá que transcurrir para que regrese la sed de sangre?
Girard insiste en que el efecto estabilizador del chivo expiatorio tiene una duración a veces muy breve; todo depende de cómo se comporten los equilibrios sociales.
Cualquier eternidad que podamos atribuirle, dado que es un hecho religioso, es nuestra ilusión.
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Estos últimos años, quizá por la sensación de caos que domina el planeta, se ha vuelto a decir que René Girard es uno de los pensadores contemporáneos más importantes. Hace poco se subieron a YouTube decenas de conferencias y entrevistas que dio en la radio y la televisión, y sus libros han vuelto a ser reeditados y traducidos a casi todas las lenguas. Pero fue y sigue siendo un autor de culto, un poco extraño, medio reaccionario, un católico excéntrico que les pone a sus libros títulos como Veo a Satán caer como el relámpago (1999) o Cosas ocultas desde la fundación del mundo (1978). También se puso del lado de Mel Gibson cuando ocurrió la polémica sobre La Pasión de Cristo (2003), acusada de ensañarse con el sufrimiento de Cristo. A Girard le pareció que era la película que más se apegaba a la verdad que aparece en los Evangelios. Al ser consultado sobre si Gibson “no fue demasiado lejos con el grado de violencia”, él hizo ver que en la época en que fueron escritos los Evangelios no existía el realismo y que siglos después, cuando se comenzó a retratar el sufrimiento de Cristo, se intentó hacerlo de manera cada vez más realista: “Hoy nadie se rebela contra el Cristo de Grünewald ni contra la pintura española, que muestra unos Cristos mucho más espantosos y aterradores que el de Mel Gibson (…). ¿Cómo habría que filmar la Pasión? ¿Al estilo hollywoodense tipo Ben-Hur? Gibson reacciona contra eso”. Su película es ante todo una obra de arte, agregó, no una discusión sobre la exégesis adecuada de los Evangelios: “Si lo vamos a juzgar, hay que hacerlo sobre el fondo de las demás Pasiones realizadas con anterioridad, y pienso es de una calidad superior a la mayoría”.
Girard dedicó casi toda su obra a lo que llama “sociedades arcaicas”, no obstante, es probable que nunca haya conocido a un indígena en su vida, al menos no con fines de investigación. Incluso es tan genialmente retrógrado que fue capaz de elevar a la desprestigiada “antropología de biblioteca” (o de gabinete) a un lugar donde se pueden hacer descubrimientos verdaderamente rupturistas.
Se lo suele presentar como antropólogo, pero comenzó su carrera como un historiador que se desvió hacia la literatura moderna europea. Su primer libro, Mentira romántica y verdad novelesca (1961), está dedicado a la tendencia a imitar que tienen los protagonistas de las obras de Cervantes, Proust, Flaubert, Stendhal y Dostoievski. Utiliza, entonces, el mismo prisma de sus hipótesis miméticas antropológicas: todos ellos, sea el Quijote, Emma Bovary o Raskolnikov, imitan el deseo de sus antagonistas.
Girard es un pensador francés que evitó deliberadamente el medio intelectual de su país, del cual siempre habló con algo de escepticismo y distancia, por lo dedicado que estaba al estudio de las religiones, en las antípodas del pensamiento de Foucault, Derrida o Deleuze.
En 1947 migró a Estados Unidos porque, en sus palabras, allí iba a encontrar las condiciones mínimas de calma para poder trabajar. Las encontró en varias universidades —principalmente en John Hopkins de Baltimore, entre 1957 y 1968—, donde comenzó enseñando literatura francesa mientras cursaba su doctorado y rápidamente llegó a profesor titular. Allí pudo revisar toda la literatura disponible sobre mitos y ritos de distintas épocas y sociedades, con excepción de las modernas, que le interesaban poco. Así es que, sin ser antropólogo, conoció la bibliografía de la etnografía y la antropología moderna mucho mejor que la mayoría de los antropólogos y que todos sus detractores.
A las religiones Girard las divide en dos: por un lado están las arcaicas; por el otro, el cristianismo.
Las religiones arcaicas se caracterizan por originarse con el asesinato de un ser inocente en manos de la multitud (muchas veces con métodos a distancia, como apedrearlo o rodearlo hasta que se caiga por un barranco) y cada vez que están en crisis o necesitan estabilidad social, renuevan el sacrificio matando a un animal en circunstancias altamente ritualizadas. El mito de origen, eso sí, nunca revela que la víctima es inocente; por el contrario, un mito es un relato hecho para encubrir esa inocencia.
El cristianismo también se caracteriza por nacer del asesinato de un ser inocente en manos de la multitud, cuya fuerza absorbió hasta a los apóstoles. Pero el mito de origen del cristianismo, según los descubrimientos de Girard, es el único que explicita la inocencia de la víctima. Hay rastros de ello en el Antiguo Testamento (Abraham, Job) y se revela a la luz del mediodía con los Evangelios y la muerte de Cristo en la Cruz para siempre y por todos. Los cristianos desde entonces realizan el simulacro de ese sacrificio definitivo cada domingo.
Girard llegó a decir que se había convertido al cristianismo al entender que, de todas las religiones, esta ha llevado más lejos la paz, incluso hasta los animales, pues los remplaza por una ostia (“El cordero de Dios está hecho de trigo y uva”); esa conversión es un hito a la vez científico y religioso que a muchos de sus críticos modernos les cuesta tragar.
En su experiencia, no hay “revelación divina” en el sentido de una luz proveniente del cielo que nos esclarece el mundo. Hay una revelación humana de una verdad historicista al máximo: el culpable es inocente, en realidad es la víctima de los desequilibrios políticos internos de la sociedad y jamás el culpable de estos. “La víctima no es ni más ni menos culpable que el resto —dice Girard—, nadie puede ser culpable de la agitación mimética de un grupo. Por definición, Edipo no puede ser culpable de la peste de Tebas, ni los judíos de la peste negra del siglo XIV”.
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A René Girard se le podría reprochar de todo, pero hay algo que no se puede dejar pasar, y es que no responde a la pregunta esencial para un católico o para el catolicismo: ¿por qué las sociedades provenientes de esa matriz especializada en predicar la paz, la piedad, el perdón y la hermandad de todos con todos, han sido las sociedades más violentas (o al menos, las que han demostrado una mayor capacidad de destrucción)?
En entrevistas, Girard señaló de forma vaga que la modernidad es un cristianismo rebajado, carente de sustancia, que sueña con deshacerse de la violencia con declaraciones bienintencionadas y poco más. En un intercambio que tuvo el autor con una joven estudiante de secundaria, en un encuentro de católicos ocurrido en 1994, en la ciudad de Estrasburgo, ella le pregunta por qué la Iglesia pudo perseguir a inocentes y aislados, como ocurrió durante la Inquisición, bajo sospecha de ser herejes (como las “brujas”, los judíos o los anabaptistas en el siglo XVI). Según ella, “Dios debió intervenir para que la Iglesia tomara conciencia del proceso en el que estaba”. Girard le responde que la Iglesia funciona como cualquier otro grupo humano en situación de crisis: “La tentación de caer en la Inquisición es muy normal. La Iglesia pensaba que había creado un mundo verdaderamente cristiano. El Renacimiento hizo tambalear al Medioevo, y las iglesias percibieron que podían fracasar. El primer reflejo de las iglesias fue intentar impedirlo, y no se puede impedir eso por medios humanos”.
En un momento Girard interrumpe su respuesta. ¿Cómo admitir, delante de estos católicos, que la paz de Cristo tiene un precio alto, el de deshacerse para siempre de esas válvulas de escape que son (o eran) los rituales sacrificiales? Recupera la concentración y agrega: “La revelación no es una receta para la vida perfecta. (…) La revelación [de la inocencia de la víctima] es lo más peligroso en el plano humano, ya que es lo que más destruye al sacrificio. Las sociedades sacrificiales funcionan mejor que nuestras sociedades. Nuestra sociedad está siempre al borde del caos, al borde de la destrucción, porque mientras más verdades y recursos se pongan a disposición de los hombres, peor los van a utilizar. (…) No olviden que los Evangelios dicen ‘Es guerra lo que traigo, no paz’. Eso quiere decir que es una paz tan desprovista de víctimas, tan difícil para los hombres, que va a traducirse en un desorden mayor que el que hay. No trae la felicidad de las vacas en un predio, ni el aterrizaje en las plataformas de la sociedad de consumo, porque expulsó a la religión y ya no hay víctimas. Eso es un chiste. (…) La paz de Cristo no es una vacuna contra la violencia”.
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Si bien la teoría del chivo expiatorio fue elaborada para el estudio de las religiones arcaicas, no es inútil para esclarecer fenómenos modernos o contemporáneos.
La mímesis explica buena parte del comportamiento de los mercados financieros, la moda, la publicidad, el linchamiento en redes o la guerra. También ilumina ciertas expresiones de “violencia popular”, que se organiza en turbas espontáneas para desquitarse o hacer justicia por las propias manos, como ocurrió hace un año en Haití, con el movimiento bwa kalé (a cortar leña) en contra de miembros de las pandillas que todavía dominan las ciudades: hay una clara combinación de mímesis, violencia sacrificial y autodefensa ante la incapacidad del Estado haitiano de procurar seguridad. Pero quizá en todas las sociedades la figura del delincuente —independientemente del problema de su inocencia— funciona como chivo expiatorio perfecto para descargar las iras del pueblo.
A lo largo de la historia, la cohesión social ha estado fuertemente asociada a los castigos ejemplares, realizados en lugares públicos, a la vista de la multitud. Era una forma de reunirse y de aprender a respetar a la autoridad. Se suele olvidar, por ejemplo, que la misma Independencia de Chile culminó con la ejecución sumaria y descuartizamiento de Manuel de Picó en 1824, el último oficial de la resistencia española, quien combatió tenazmente por defender casi 300 años de herencia colonial. El historiador Fernando Pairican, en su libro Toqui, cuenta cómo terminó quien fuera “uno de los más leales monarquistas”: “La cabeza fue llevada al fuerte Negrete en una escarpia, un grueso clavo con uno de sus extremos doblados en ángulo recto. Fue puesta en la plaza central y contemplada por los católicos que salieron de misa el domingo. Por la tarde, su cráneo fue llevado a Concepción, durante tres días fue expuesto en la plaza y finalmente fue dejado en Yumbel, en el cuartel general de la alta frontera”. Un destino similar sufrió su antecesor, Vicente Benavides, dos años antes.
La práctica de descuartizar enemigos emblemáticos del orden público, y exhibirlos, fue una costumbre recurrente en la primera mitad del siglo XIX. Esta tradición medieval de castigos ejemplares subsistiría en Chile hasta la paulatina creación de un régimen penitenciario y la asimilación de ciertos derechos mínimos que no estaban asegurados por el “peso de la noche”. Incluso, la práctica punitiva de dar azotes solo fue erradicada en 1960.
La violencia y lo sagrado, René Girard, traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, 2023, 480 páginas, $16.000.